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En Ninsei, una disminuida muchedumbre de día de semana siguió los movimientos de la danza. Olas de sonido rodaban desde las vídeo galerías y los salones pachinko. Case miró hacia el interior del Chat y vio a Zone observando a sus chicas en la cálida penumbra que olía a cerveza. Ratz servía en la barra.

– ¿Has visto a Wage, Ratz?

– Esta noche no. -Ratz arqueó significativamente una ceja mirando a Molly.

– Si lo ves, dile que tengo su dinero.

– ¿Estás cambiando la suerte, amigo artiste?

– Es demasiado pronto para decirlo.

– Bueno, tengo que ver a este tipo -dijo Case, y se observó en los lentes de ella-. Tengo unos asuntos que rematar.

– A Armitage no le va a gustar que yo te pierda de vista. -Ella estaba de pie bajo el reloj derretido de Deane, con las manos en las caderas.

– El tipo no va a hablar contigo delante. Deane me importa un bledo. Sabe cuidarse solo. Pero hay gente que se vendría abajo si me largo de Chiba, así, sin más. Es mi gente, ¿sabes?

Ella no lo miró. Se le endureció la boca. Sacudió la cabeza.

– Tengo gente en Singapur, contactos de Tokio en Shinjuku y en Asakuza, y se vendrían abajo, ¿entiendes? -mintió Case, poniendo la mano en el hombro de la chaqueta negra de la joven-. Cinco. Cinco minutos. Por tu reloj, ¿de acuerdo?

– No me pagan para esto.

– Para lo que te pagan es una cosa. Que yo deje morir a unos buenos amigos porque tú sigues tus instrucciones demasiado al pie de la letra, es otra.

– Tonterías. Buenos amigos un cuerno. Lo que tú vas a hacer ahí dentro es pedirle a tu contrabandista que te diga algo de nosotros. -Puso una bota en la polvorienta mesa Kandinsky.

– Ah, Case, muchacho; parece que tu compañera está a todas luces armada, aparte de tener una considerable cantidad de silicón en la cabeza. ¿De qué se trata, exactamente? -La fantasmal tos de Deane parecía suspendida en el aire entre ellos.

– Espera, Julie. Al fin y al cabo entraré solo.

– Eso tenlo bien por seguro, hijo. No podría ser de otra manera.

– De acuerdo -dijo ella-. Ve, pero cinco minutos. Uno más y entraré a enfriar para siempre a tu buen amigo. Y mientras estés en eso, trata de pensar en algo.

– ¿En qué?

– En por qué te estoy haciendo el favor. -Se dio la vuelta y salió, más allá de los módulos blancos de jengibre en conserva.

– ¿En compañías más extrañas que las de costumbre, Case? -preguntó Julie.

– Julie, ella se ha marchado. ¿Me dejas entrar? Por favor, Julie.

Los pestillos funcionaron.

– Despacio, Case -advirtió la voz.

– Enciende los aparatos, Julie; todo lo que hay en el escritorio -dijo Case, sentándose en la silla giratoria.

– Está encendido todo el tiempo -dijo Deane tibiamente al tiempo que sacaba una pistola de detrás de los expuestos mecanismos de la vieja máquina de escribir y apuntaba cautelosamente a Case. Era un revólver de tambor, un Magnum de cañón recortado. La parte delantera del guardamonte había sido serrada, y el mango estaba envuelto en algo que parecía cinta adhesiva. A Case le pareció que tenía un aspecto muy extraño en las rosadas y manicuradas manos de Deane-. Sólo me cuido, tú entiendes. No es nada personal. Ahora dime lo que quieres.

– Necesito una lección de historia, Julie. Y datos de alguien.

– ¿Qué se está moviendo, hijo? -La camisa de Deane era de algodón a rayas, el cuello blanco y rígido, como porcelana.

– Yo, Julie. Me marcho. Me fui. Pero hazme el favor, ¿de acuerdo?

– ¿Datos de quién, hijo?

– Un gaijin de nombre Armitage, suite en el Hilton.

Deane bajó el revólver. -Siéntate quieto, Case. -Tecleó algo en un terminal periférico.- Yo diría que sabes tanto como mi red, Case. Este caballero parece tener un arreglo temporal con los Yakuza, y los hijos de los crisantemos de neón disponen de medios para que la gente como yo no sepa nada de sus aliados. Yo en su caso haría lo mismo. Ahora, historia. Has dicho historia. -Tomó de nuevo el revólver, pero no apuntó directamente a Case.- ¿Qué clase de historia?

– La guerra. ¿Estuviste en la guerra, Julie?

– ¿La guerra? ¿Qué hay que saber? Duró tres semanas.

– Puño Estridente.

– Famoso. ¿No os enseñan historia hoy en día? Aquello fue un gran y sangriento fútbol político de posguerra. Watergatearon todo y lo mandaron al diablo. Vuestros militares, Case, vuestros militares del Ensanche, en…, ¿dónde era, McLean? En los bunkers, todo aquel… gran escándalo. Despilfarraron una buena porción de carne joven y patriótica para probar alguna nueva tecnología, conocían las defensas de los rusos, como se supo después, conocían los empos, armas de pulso magnético. Enviaron a esos chicos sin importarles nada, sólo para ver. -Deane se encogió de hombros.- Pan comido para Iván.

– ¿Alguno de ellos consiguió salir?

– Cristo -dijo Deane-, han pasado tantos años… Aunque creo que unos pocos lo consiguieron. Uno de los equipos. Se apoderaron de una nave militar soviética. Un helicóptero, ya me entiendes. Volaron de regreso a Finlandia. No tenían códigos de entrada, claro, y descargaron todo sobre las defensas finlandesas. Eran del tipo Fuerzas Especiales. -Deane resopló-. Una verdadera mierda.

