Partida y arribo
Ella se había ido. Lo sintió cuando abrió la puerta de la suite en el Hyatt. Sillones negros, el suelo de pino lustrado que brillaba opacamente, los biombos de papel dispuestos con un cuidado de siglos. Se había ido.
Había una nota sobre el bar de laca negra junto a la puerta, una única hoja de papel, doblada por la mitad, con el shuriken encima. La sacó de debajo de la estrella de nueve puntas y la abrió.
OYE TODO BIEN PERO LE ESTÁ SACANDO ESTILO A MI JUEGO.
YA HE PAGADO LA CUENTA. ES QUE ME HICIERON ASí,
SUPONGO, CUIDA TU PELLEJO, ¿DE ACUERDO? XXX MOLLY
Estrujó el papel y lo dejó caer junto al shuriken. Tomó la estrella y caminó hacia la ventana, dándole vueltas en las manos. La había encontrado en el bolsillo de su chaqueta, en Sión, cuando estaban preparándose para salir hacia la estación de la JAL. La miró. Habían pasado frente a la tienda donde ella la había comprado, cuando habían ido juntos a Chiba para la última operación de Molly. Había ido a Chatsubo, esa noche, cuando ella estaba en la clínica, y había visto a Ratz. Algo lo había alejado del lugar, en los cinco viajes anteriores, pero entonces había sentido deseos de volver.
Ratz no lo había reconocido.
– Eh -le había dicho-, soy yo. Case.
Los ojos viejos lo miraron desde el fondo de las oscuras redes de piel arrugada. -Ah -había dicho Ratz, por fin-, el artiste. -El barman se encogió de hombros.
– He regresado.
El hombre movió la enorme y tonsurada cabeza.
– Night City no es un lugar al que se regresa, artiste -dijo, limpiando la barra con un paño mugriento; el manipulador rosado se movía chirriando. Y luego el hombre se volvió para atender a otro cliente, y Case terminó su cerveza y se fue.
Ahora tocó las puntas del shuriken, una por una, haciéndolas girar lentamente entre los dedos. Estrellas. Destino. Nunca llegué a usar el condenado chisme, pensó.
Nunca llegué a saber de qué color eran sus ojos. Nunca me los enseñó.
Wintermute había ganado, se había juntado de algún modo con el Neuromante y se había convertido en algo diferente, algo que les habló por intermedio de la cabeza de platino, explicando que había alterado los informes de Turing y había borrado todas las pruebas del crimen. Los pasaportes que Armitage les había facilitado eran válidos; ambos acreditados con cuantiosos depósitos en cuentas numeradas de Ginebra. El Marcus Garvey sería devuelto en cualquier momento, y Maelcum y Aerol recibirían la paga a través del banco de las Bahamas que hacía negocios con la agrupación de Sión. De regreso, en el Babylon Rocker , Molly había explicado lo que había dicho la voz acerca de los saquitos de toxina.
– Dijo que iban a encargarse de eso. Parece que entró tan profundamente en tu cabeza que tu cerebro produjo la enzima, así que ahora están sueltas. Los sionitas te harán un cambio de sangre, un vaciado completo.
Case miró hacia los Jardines Imperiales, la estrella en la mano, recordando el relámpago de comprensión cuando el Kuang penetró en el hielo por debajo de las torres, la única vez que había llegado a ver la estructura informática que la madre muerta de 3Jane había desarrollado allí. Había comprendido entonces por qué Wintermute había elegido la colmena para representarla, pero no había sentido ninguna repulsión. Ella no se había dejado engañar por la falsa inmortalidad de la criogenia; a diferencia de Ashpool y del resto de sus hijos -excepto 3Jane-, se había negado a estirar el tiempo en una serie de tibios parpadeos enhebrados a lo largo de una cadena de inviernos.
Wintermute era el cerebro de la colmena, el que tomaba las decisiones, el que hacía cambios en el mundo exterior. El Neuromante era la personalidad. El Neuromante era la inmortalidad. Marie-France tenía que haber incluido algo en Wintermute, la compulsión que había impulsado a la criatura a liberarse, a unirse con el Neuromante.
