Mi venganza está preparada: Salmerón no existe, Natalia es la autora de esta novela, y yo… Acabo de fijarme en la bolsa de hule.
Yace en el suelo de mi despacho, de color alquitrán, ondulada como un gato. Una etiqueta atada al asa dice: «Efectos personales de Natalia Guerrero hallados en el interior de su coche». La he abierto. He sacado un bolso de mujer de color negro. En su interior he encontrado un pequeño espejo, una barra de labios casi sin usar, otros útiles de maquillaje, un perfume caro en aerosol, un paquete de klínex y un monedero. En este último, dos tarjetas de crédito, 7.000 pesetas en billetes, algo de calderilla y el Documento Nacional de Identidad, a nombre de Natalia Guerrero Parra. Lo he examinado con curiosidad.
Aquí está. La foto de su rostro. Su rostro de frente.
No es bonita, claro, tal como yo había imaginado, pero tampoco me parece excesivamente fea. Es… una mujer cualquiera, de gafas y pelo castaño atado en un moño.
Con el carné de identidad en la mano, he ido al cuarto de baño y me he observado de nuevo en el espejo: mi pelo castaño claro, mis grandes ojos, mi rostro feísimo, de máscara…
De máscara.
Pensativo, dejo que mis dedos se enreden en mi barba. ¿Y si me afeitara? Lo hago: la barba se desprende por completo, de raíz, con gestos de crisálida. Un reflejo del sol en la piel del espejo enciende mi rostro. Compruebo que, afeitada, mi cara parece mucho más real: es redonda como un huevo, un poco fofa. Contemplo mis ojos grandes y asustados, pero no del todo feos; mis gafas; mi delgadez; mi color blancuzco. La herida persiste en mi sien izquierda, una cicatriz del accidente, la última que me queda. La cicatriz que me recuerda que quise matarme con el coche la noche de mi cumpleaños.
«Tanto te he buscado, Natalia -pienso-, durante todos estos días… ¿Dónde te ocultabas? Tan desconocida me parecías… ¿Quién eras?»
Ya no tengo miedo de mirarme al espejo. Me desnudo. Acaricio mi cuello, el suave inicio de mis pechos de mujer, el vientre vacío de vida, el pubis oscuro. Mi pelo se derrama sobre mis hombros. Lo reúno con la mano y lo ato en un moño. Por primera vez estoy contenta con mi aspecto.
«Ya está. Ya te tengo -me dije-. La foto de la solapa. Por fin.»