Lo recuerdo como si fuera ahora. Se quedó mirándome de esa forma triste como miran los hombres derrotados. Yo tenía ganas de llorar, pero me contuve apretando los labios, porque llorar me parece una forma demasiado fácil de resolver los problemas. Le sostuve la mirada y noté que papá, aunque no se movía, recuperaba lentamente su manera normal de ser. «Camila -me dijo por fin-, voy a intentar que te vayas de España. A los Estados Unidos, si puedo, o a México. Esto se hunde, cariño, y he de ponerte a salvo… No sé si puedes entenderlo.»
No. No podía porque era muy niña y un poco estúpida, pero dije que sí con la cabeza intentando que no vieran el miedo que me daba viajar sola a países tan lejanos. Bueno, mi padre no podría hacer lo que me dijo. Pocos días después desapareció para siempre, y yo no viajé a ningún sitio.
– Constantino -dijo Felisa García-, he venido a ofrecerle una solución a un problema que usted todavía no sabe que tiene.
El militar, sentado en su butaca, miró a la mujer con poco entusiasmo. Pues claro que tenía problemas, meditaba, y por supuesto que se le plantearían otros nuevos, cientos de ellos, pero no por eso había que andar adelantándolos. Todo aquello de lo que no tenía noticia no estaba bajo su responsabilidad, y en eso el capitán Constantino Martínez, acostumbrado a una vida entera en el ejército, era muy estricto. Los escalafones superiores estaban para algo. Ellos debían decidir en qué medida cualquier cosa era o no un problema y si le tocaba a él solventarlo. Mientras tanto, el supuesto problema, sencillamente, no existía. En ello radicaba la tranquilidad de espíritu que le proporcionaba la lógica castrense, y no era cosa de andar subvirtiéndola. Así que, sólo por miedo a la cantinera, señaló las sillas situadas al otro lado de su mesa de despacho.
– Siéntese, mujer. Pero preferiría que me hablara de sus problemas y no de los míos. Si está en mi mano, será un placer echarle… esa mano. Ya me entiende.
– Yo también los tengo, Constantino, claro que sí -comenzó Felisa García tras sentarse con el gruñido habitual con que acostumbraba llamar al orden a sus articulaciones-.Y le ayudo con la esperanza de ayudarme también a mí misma. Verá usted, la semana pasada fusilaron a Pascual. Yo no tuve valor para asomarme y no sabe cuánto me arrepiento. Hacía mucho tiempo que no veía a Pascual. Era nuestro carbonero, un hombre muy tranquilo y también una buena persona.
El capitán empezaba a sentirse verdaderamente irritado. A cualquier otro lo habría despachado con cajas destempladas, pero ante Felisa García se limitó a hacer crujir su butaca con un movimiento de impaciencia.
– Es un poco tarde para interceder por él -ironizó-. Le aseguro, de todas maneras, que hizo méritos suficientes para no merecer que usted se preocupe. Dejémosle descansar en paz.
La cantinera no iba a bajarse del burro. A Pascual lo había conocido bien porque se había criado con ella, y sabía que si había cometido alguna atrocidad en el frente habría sido sin duda por obedecer una orden. Porque Pascual era tan asustadizo como una oveja y tan ignorante que no sabía ni dónde estaba el Mediterráneo, que lo rodeaba por todas partes.
– Cada día rezo por su alma -insistió-. Poquito, porque tengo muchas ocupaciones, pero rezo.-. El caso es que mi hijo, no Andrés, sino el otro, aprendió el oficio con él. Le encantaba pasar las noches con Pascual junto a la carbonera.
– ¿Y eso, en qué me concierne?
– No sea cazurro, Constantino.Y perdóneme… pero tiene usted un camión que funciona a gasógeno y en esta isla ya no hay nadie que haga carbón. Mi hijo, aunque inválido, es un hombre responsable. Con la ayuda de un par de soldados podría preparar todo el carbón necesario para poner en marcha el camión, y de paso para calentarnos en invierno y cocinar con un poco más de comodidad. Sólo tendría usted que conseguir que regresara a Cabrera.
El capitán enarcó las cejas y tamborileó en la mesa con las yemas de ¡os dedos.
– No es mala idea -contestó-, debo reconocerlo. Ahora está en Madrid, ¿no es cierto?
– Sí. Y no quiere volver. Pero digo yo que ustedes podrán convencerlo… por las buenas, naturalmente, que el pobre bastante ha sufrido ya por España.
– Y su marido, ¿qué opina? ¿Está de acuerdo con usted?
Felisa García alzó las manos hacia el techo lleno de grietas como si invocara una autoridad divina.
– Mi marido no tiene opiniones. Debería usted saberlo, Constantino.
El militar soltó una risotada. Se le había pasado el malhumor. Abrió un cajón de su escritorio, sacó un purito y lo encendió, diciéndose que sus heridas interiores podían irse a paseo. La verdad era que Felisa García tenía razón. Cabrera debía ser capaz de abastecerse por sí misma si, tal como se pronosticaba, llegaban tiempos peores. Los submarinos alemanes ya surcaban aquellas aguas rastreando los convoyes británicos. Aunque la guerra se desarrollara en el mar, había que estar preparados para dar cobijo a unos y rechazar a otros si se hacía necesario. Y el teniente de la marina que le trajo el camión le había avisado de que no iban a volver por allí en bastante tiempo.
– Veré lo que se puede hacer… Pero me deberá usted un jamón, por lo menos.
– Délo por hecho. Se lo pediré a mi cuñado.