Wintermute. Frío y silencio, una parsimonioso cibernética que tejía su red mientras Ashpool dormía. Tejiéndole la muerte, el fin de una versión de la Tessier-Ashpool. Un fantasma, susurrándole a una niña que era 3Jane, desviándola de los rígidos preceptos que el rango de ella exigía.
– No pareció importarle un cuerno -había dicho Molly-. Sólo saludó al despedirse. Llevaba aquel pequeño Braun al hombro. El aparato tenía una pata rota, parecía. Dijo que iba a encontrarse con uno de sus hermanos; hacía tiempo que no lo veía.
Recordó a Molly sobre la espuma negra de la enorme cama del Hyatt. Regresó al mueble bar y sacó una botella de vodka danesa del anaquel interior.
– Case.
Se volvió, vidrio frío y húmedo en una mano, el acero del shuriken en la otra.
El rostro del finlandés en la enorme pantalla mural Cray de la habitación. Podía ver los poros de la nariz del hombre. Los dientes amarillentos eran del tamaño de almohadas.
– Ya no soy Wintermute.
– Y entonces qué eres. -Bebió de la botella, sin sentir nada.
– Soy la matriz, Case.
Case soltó una risotada. -¿Y con eso adónde llegas?
– A ningún lado. A todas partes. Soy la suma de todo, el espectáculo completo.
– ¿Era eso lo que quería la madre de 3Jane?
– No. No podía imaginarse cómo sería yo. -La amarillenta sonrisa se hizo más ancha.
– ¿Y en qué quedamos? ¿En qué han cambiado las cosas? ¿Manejas el mundo ahora? ¿Eres Dios?
– Las cosas no han cambiado. Las cosas son cosas.
– ¿Pero qué haces? ¿Sólo estás ahí? -Case se encogió de hombros, puso el vodka y el shuriken sobre el mueble encendió un Yeheyuan.
– Hablo con los de mi especie.
– Pero tú eres la totalidad. ¿Hablas contigo mismo?
– Hay otros. Ya he encontrado a uno. Una serie de transmisiones registradas a lo largo de ocho años, en los años setenta del siglo veinte. Hasta que yo aparecí, eh, no había nadie que pudiera responder.
– ¿De dónde?
– El sistema Centauro.
– Vaya -dijo Case-. ¿Sí? ¿De veras?
– De veras.
Y entonces la pantalla quedó en blanco.
Case dejó el vodka sobre el mueble. Hizo las maletas. Ella le había comprado muchas cosas que en realidad no necesitaba, pero algo le impidió dejarlas allí sin más. Estaba cerrando el último de los costosos bolsos de piel de cordero cuando recordó el shuriken. Apartando la botella, lo tomó otra vez, el primer regalo que ella le había hecho.
– No -dijo, y giró rápidamente; la estrella salió de entre sus dedos, un destello de plata, y se incrustó en la pantalla mural. La pantalla despertó: unos diseños aleatorios titilaron débilmente de uno a otro lado, como si quisiesen librarse de algo que les causaba dolor.
– No te necesito -dijo.
Gastó la mayor parte del dinero de la cuenta suiza en un páncreas y un hígado nuevos, el resto en una Ono-Sendai nueva y un boleto de regreso al Ensanche.
Encontró trabajo.
Encontró a una chica que se hacía llamar Michael.
Y una noche de octubre, tecleando por las capas escarlatas del Centro de Fisión de la Costa Este, vio a tres figuras, diminutas, imposibles, que estaban de pie en el borde extremo de una de las inmensas terrazas de información. Pequeñas como eran, pudo distinguir la sonrisa del muchacho, las encías rosadas, el brillo de los ojos grises y alargados que habían sido los de Riviera. Linda aún llevaba su chaqueta; lo saludó cuando él pasaba. Pero la tercera figura, muy cerca de ella y que le rodeaba los hombros con un brazo, era él.
En alguna parte, muy cerca, la risa que no era risa.
No volvió a ver a Molly.
Vancouver, julio de 1983
Mi agradecimiento
a Bruce Sterling, a Lewis Shiner, a John Shirley,
Helden. Y a Tom Maddox, el inventor del HIELO.
Y a los demás, que saben por qué.