Case asintió. El olor a jengibre en conserva era abrumador.

– Pasé la guerra en Lisboa, ¿sabes? -dijo Deane, bajando el revólver-. Hermoso lugar, Lisboa.

– ¿En el servicio, Julie?

– Qué va. Aunque vi un poco de acción. -Deane sonrió su rosada sonrisa.- Es maravilloso lo que una guerra puede hacer por los mercados.

– Gracias, Julie. Te debo uno.

– Qué va, Case. Y adiós.

Y después se diría a sí mismo que la noche en el Sammi's había estado mal desde el principio, que incluso lo había sentido cuando seguía a Molly por aquel corredor, vadeando un pisoteado lodazal de boletos rotos y vasos de plástico. La muerte de Linda, esperando…

Después de haber visto a Deane, fueron al Namban y le pagaron la deuda a Wage con un fajo de los nuevos yens de Armitage. A Wage le gustó; los muchachos lo apreciaron menos, y Molly, junto a Case, sonrió con una especie de extasiado intensidad feérica, obviamente deseando que uno de ellos hiciera un movimiento. Luego, Case la llevó de regreso al Chat para tomar una copa.

– Estás perdiendo el tiempo, vaquero -le dijo Molly, cuando Case sacó un octógono del bolsillo.

– ¿Y eso? ¿Quieres una? -Le ofreció la pastilla.

– Tu nuevo páncreas, Case, y esos enchufes en el hígado. Armitage hizo que los preparasen para que no filtraran esa mierda. -Tocó el octágono con una uña roja. Eres bioquímicamente incapaz de despegar con anfetaminas o cocaína.

– Mierda -dijo él. Miró el octágono, y luego a Molly.

– Cómetela. Cómete una docena. No pasará nada.

Así lo hizo. Así fue.

Tres cervezas después, ella le preguntaba a Ratz acerca de las peleas.

– Sammi's -dijo Ratz.

– Yo paso -dijo Case-. Me dicen que allá se matan unos a otros.

Una hora después, ella estaba comprando boletos a un flaco tailandés que llevaba una camiseta blanca y unos abolsados pantalones cortos de rugby.

El Sammi's era una cúpula inflada, detrás de un depósito portuario; tela gris estirada y reforzada con una retícula de finos cables de acero. El corredor, con una puerta en cada extremo, hacía de rudimentaria cámara de aire y mantenía la diferencia de presiones que sustentaba la cúpula. A intervalos, sujetos al techo de madera enchapada, había anillos fluorescentes, pero casi todos estaban rotos. El aire húmedo y pesado olía a sudor y cemento.

Nada de aquello lo preparó para el ring, la multitud, el tenso silencio, las imponentes marionetas de luz bajo la cúpula. El cemento se abría en terrazas hacia una especie de escenario central, un círculo elevado y con un fulgurante seto de equipos de proyección alrededor. No había más luz que la de los hologramas que se desplazaban y titilaban por encima del escenario, reproduciendo los movimientos de los dos hombres de debajo. Estratos de humo de cigarrillo se elevaban desde las terrazas, errando hasta chocar con las corrientes de aire de los ventiladores que sostenían la cúpula. No había más sonido que el sordo ronroneo de los ventiladores y la respiración amplificada de los luchadores.

Colores reflejados fluían sobre los lentes de Molly a medida que los hombres giraban. Los hologramas tenían diez niveles de aumento; en el décimo, los cuchillos medían casi un metro de largo. El luchador de cuchillos empuña el arma como el espadachín, recordó Case, los dedos cerrados, el pulgar en línea con la hoja. Los cuchillos parecían moverse solos, planeando con ritual parsimonia por entre los arcos y pasos de la danza, punta frente a punta, mientras los hombres esperaban una oportunidad. El rostro de Molly, suave y sereno, estaba vuelto hacia arriba, observando.

– Iré a buscar algo de comer -dijo Case. Ella asintió, perdida en la contemplación de la danza.

A él no le gustaba aquel lugar.

Dio media vuelta y regresó a las sombras. Demasiado oscuro, demasiado silencioso.

El público, advirtió, era en su mayoría japonés. No era el verdadero público de Night City. Técnicos de las arcologías. Podía suponerse que el circo contaba con la aprobación del comité de recreo de alguna empresa. Por un instante se preguntó cómo sería trabajar toda la vida para un solo zaibatsu. Vivienda de la empresa, himno de la empresa, entierro de la empresa.

Recorrió casi todo el circuito de la cúpula antes de encontrar los puestos de comida. Compró unos pinchos de yakitori y dos cervezas en grandes vasos de cartón parafinado. Levantó la vista hacia los hologramas y vio sangre en el pecho de una de las figuras. De los pinchos goteaba una espesa salsa marrón que le caía en los nudillos.

Siete días más y podría entrar. Si ahora cerrara los ojos, podría ver la matriz.

Las sombras se retorcían acompañando la danza de los hologramas.

Sintió un nudo de miedo entre los hombros. Un frío hilo de sudor le recorrió la espalda y las costillas. La operación no había servido. Él todavía estaba allí, todavía de carne, sin Molly esperándolo, los ojos fijos en los cuchillos danzantes, sin Armitage esperándolo en el Hilton con pasajes y un pasaporte nuevo y dinero. Todo era un sueño, una patética fantasía… Unas lágrimas calientes le nublaron los ojos.

Un chorro de sangre brotó de una yugular en un rojo estallido de luz. Y la multitud gritaba, se levantaba, gritaba… mientras una figura se desplomaba. Y el holograma se desvanecía en destellos intermitentes…

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