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El piloto estaba sentado en el porche con un vaso de vino entre las manos. Tenía cara de impaciencia y no era de extrañar, pues Paco, espatarrado a su lado, debía de llevar un buen rato de agradable chachara con él. Por la familiaridad con que lo trataba no cabía la menor duda de que el cantinero lo consideraba ya un buen amigo.

– ¡Mire! -le gritó-. ¡Aquí vienen! ¡Por fin podrá meterse un buen potaje entre pecho y espalda! ¡Hoy hay garbanzos! ¡Gar…ban…zos!

El capitán Constantino Martínez se detuvo ante ellos. Sin saber muy bien qué hacer, a modo de presentación extendió las manos hacia los dos germanos. Éstos se saludaron con brevedad tras levantarse el piloto de su asiento. Luego esperaron recibir indicaciones. Naturalmente, Paco intervino mucho antes de que el capitán se hubiera dado cuenta siquiera de que se esperaba de él que oficiara de anfitrión.

– ¡Es simpático, éste! ¡Parece que hable con una patata en la boca, pero tiene buen estar! ¡Hace compañía!

– No es necesario que grite -insinuó Markus Vogel-. Nosotros le entendemos y a él no va a servirle de mucho.

– ¡Pues a mí.,.! Pues a mí me ha entendido todo. Se llama Germán… Pasen, les prepararé una mesa.

Markus Vogel vio al entrar a Benito Buroy sentado al fondo del local. Se puso de espaldas a él. Cenaron los tres hombres, muy incómodo el capitán Constantino Martínez pues el intérprete, lejos de cumplir con su cometido, se enzarzó en una larga conversación con el piloto accidentado sin traducir al español ni una sola de sus frases. A veces alzaban la voz como si discutieran, y entonces el capitán, que estaba de cara a la pared, se volvía hacia los demás clientes del bar pidiendo ayuda con la mirada. Pero allí nadie podía hacer nada por él y así transcurrió la cena, con los dos hombres enfrascados en lo que aparentaba ser un muy razonado desencuentro y el resto de los presentes silenciosos y atentos a lo que no podían entender.

Finalmente, antes de acabar su potaje, Markus Vogel se puso en pie.

– Perdóneme, capitán. Creo que este caballero y yo tenemos opiniones demasiado diferentes acerca de casi todos los temas. A veces, hablar una misma lengua hace todavía más difícil la comunicación… Es el teniente Hermann Schmidt, de la Luftwaffe. Ha sido alcanzado por los ingleses. Pide ser repatriado de inmediato en cumplimiento de los acuerdos firmados entre nuestros dos países. También pide que el delegado aéreo del consulado alemán en Mallorca se haga cargo

– Eso es imposible. El avión ha de quedar retenido y de hecho ya lo está bastante, por el momento.

– Me limito a comunicarle sus deseos. Ahora, si usted me autoriza, me gustaría mucho cambiarme a otra mesa.

El capitán lo miró con alarma, como si Markus Vogel le estuviera dejando plantado en un baile en el que no conociera a nadie. Sin embargo, el orgullo castrense lo ayudó a sobreponerse de inmediato.

– Vayase adonde quiera, siempre que no salga de la isla -repuso, fastidiado.

Su poco voluntarioso intérprete fue hasta la mesa que ocupaban Leonor Dot y Camila. Éstas habían acabado ya de

– Si les apetece, las reto a un dominó.

A Camila se le llenó la cara de alegría, pero se reprimió de inmediato.

– Hará falta otra persona -contestó poniéndose en pie con aparente desgana-.Voy a ver si le apetece al Lluent.

La niña fue a la barra, donde el pescador se bajaba una copa de orujo. Mientras tanto el ermitaño se sentaba a la mesa junto a Leonor Dot, que lo recibió con una sonrisa. Sonó en el exterior una fuerte ráfaga de viento y a continuación retumbó en el bar la voz estentórea del capitán Constantino Martínez, que parecía haberse decidido, él también, a hacerse entender a gritos.

– ¡Habrá que tener paciencia! ¿Me entiende, Germán? ¡Pa…cien… cia!

La principal diferencia entre la estupidez y la inteligencia es que esta última no se contagia, pensó Markus Vogel. Debió de reflejársele el pensamiento en la cara porque Leonor Dot, con una facilidad de la que no disfrutaba desde hacía mucho tiempo, se echó a reír.

Debía resignarse a esperar una semana en aquel lugar perdido en el que ni siquiera podía conversar con los lugareños. Tampoco era que tuviera excesivas ganas de hacerlo, pues sentía un escaso interés por aquellas gentes y sólo deseaba regresar a Berlín para reincorporarse cuanto antes, a ser posible en la conquista de Inglaterra. Desde que rompiera con sus padres por causa de la política, Hermann Schmidt era un hombre sin familia dedicado en exclusiva a su carrera militar. Se consideraba una persona honesta y con las ideas claras. Creía sinceramente que resultaba posible construir una nueva Alemania aria, poderosa como nunca debía haber dejado de serlo y libre de mercachifles y degenerados. Y si luchaba por ello no era por una cuestión estrictamente altruista o patriótica. En sus planes entraba tener algún día mujer e hijos, pero no iba a hacerlo sin preparar antes el mundo en el que debían vivir. Nada molestaba más a Hermann Schmidt que el desorden y la arbitrariedad, y ésas eran precisamente las características del mundo en el que había nacido. Su infancia había transcurrido junto a un padre débil de carácter que dejó hundir su empresa de componentes eléctricos mientras escuchaba la música de Schubert o de Mahler, y una madre con los nervios siempre alterados que no soportaba el ruido ni la luz. Pero él era distinto. Desde pequeño le gustaba tomar decisiones, mejor cuanto más radicales. Le tranquilizaba pensar que podía solucionar cualquier problema para siempre. Aquélla era su máxima:los problemas debían solucionarse de manera que no volvieran a aparecer. Cualquier otra postura no era sino hipocresía o dejadez disfrazadas de lucha permanente, como los amagos de su padre por aliviar la crisis crónica de su empresa o el gesto cansino de su madre al emprender cualquier actividad. En una ocasión, de adolescente, había tenido una bronca violentísima con ella, que por aquel entonces no padecía ninguna enfermedad pero llevaba dos días sin levantarse de la cama. Le dijo que con mujeres así Alemania estaría siempre en decadencia. «No sé cómo deseas vivir tú -le había contestado su madre sin apartar la cara de la almohada, sin molestarse en mirarlo-, pero no me interesa. Me da pereza sólo pensarlo.» Veinte años después de aquel incidente, Hermann Schmidt no se había convertido en una mala persona, pero había adquirido un concepto exagerado de los sacrificios que estaba dispuesto a asumir para sí mismo y a imponer a los demás. Sobre todo a éstos, pues si de algo no le cabía la menor duda era de que él formaba parte de los elegidos que acabarían habitando aquel mundo que a su madre le daba tanta pereza imaginar.