Cuando salió a la plaza, Felisa García avanzó unos pasos para buscar la sombra de la higuera, y se quedó allí retorciéndose las manos con la mirada perdida en el mar. No estaba segura de lo que acababa de hacer, pero tenía la impresión de que el mundo se desordenaba cada vez más y que había que intentar evitarlo. Si algo tenia claro Felisa García era que los países debían permanecer donde estaban, con sus fronteras tan bien dibujadas en los mapas que daba gusto verlos cada uno de un color distinto, y que los vecinos debían saludarse con respeto en lugar de andar matándose entre sí, y que los hijos debían buscar una mujer o regresar con sus padres y no andar mendigando en la capital. Todo debía estar en su sitio, porque era la única manera de que cada uno supiera dónde aposentar el culo. Así de sencillo. ¿Qué pintaba su hijo, que hasta que fuera a la guerra no había salido de Cabrera más que unas pocas veces para visitar a su tía en Palma, vendiendo cupones en una esquina de Madrid? ¿Iba a ser feliz allí? ¿No iba a encontrarse con que poco a poco regresaba la normalidad a la capital mientras él continuaba en su esquina cada vez más desplazado y maltrecho, incómodo recuerdo de unos tiempos que nadie querría rememorar? Para Felisa García, la vida no tenía sentido si un hijo no disponía de un lugar en el que resguardarse cuando todo le iba mal.
«Las brújulas no deberían señalar el norte, sino la casa de cada uno», se dijo a la sombra de la higuera.
Y en el pensamiento encontró una vez más la tranquilidad. Tan contenta estaba de haber sabido resumir sus ideas confusas en una sola frase nítida y bien planteada, que en lugar de encaminarse hacia la cantina fue a ver a Leonor Dot. Su amiga, que se hallaba en el huerto, se le ofreció de inmediato cuando la vio entrar resollando con fuerza y pidiendo su ayuda. Felisa quería que escribiera en un papel la frase que se le había ocurrido.
– Es muy bonita -le dijo Leonor Dot, tras cumplir su deseo y alzar el papel para leerla de nuevo.
Felisa García dudó un poco, pero no iba a permitir que nada la arredrase cuando ya había tomado una decisión.
– ¡Pues ya estoy harta! -exclamó-. ¡Yo quiero escribir esas cosas! ¿De qué me sirven en la cabeza? ¡Con la edad, se me ha convertido en un trastero y no encuentro nada de lo que necesito!
Leonor la miró con cariño y la cogió por los hombros.
– Claro que sí, Felisa. Yo te enseñaré. Podrás leer y escribirlo que quieras.
– Pero que no me cueste mucho -concluyó la cantinera, observando con resquemor el papel en el que Leonor Dot había plasmado su pensamiento sobre las brújulas.
Tras la visita que hiciera a Leonor Dot y a Camila, Markus Vogel no había vuelto a bajar al pueblo. Pero aquella mañana lo hizo, empujado por la ansiedad en la que vivía desde que Benito Buroy irrumpiera, tres días atrás, en su retiro de ermitaño. El alemán no podía soportar la espera del anunciado regreso de su asesino, y a todas horas creía detectarlo en el chasquido de una rama, en el aleteo de algún pájaro o en el gorgoteo de una ola filtrándose por entre los cantos de la playa. A ratos se sorprendía a sí mismo escondiéndose entre las rocas con la excusa de buscar un poco de sombra, encogiendo las piernas y agachando la cabeza, o echando a correr de improviso, el corazón desbocado, como un venado ante la sospecha de una presencia extraña. Pero Markus Vogel no se consideraba un cobarde. Tampoco era el tipo de hombre capaz de acostumbrarse a vivir huyendo. Debía admitir que la causa de su ofuscado comportamiento podía ser que llevara demasiado tiempo apartado del contacto con la gente. Cada vez le suponía un mayor esfuerzo convivir consigo mismo, reconocerse en las venas de las manos, en sus cicatrices y lunares, en sus hábitos y hasta en sus recuerdos, como si alguien ajeno a él fuera ocupando más y más parcelas de su cuerpo y de su pensamiento. Hablar en voz alta, que hasta no hacía mucho le servía para centrarse, le parecía ahora una conducta de locos, por lo que se obstinaba en un silencio inmutable que él mismo no podía soportar. La amenaza que significaba Buroy, la certidumbre de que antes o después regresaría para matarlo, había acabado por desbaratar el precario equilibrio que hasta entonces lo había mantenido en pie.
El caso es que Markus Vogel apareció por el pueblo con un aspecto más extraviado de lo habitual. Parecía un viajero que hubiera estado fuera mucho tiempo y que se sintiera desorientado por los cambios que había habido en el pueblo. Y alguno se había producido, en efecto. El camión aparcado delante de la Comandancia parecía esperar pacientemente a que le mostraran algún lugar por donde fuera posible echar a rodar; los frutos comenzaban a madurar en la higuera, que desprendía un olor profundo al deslizarse el viento por entre sus hojas grandes como abanicos; y Paco, además de dejarse perilla, lucía en el cuello una gruesa cadena dorada. Cualquiera que no lo conociera lo habría tomado por un corsario turco que hubiera sobrevivido milagrosamente al paso de los siglos. Aquella mañana se encontraba a un lado de la playa, sentado sobre una de las primeras rocas que cimentaban el muelle, descamando un besugo y limpiándolo en el mar.
Markus Vogel se detuvo junto a los bidones alineados a espaldas del cantinero. Intentó mover uno por saber si estaba lleno. Luego se aproximó al borde del muelle y contempló el campamento militar que se alzaba a lo lejos, en la parte de la bahía más resguardada del mar abierto. A lo largo de la costa se veían grupos de soldados que trabajaban en la pista que conducía hasta allí.