«Un cernícalo. Es bueno, se come las ratas». O se limitaba, sin abrir los labios, a indicar con el dedo un acantilado donde una cabra solitaria hacia equilibrios sobre el vacío.
Leonor Dot tampoco hablaba mucho. Solía acurrucarse en la proa y, dejándose mecer por el vaivén de la barca, se sumía en el mundo atemporal de los recuerdos. A veces, la asaltaban con tal viveza que las voces de Cánula y del Lluent se iban apagando, como si poco a poco se fueran alejando de ella, y el calor del sol sobre la cara se transformaba en la presión suave de una mano, o en otra luz y otro calor bajo un sol distinto, o incluso en el frío gélido de una mañana de invierno en una ciudad lejana. Con los ojos cerrados, levemente mareada y adormecida por el balanceo, Leonor Dot vagaba sin cuerpo por un pasado irrecuperable que, a pesar de todo, necesitaba rememorar para continuar sintiéndose viva. A veces los recuerdos le dolían demasiado y entonces, tapándose la cara con las manos, se asombraba de que los horrores de una vida arruinada pudieran desembocar en un rato de paz sobre una barca, bajo el sol benigno de todos los días.
No por eso dejaba Leonor Dot de ser combativa. Durante uno de aquellos paseos en el que habían ido a ver los peñones que asomaban más allá de la isla deis Conills, se puso en pie al divisar a lo lejos la línea brumosa de la costa mallorquína. Parecía tan cercana que daba la falsa impresión de que podía alcanzarse a nado. El Lluent conocía bien aquella derrota surcada de peligrosas corrientes marinas, pues vendía la mayor parte de sus capturas en la colonia de Sant Jordi, que era el puerto más próximo a Cabrera. Leonor Dot se volvió hacia el pescador. Le brillaban las pupilas.
– Lluent -le dijo-, llévenos hasta Mallorca. Diga que hemos saltado al mar y que no ha podido hacer nada por nosotras.
El Lluent puso cara de circunstancias. Luego, tras morderse los labios por dentro como si quisiera arrancárselos, se expresó con meridiana sensatez:
– Si lo hiciera sería yo el que habría tirado su vida por la borda. No se puede desvestir a un santo para vestir a otro. No sabe cuánto lo siento.
Y dicho esto, con la languidez con que se llevan a la práctica las decisiones molestas pero impostergables., asió el timón e hizo virar el laúd de regreso al puerto.
– Eso es cierto -reconoció Leonor Dot con una amplia sonrisa, trastabillando un poco a causa de la maniobra y tomando asiento con torpeza-, tiene usted razón… Pero tenía que intentarlo.
La celebración por la pesca del atún había concluido hacía un buen rato. Paco, alarmado por la rapidez con que menguaban sus reservas de vino, había conseguido salvar una botella escondiéndola detrás del barreño de la basura. Con esa botella, más lo que ya llevaba bebido, había tenido suficiente caldo para acabar el día. A la mañana siguiente llegaba la barca de las provisiones con un nuevo cargamento. No era aquél, pues, un tema que le preocupara en aquellas horas tardías. Pero había otros.
Repantigado en una silla bajo la parra de la cantina, con la camisa abierta por completo para airear la espesa pelambrera de su pecho, observaba la plaza a oscuras y meditaba sobre los graves problemas que le aquejaban. Llevaba unos días desconcertado y molesto por la actitud de Felisa García. Su mujer parecía otra desde que viajara a Mallorca y encontrara allí la protección de su cuñado. Hasta entonces nunca había tomado otras decisiones que no fueran las propias de las tareas domésticas, pero ahora empezaba a mangonearlo todo y a criticarlo a él con mucha más inquina de lo normal. Era cierto, meditaba el cantinero, que Felisa siempre le había gritado, pero se trataba de arrebatos femeninos que cumplía sin dejar de remover el cocido o de pasar el fregajo por el suelo del bar. Y ésa, para Paco, era una actitud positiva. Estaba convencido de que las mujeres debían gritar mucho, pues así sacaban fuera los sinsabores de la maternidad y lo que él llamaba las «ansias mamarias», que no eran otra cosa que más maternidades no resueltas y ya imposibles. Una mujer gritona era para Paco una verdadera mujer. Pero una cosa era dar gritos, proferir amenazas e insultar a su marido desde los fogones, y otra muy distinta callarse como una muerta, mirarlo con desdén y, en la intimidad del lecho conyugal, lamentarse de que la tonta de su hermana hubiera tenido mucha más suerte que ella.
– Todo por un par de cerdos y un rebaño de cabras -murmuraba, tumbada en la cama, con su camisón nuevo de volantes que trajera también de Palma-. Pero ni eso hemos sabido conservar. Qué pensarían mis padres si llegaran a verlo. Doy gracias a Dios de que estén muertos, fíjate en lo que digo… Si hubiera ido a Mallorca a aprender costura con mi hermana, quizá ahora estaría casada con otro potentado… O al menos con un hombre que sirviera para algo.
