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2. Ninfa: ojos grandes y asustados.

– Ay, señor, Virgen Santa, si está usted empapado -decía-. ¡Claro, desde el taxi hasta la puerta!…

Me acompañó a mi dormitorio, que estaba en la planta de arriba, y me entregó una bata de seda. Cogería una pulmonía, advirtió, si no me cambiaba enseguida. Su cariño resultaba conmovedor y pegajoso a un tiempo. No se movió de la habitación mientras me desvestía. Tampoco dejó de hablar. Qué preocupada había estado por mí; y qué horror la noche del accidente, cuando llamó la policía; y qué alivio al saber, después, que yo me encontraba bien. Ahora las cosas podrían seguir como antes; ella había cuidado la casa durante mi ausencia, y mi despacho estaba preparado para que empezara a trabajar en cuanto me sintiera con fuerzas. Se lo agradecí. Escribí «materna» al lado de «ojos grandes y asustados» en el resumen de su persona.

Cuando regresé a la planta baja sonó el teléfono. Era Eduardo Salmerón, mi editor. «Ya sé que no me recuerdas -dijo-, pero no te preocupes, lo importante es que te recuperes.» Derrochaba voz a raudales: potente, magnífica, de remoto emperador. A través del torrente olímpico de sus palabras lo imaginé robusto, alto, de pelo blanco. Era todo eso (se describió después) y, además, ciego. «Sí, hijo: invidente», recalcó (me llamaba «hijo»), como dando por sentado que aquella circunstancia tendría que sorprenderme. Incluso en un mundo tan reciente como el mío percibí el impacto de su poder. Se trataba, sin duda, de un hombre muy poderoso. Confirmó que los gastos de la clínica estaban pagados, pero no tenía que agradecérselo: eso era lo que hacía con todos sus «hijos». Sospeché, sin embargo, que no le disgustaba que se lo agradeciera un poco. «Ahora pensarás -añadió-, que los medios de comunicación van a cebarse contigo.» No obstante, él se ocuparía de que nadie me molestara (menos que nadie, los periodistas). Y en cuanto a mi amnesia, no debía inquietarme. «Siempre hay tiempo para recordar: lo importante es afrontar el futuro, hijo». Se despidió anunciándome que el domingo la editorial se uniría a las conmemoraciones del Día del Libro presentando una nueva colección en el Parque Ferial, y que me convenía asistir. Ya me llamaría. Colgó.

Anoté, bajo «Personas»:

3. Salmerón: ciego, poderoso.

La vida. Empezaba a desperezarse con lentitud de anaconda. Una vez transcurrida la catástrofe (y la lluvia), quedaba la vida, densa, flotante, embarrada. Cuando terminé de hablar con mi editor decidí recorrerla. Mi vida era mi casa: de dos plantas, cuatro dormitorios y un jardín con piscina. Según me dijo Ninfa, llevaba 7 años ocupándola, y eso fue lo que señalé como tercer «Suceso»:

