Benito Buroy pensó que tenía suerte. Si el alemán andaba por el monte sería más fácil deshacerse de él. Preguntó dónde se hallaba exactamente.
– Hace unos días lo vio una patrulla -continuó el militar, que tenía una noche locuaz a pesar de la acidez-. Está en el otro lado de la isla, en una bahía que llaman de la Olla y que tiene un farallón rocoso en el medio. Parece ser que vive en una cueva, allí hay muchas. Lo que yo me pregunto… lo que yo me pregunto es qué pinta aquí un alemán. ¿Qué habrá hecho? Entre nosotros, tengo orden de coserlo a balazos si intenta escapar de la isla, pero a él ni se le ocurre acercarse por el muelle. A pesar de eso revisamos siempre la barca de abastecimiento, por si acaso.
Alzó los brazos doblados por encima del respaldo de la silla, desperezándose, puso los pies sobre la baranda, encendió de nuevo el cigarro, que se le había apagado, y soltó con gran campechanía:
– ¡Qué jodidos esos alemanes! ¡Tan envarados! ¡Tendría que haberlo visto hace un par de semanas, cuando Felisa nos hizo la paella!
Había sido aquél, gracias al entusiasmo de la cantinera, un día feliz en una época en la que nadie lo esperaba. Felisa García, revestida de la sabiduría exótica de los que han visto esplendores muy lejanos, llegaba de Mallorca como si hubiera dado la vuelta al mundo recogiendo tesoros y delicias gastronómicas. Aunque regresaba con docilidad a su reclusión en la cocina de la cantina, nunca olvidaría que un caballero como Dios manda, todo un señor de la capital, le había alabado su gusto exquisito. Había cambiado tanto el concepto que tenía de sí misma, y se sentía tan cómoda en su recién descubierta delicadeza, que hasta lavó su bata roñosa y suavizó en lo que pudo los modales de su bronca feminidad. Así, limpia, repeinada y dulce, apareció aquella mañana muy temprano en la cantina. Paco, que nunca se fijaba en ella, se la quedó mirando con asombro y quiso llevársela de nuevo al dormitorio, pero Felisa se lo sacó de encima con un empujón amistoso y le ordenó que hiciera una buena hoguera en la plaza, pues iba a necesitar muchas brasas para su demostración de exquisitez culinaria. A Andrés le pidió que montara una mesa bajo el emparrado en la que pudieran caber todos, y al ver al capitán, que se encaminaba al campamento, salió tras él intentando contonear un poco las caderas, lo justo para no parecer reumática.
– Constantino -le dijo-, hoy no le llevaremos la comida. Vendrá usted a mi casa. Haré la paella que le prometí. Póngase guapo y traiga algo de aperitivo.
Fue de aquella manera como, un día abrasador de mediados de agosto, los cantineros y su hijo Andrés, el Lluent, otro pescador llamado Sebastián que había tenido la suerte de caer por allí, la máxima autoridad militar de la isla de Cabrera y sus prisioneras Leonor y Camila Dot, alzaron los vasos para brindar por un futuro que, todo sea dicho, se presentaba bastante tenebroso. Para mayor perfección de la dicha que Felisa instauraba desde la atalaya del reciente aprecio que sentía por sí misma, aquel día acudió el alemán ermitaño a por su ración de tabaco. Al ver el festejo se quedó parado, con un gesto en el rostro que delataba su deseo repentino de no encontrarse delante de todas aquellas personas que se habían vuelto a mirarlo interrumpiendo las conversaciones. El capitán carraspeó, contrariado por la presencia del alemán. Le habían encargado que lo vigilara, no que tomara copas con él. y Constantino Martínez era un hombre muy puntilloso en el sometimiento al lugar que cada uno ocupa en el mundo. Pero en aquella mierda de islote resultaba verdaderamente difícil mantener las formas.
Por suerte para todos, Felisa García demostró que la autoridad no se teoriza, sino que se practica. Cogió al alemán por el brazo, lo arrastró hasta el emparrado, le puso en la mano un vasito con el fino que había llevado el capitán, y luego se volvió hacia el militar para pedirle que ayudara a Paco a cargar la paella hasta la mesa. El militar, que se había puesto su uniforme más decente en cumplimiento de las órdenes de la cantinera, volvió a obedecerla, aunque con el desánimo del que se ve obligado a limpiar las letrinas.
Un rato después andaban todos algo achispados por el vino, que había corrido con una generosidad impropia del racionamiento, y el pescador Sebastián, al que nadie conocía, miraba a Leonor Dot con indisimulada avidez. Ella, que con gran elegancia había optado por no darse cuenta, escuchaba a Felisa García. La cantinera le había traído de Mallorca brotes de lechuga y le explicaba que tenía que atarlos cuando crecieran para que las hojas interiores se conservaran pálidas. Paco, por su parte, dándose cuenta de que sus reservas de vino iban a irse al carajo, había decidido hacer acopio de él en su propio cuerpo. Desmadejado en la silla, ceceaba incoherencias en dirección a la parra que les daba sombra. El Lluent canturreaba, que era lo suyo. Y el capitán, atrincherado en la marcialidad que nunca le había fallado, soñaba con un mundo pequeño que nada tenía que ver con aquél, tan diminuto y miserable. Soñaba con un mundo pequeño, aunque lo suficientemente grande como para llamarlo patria sin necesidad de recurrir a Osaka, Jerusalén o Petrogrado. Embriagado, soltó un ¡arriba España! y volvió a sumirse en el silencio. Sólo Markus Vogel se mantenía impertérrito. Casi no había probado el vino y, aunque había devorado la paella con un hambre de lobo que ni su educación podía ocultar, no había dicho nada en toda la comida. Parecía estar sentado en aquella mesa por un error que aguantaba por cortesía.