En vista de las pocas alternativas que le brindaba su estancia en Cabrera, aquella mañana decidió salir a dar un paseo por el monte. El calor en aquella isla era insoportable y la vegetación tan escasa que le ensombrecía el ánimo, pero no estaba dispuesto a dormitar bajo un emparrado como hacían todos allí. Ascendió el camino del castillo para ver la ruina de sus paredones. Llegó con la camisa pegada al cuerpo a causa del sudor y las mangas empapadas de tanto secarse con ellas la frente. En lo alto de una torre que aún permanecía en pie vio a dos soldados que conversaban sin prestar ninguna atención al amplio horizonte que se abría ante ellos. Tampoco habían visto a Hermann Schmidt pese a que éste en ningún momento había hecho nada por ocultar su presencia. Sus voces le llegaban con una leve resonancia, como si hablaran en el interior de un lugar cerrado.

No había edificios al otro lado de la bahía, sólo un faro viejo y cuarteado que a la luz del día parecía incapaz de proyectar ninguna luz. Al pie del acantilado que soportaba los muros semiderruidos del castillo, el mar era tan transparente que se apreciaban con toda claridad las rocas y las algas de su fondo. Hermann Schmidt buscó con la mirada la silueta de su avión, pero no pudo localizarla. Allí se quedaría, hundido en las aguas, hasta que los suyos acudieran a recuperarlo. Todo en aquella isla parecía asentarse en un tiempo pasado que ya nunca volvería y del que no quedaba casi nada, si acaso los restos de los que habían llegado allí sin desearlo y que, igual que haría él en cuanto lo recogiera aquella maldita barca, habían continuado su camino a la menor oportunidad.

Fue al darse la vuelta para regresar a la plaza cuando descubrió el pequeño cementerio en la ladera opuesta a la bahía. Vio también la silueta de Andrés agazapada tras el tronco torturado de una sabina. Al advertir que el piloto miraba en su dirección, el hijo de la cantinera escondió la cabeza dejando al aire la espalda.

Hermann Schmidt fue bordeando los muros del castillo en dirección al camposanto. Al llegar a sus proximidades se detuvo en un lugar donde la tierra había sido removida recientemente. Aquello era sin duda una tumba. Aunque no había ninguna inscripción sobre ella, alguien había dejado un ramo de flores ya mustias. Al alemán le habría bastado con mirar por encima del muro para abarcar todo el cementerio, pero empujó la cancela y avanzó unos pasos sorprendiéndose de encontrarlo en un estado tan deplorable. Parecía que lo hubieran arado con un descuido difícil de entender. El perejil crecía por todas partes mezclado con las malas hierbas. Algunas lápidas y cruces talladas en piedra, muy toscas, aparecían tiradas por el suelo o apoyadas contra las paredes. Habría resultado imposible identificar las nimbas. Entre los terrones resecos asomaban huesos largos, blancos y astillados como las maderas que han estado mucho tiempo en el mar.

Hermana Schmidt salió del cementerio y se encaminó hacia la parte posterior.

Andrés aprovechó que lo perdía de vista para acercarse a la cancela. Apoyó la espalda contra las piedras del muro. Con mucho cuidado, luchando por acallar su respiración agitada, avanzó hasta la esquina por donde había desaparecido el alemán. Se inmovilizó para escuchar si algún sonido delataba la presencia de aquel hombre. El silencio era tan espeso que no oía los pájaros ni el mar, sólo sus propios jadeos. Poco a poco asomó la cabeza. Pero antes de que tuviera tiempo para ver nada sintió un golpe en la nuca, como si una piedra se hubiera desprendido del muro. Era la mano del piloto que lo cogía por el cogote y lo obligaba a hincar las rodillas en tierra. Una voz potente y muy alterada sonó en lo alto. Sin duda lo amenazaba, pero Andrés no supo entenderla.

Dejó escapar un gemido bovino. Por el rabillo del ojo había visto que el otro llevaba un palo en la mano. Al muchacho se le inundó la boca de saliva, un borboteo de babas que intentó escupir sin conseguirlo. Aquel hervor se le adhería a los labios y lo abrasaba mezclado con los ácidos de su estómago. Volvió a gemir mientras el hombre continuaba gritándole y amenazándolo con el palo. Entonces, acompañado por una violenta arcada, dejó escapar un vómito abundante de color azafrán y se sintió mejor, se sintió liviano como una pluma, vacío de temores y más tranquilo. Una indiferencia extrema le nublaba el pensamiento.

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