Paco nunca contestaba a sus reproches, en parte por orgullo y en parte porque a aquellas horas le costaba demasiado articular las palabras. Al poco se quedaba dormido como un bendito, y cuando se despertaba a la mañana siguiente comprobaba con alivio que la vida seguía igual, que Felisa no estaba en la cama y se la oía trajinar por la casa. Entonces se levantaba él también, iba al chamizo donde guardaba alguna botella de vino entre los trastos, bebía un par de tragos para infundirse valor y decidía demostrar aquel día a Felisa García que su marido no era un fracasado, sino un hombre con arrestos y energía sobrados para tomar las riendas y que ella viviera como una reina o, cuando menos, como la tonta de su hermana. A continuación daba algunas vueltas por el bar, salía al patio donde ya no había cerdos ni cabras, se asomaba algo apocado a la cocina y acababa sentándose bajo el emparrado con una gran desazón, pues Felisa se había levantado a las seis de la mañana y ya todo estaba hecho. Allí se lamentaba Paco en silencio de tener una mujer mandona y desquiciada sin darse cuenta de que había dejado la cama sin hacer, que la cantina era un nido de mierda, que la casa tenía varias tejas rotas que filtraban goteras las pocas veces que llovía, que había mil cosas que hacer en general que no fuera lo de cada día, sentarse bajo el emparrado rumiando la manera de servirse un poco de vino de manera que Felisa García pudiera simular que no se daba cuenta.
También le molestaban a Paco las tertulias de su mujer con Leonor Dot. Aquella señora de ciudad era otra mala influencia para ella, que complementaba a su manera el nefasto ascendiente que iba adquiriendo sobre Felisa el marido de su hermana. Si aquél le había despertado el deseo de haber tenido otra vida más opulenta y divertida, las conversaciones con Leonor Dot la llevaban a creer falsamente que ella misma podía ser de otra manera, una mujer sensible y hasta un poco despierta. Algunas noches, siempre después de sus tertulias en la cocina, tras un rato de silencio en la cama con la mirada perdida en el techo, Felisa García abría los labios con una intención bien distinta de la de criticar a su marido. Entonces era mucho peor si cabe, pues se trataba de uno de sus ataques de clarividencia mental.
– La vida -decía- es lo mismo que tener un vertedero de basura delante de las narices y por detrás un valle cubierto de amapolas. Hay que saber mirar las cosas bonitas.
– La vida es una mierda -le contestaba Paco, pues ésa era la única frase que podía articular por muchas copas que llevara encima, y de hecho el eje central, y hasta exclusivo, de su muy limitado pensamiento.
– Hay personas que hacen infelices a las demás -opinaba Felisa, retomando sesgadamente su afición por la reprimenda.
Aquella noche, después de cenar en la cantina, Benito Buroy rompió sus hábitos solitarios y se sentó junto a Paco bajo el emparrado. En el cielo, cuajado de estrellas, se recortaba la silueta de la higuera centenaria. Benito Buroy estaba un tanto meditabundo. Dedicó unos minutos a observarse el dedo vendado que un rato antes ¡e cosiera el médico militar. Habían sido necesarios cuatro puntos para cerrar la herida y se trataba del dedo índice de la mano derecha, el de apretar el gatillo.
La semana que llevaba en Cabrera había pasado volando. Al día siguiente llegaría la barca de abastecimiento sin que Benito Buroy hubiera visto siquiera a Markus Vogel. Se había limitado a esperar a que apareciera por la plaza, sin molestarse en ir a buscarlo a la playa donde lo localizara la patrulla del capitán Constantino Martínez. Pero el alemán no había bajado al pueblo, y de haberlo hecho tampoco habría podido dispararle delante de todos. ¿A qué estaba esperando? ¿A verle la cara a su víctima? Sabía que eso no era recomendable. De hecho, cuando eliminaba a alguien lo hacia deprisa y sin mirarle a los ojos. No quería que los muertos se vengaran de él en sus pesadillas. ¿A qué esperaba pues? ¿A hacerlo en el último momento para no tener que seguir esperando en la cantina como si nada hubiera sucedido, como si no hubiera dejado un cadáver pudriéndose al otro lado de la isla? Si era eso a lo que esperaba, había llegado la hora. Tenía que solucionar aquel asunto a la mañana siguiente si deseaba regresar a Palma en la barca. Y aquello, regresar a Palma, era algo que no podía eludir. Le aterraba pensar en la reacción del comisario en el caso de que desobedeciera sus órdenes. Así pues, se levantaría con el alba y cruzaría la isla en busca del alemán misántropo. Con un poco de suerte estaría de regreso en Palma a tiempo para que Otto Burmann le preparara una tortilla de espárragos.
El cantinero, un tanto sorprendido de que aquel hombre tan reservado se sentara a su lado, lo miró un instante de reojo. Luego, quizá porque el momento se prestaba a ello, y a pesar de que tenía la lengua embotada y aquello le dificultaba la dicción, él también se atrevió a filosofar.
– A las mujeres hay que tratarlas con mano dura -dijo.
Señalando con el pulgar por encima del hombro la cantina donde sonaban las voces apagadas de Felisa y Andrés, se explicó mejor:
– La mía me tiene miedo,
Benito Buroy permaneció callado, pero todos en Cabrera se habían acostumbrado a su silencio y ya nadie esperaba de él ninguna respuesta.
– Miedo, eso es lo que me tiene -insistió Paco, rellenándose el vaso con las últimas gotas de vino-. Me tiene tanto miedo que podría hacer con ella lo que quisiera.
Aquello no se había visto nunca en Cabrera. A media mañana sonó por dos veces el lamento largo y ronco de una sirena, y poco después entraba en la bahía un barco enorme y destartalado que parecía capaz de quebrar la isla y seguir luego su camino por las aguas mansas del verano. Paco, que fue el primero en salir de la cantina para ver el espectáculo, no tardó en comprobar que se trataba de un antiguo pailebote revestido con planchas de hierro. Sobre la cubierta había un movimiento incesante de soldados. Volvió a bramar la sirena y de la chimenea salió una espesa nube de humo negro.