Andrés y Camila hacía rato que se habían desentendido de los demás. La niña había sacado una de sus libretas y enseñaba a Andrés a dibujar personas.
– No le hagas tantos brazos. Parece un pulpo.
Andrés asintió compulsivamente, pero continuó dibujando brazos.
– Ahora parece un erizo -dijo Camila.
Y se volvió hacia el alemán.
– Markus, ¿tú tampoco hablas?
Markus Vogel la miró unos instantes. Camila tuvo la sensación de que algo se paseaba por su cara, pero era la mirada del alemán. Nunca nadie la había mirado con aquel detenimiento, como si en su rostro hubiera infinitos detalles que fuese necesario observar con mucha atención. Normalmente, la gente se miraba sin verse demasiado.
– No tengo nada que decir -contestó por fin el alemán.
– Pues a veces hay que hablar. Si no, no sacarás fuera los pensamientos que te sobran y acabarás como Andrés, que tiene tantos que no sabe cómo ordenarlos.
El alemán sonrió. Fue la única vez que pareció estar cómodo en aquella comida estival. Se inclinó hacia Camila y le acarició suavemente la mejilla. Retiró la mano con cuidado, de la misma forma que se deja un objeto frágil en una vitrina.
– Si hablas -dijo a la niña-, procura que tus palabras sean más interesantes que tu silencio. Pero éste no es un pensamiento mío, es de un filósofo griego. Tienes razón. La próxima vez charlaremos un rato.
Se puso en pie, dispuesto a retirarse sin más demora a su playa desierta. Felisa García desapareció un momento en la cantina y regresó con un paquetito que entregó al alemán sin mucho disimulo. Este lo guardó en un bolsillo. Agradecido, hizo una leve reverencia.
– Me alegro de haber venido -dijo. Y añadió, de forma sorprendente-: Hoy está usted radiante.
Felisa García no pudo evitar un gemido de satisfacción, pero se recompuso de inmediato. Dándole una palmada en el pecho que habría tumbado a cualquiera menos corpulento que él, le dijo que se largara de una vez a su jodido acantilado. Luego, mientras el alemán se alejaba, volvió a tomar asiento en la mesa, contempló con disgusto a su marido y, mezclando ella también los pensamientos aunque de una forma fácilmente descifrable, exclamó:
– Qué hombre… qué asco.
– ¡Arriba España! -insistió el capitán Constantino Martínez, que se sentía obligado a recuperar el mando en su pequeño mundo patrio-. ¡Que se jodan los alemanes!
Leonor Dot se había quedado inmóvil, abrazada a sí misma, en mitad del huerto. Con el amanecer llegaban del mar ráfagas frescas de viento que le alborotaban el cabello, pero la mujer no las notaba ni sentía frío. Tampoco se había entretenido, como cada mañana, contemplando la bahía en el silencio estricto de las primeras horas. Un mechón de pelo se le cruzó en los ojos. Leonor Dot lo recogió detrás de la oreja sin abandonar su aire pensativo. Pocos momentos antes se había despertado, quizá por primera vez desde que llegara a la isla, embargada por algo que no pertenecía al pasado. La había despertado una sensación de plenitud que había ya casi olvidado, la necesidad alegre de desarrollar alguna actividad, y no por el mero hecho de resistir, no por la terquedad que la había estado sosteniendo hasta aquella mañana, sino por satisfacer el ansia impetuosa de acometer empresas por las que merecía la pena levantarse de la cama. Tras vestirse en silencio y detenerse a besar a Camila en la frente, había salido al huerto a ver las lechugas. Había ¡legado el momento de atarlas como le explicara Felisa el día de la paella.
Regresó a la casa, avivó las brasas del fogón con unas pocas astillas y puso un cazo con agua. Luego cogió unas tiras de tela que tenía ya preparadas y salió de nuevo al huerto. Las zanahorias despuntaban también en el lado más apartado, y por la zona del pozo asomaban las hojas de los nabos y los rábanos, junto al muro de la casa, unas cañas clavadas en el suelo esperaban a que fueran creciendo las tomateras. Aunque nada podía reprocharse a sí misma, a Leonor Dot la avergonzaba sentirse contenta de estar allí, orgullosa de su trabajo y tranquila de ver a Camila por fin a salvo, después de tanto tiempo. No podía ni quería olvidar los horrores que habían acompañado su vida hasta entonces, pero tampoco podía evitar que en su espíritu aparecieran, como en el huerto en el que tanto había trabajado, algunos brotes orientados al porvenir. Ni la memoria más vivida puede impedir que la vida continúe. Pese a saberlo, Leonor Dot sentía vergüenza de estar contenta aquella mañana, una vergüenza parecida a la que la invadía cuando recordaba los días que siguieron a la muerte de Ricardo. En el hospital, Camila no se había apartado ni un segundo de su madre, pero Leonor no podía recordar la cara de la niña, ni su presencia, ni nada de lo que le dijo su hija durante todo aquel tiempo. Nunca supo de qué vivió Camila hasta que, una madrugada como aquélla, la despertó una enfermera para darle el alta y la policía las detuvo antes de que pudieran siquiera preguntarse qué iban a hacer con sus vidas.