3. Casa de Mirasierra: desde hace 7 años.

Salí al jardín. La hierba estaba enfangada por la lluvia reciente, y aplasté el flexible cigarrillo de una lombriz. Las hojas de los laureles parecían artículos de joyería. Un perfume a flor y tierra húmeda oreaba la atmósfera. Espié el rectángulo zafiro de la piscina a través de la valla de cañas de bambú, que la brisa convertía en un xilófono chino. Concluí que llevaba una vida desahogada, lo cual me satisfizo un poco. Di una vuelta completa y entré por la puerta trasera. Me sentía nervioso sin saber por qué, con la inquietud azuzándome como un tábano. Fui al despacho, revisé las estanterías y encendí el ordenador, pero no encontré diarios personales ni autobiografías; tampoco fotos familiares, retratos o correspondencia. Sólo libros (y ni siquiera míos: eran los recuerdos de otros), obras clásicas en latín y griego. Comprobé que mis conocimientos profesionales y mundanos se hallaban intactos en mi cerebro. Quiero decir que sabía quién era Ovidio, recordaba a la perfección las lenguas muertas y conocía el lugar donde vivía. Lo único que ignoraba era mi pasado. Dioses y diosas del Olimpo, sentí la tentación de rogar, ¿quién soy? Me encontraba solo. No sabía qué hacer. Se me ocurrió salir de nuevo al jardín, o dar un paseo por la ciudad, o dormir. Intuí que podía hacer las tres cosas a la vez. De hecho, ya lo estaba haciendo: mis ojos eran dos bostezos abiertos hacia el mundo. Y mi ánimo… Me sentía como si alguien me hubiera robado mi mascota preferida, esa ternera joven y retozona que nos hace brincar y reír al borde de la tragedia. Una sensación de tedio insoportable me invadía, y ni siquiera recordaba qué remedio empleaba antes para no aburrirme.

Entonces me fijé en la bolsa de hule.

Estaba en el suelo del despacho, junto a la puerta. Era de color alquitrán, ondulada como un gato. Llevaba el logotipo de la guardia civil de tráfico, y una etiqueta atada al asa decía: «Efectos personales de Juan Cabo encontrados en su coche». Abrí la cremallera y hallé una libreta de pastas negras muy semejante a la que me habían dado en la clínica. No había otra cosa en la bolsa. Me intrigué. Abrí la libreta y, en la primera página, sorprendí aquel párrafo escrito con mi letra, apenas seis líneas. Llevaba fecha y hora: 13 de abril de 1999, a las once y media de la noche.

Me he enamorado de una mujer desconocida. Escribo esto mientras ceno en el restaurante La Floresta Invisible. Ella ocupa una mesa solitaria frente a la mía y yo observo su espalda desnuda (debido al pronunciado escote de su vestido negro) y su cabello castaño claro atado en un moño. Su figura es

En aquel punto se interrumpía. Las páginas siguientes estaban en blanco. Volví a leer el párrafo. Lo leí varias veces.

Bien mirado, no tenía ninguna importancia. Podía significar miles de cosas. Pero así empezó todo.

En mi libreta, como cuarto «Suceso», referí:

4. Párrafo de la mujer desconocida.

Pasé el resto de la tarde meditando sobre el enigma. La fecha y la hora no dejaban lugar a dudas: había escrito aquello un poco antes de estampar la carrocería de mi coche contra el muro de la autopista. Mi criada me aclaró que la noche del accidente yo había salido a cenar fuera para celebrar (a solas) mi cumpleaños (justo castigo, parecía decirme su mirada, por haber abandonado el nido hogareño). Consulté las Páginas Amarillas y allí estaba el anuncio, orlado de ramas de laurel. Debajo: «Restaurante del escritor aficionado». El lugar, a pesar de su ridículo nombre, era real. ¿Y el resto? No tendría nada de particular, pensé: mientras cenaba, vi a una mujer especialmente bella y me emocioné tanto que decidí registrarlo por escrito. Después… ¿Qué había ocurrido después? ¿Se relacionaría todo aquello, de algún modo, con mi accidente?

Pero otra posibilidad más extraña me inquietaba. «¡Un momento! ¡No debo olvidar que soy escritor! ¡Esto puede ser, simplemente, el inicio de alguna obra!» (Reconocí, incluso, que me hubiera gustado leer una novela que comenzara de aquella forma: Me he enamorado de una mujer desconocida.)

El dilema era insoportable. Me inclinaba por la primera hipótesis: sonaba tan real, tan urgente… Pero ¿por qué me había interrumpido en Su figu ra es? ¿Había dejado de escribir para intentar abordarla? ¿Se había agotado mi inspiración? «Sea como fuere -decidí-, quiero saber la verdad, debo saberla, voy a saberla.»

Y, sintiendo un impulso repentino, me propuse visitar esa misma noche La Floresta Invisible.

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