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En el linde del prado se encontraron junto a la baranda del acantilado, donde las flores silvestres danzaban en la corriente ascendente del cañón que era Desiderata. Michele se revolvió el pelo corto y negro y apuntó, diciendo a Roland algo en francés. Daba la impresión de sentirse auténticamente feliz. Case siguió la dirección de la mano de ella, y vio la curva de los lagos, el blanco destello de los casinos, los rectángulos turquesa de mil piscinas, los cuerpos de los bañistas, minúsculos jeroglíficos de bronce, todo ello suspendido en una serena aproximación gravitatoria bajo la interminable curva del casco de Freeside.

Siguieron la baranda hasta un ornamentado puente de hierro que se arqueaba sobre Desiderata. Michele lo empujó con el cañón de la Walther.

– Tómalo con calma; hoy apenas puedo caminar.

Habían recorrido poco más de un cuarto del trayecto cuando el microligero atacó; en silencio -por su motor eléctrico- hasta que las aspas de fibra de carbono rebanaron la cima del cráneo de Pierre.

Permanecieron un instante bajo la sombra del aparato. Case sintió en la nuca el chorro de sangre caliente, y luego alguien lo hizo caer. Rodó, para ver a Michele tumbada boca arriba, con las rodillas en alto, empuñando la Walther con ambas manos. Cuánto esfuerzo desperdiciado, pensó Case, con la extraña lucidez de la conmoción: pretendía derribar el microligero a tiros.

Y luego se encontró corriendo. Miró hacia atrás al pasar junto al primer árbol. Roland corría tras él. Vio entonces el frágil biplano que derribaba la baranda de hierro del puente, se doblaba y tocaba tierra barriendo a la chica y arrastrándola hacia el fondo de Desiderata.

Roland no había vuelto la vista atrás. Tenía el rostro transido, blanco; los dientes al descubierto. Sostenía algo en la mano.

El jardinero robot apresó a Roland cuando pasaba junto al-mismo árbol. Cayó desde las cuidadas ramas; una cosa que parecía un cangrejo, cruzado por rayas diagonales negras y amarillas.

– Los mataste -jadeó Case, mientras corría-. Loco hijo de puta, los mataste a todos…

14

EL PEQUEÑO TREN atravesó el túnel a ochenta kilómetros por hora. Case mantuvo los ojos cerrados. La ducha lo había aliviado, pero perdió el desayuno cuando miró hacia abajo y vio la sangre rosada de Pierre corriendo por las baldosas blancas.

La gravedad disminuía a medida que el huso se estrechaba. A Case se le revolvió el estómago.

Aerol estaba esperando con la moto junto al muelle. -Hombre, Case, gran problema. -La voz suave se oía débil en los audífonos. Case ajustó el control de volumen con el mentón y miró la lámina frontal Lexan del casco de Aerol.

– Tengo que ir hasta el Garvey, Aerol.

– Sí. Sujétate. Pero se han apoderado del Garvey. Un yate, ya había venido, volvió. Ahora tiene al Marcus Garvey arrinconado.

– ¿Turing? ¿Ya había venido? -Case sub¡ó a la moto y comenzó a ajustarse los cinturones.

– Yate del Japón. Te trajo un paquete…

Imágenes confusas de avispas y arañas aparecieron en la mente de Case cuando avistaron el Marcus Garvey. El pequeño remolque estaba pegado al grisáceo tórax de una estilizado nave insecto, cinco veces más larga. Los brazos de las grúas se extendían hacia el remendado casco del Garvey en la extraña claridad del vacío y la desnuda luz solar. Una corrugada y pálida galería emergía desde el yate, serpenteaba hacia los lados para esquivar los motores del remolque, y cubría la escotilla de popa. Había algo de obsceno en el montaje, pero más relacionado con la comida que con el sexo.

– ¿Qué está pasando con Maelcum?

– Maelcum está bien. Nadie bajó por el tubo. El piloto del yate habló con él, dice que no te preocupes.

Cuando pasaban junto a la nave gris, Case vio el nombre de HANIWA en nítidas mayúsculas blancas bajo una agrupación rectangular de caracteres japoneses.

– No me gusta esto. Estaba pensando que quizá sea hora de largarnos.

– Maelcum pensaba lo mismo, pero así como está, el Garvey no llegaría muy lejos.

Maelcum estaba ronroneándole un acelerado argot a la radio cuando Case entró por la escotilla de proa y se quitó el casco.

– Aerol ha regresado al Rocker -dijo Case.

Maelcum asintió, susurrando aún frente al micrófono.

Case se arrastró por encima de la flotante maraña de cables y empezó a quitarse el traje. Maelcum tenía los ojos cerrados; asintió mientras escuchaba una respuesta en unos audífonos de brillantes almohadillas anaranjadas, la frente arrugada por la concentración. Llevaba unos tejanos andrajosos y una vieja chaquetilla de nailon verde a la que había arrancado las mangas. Case sujetó el traje rojo Sanyo a una hamaca de almacenamiento y se deslizó en la red de gravedad.

– Mira lo que dice el fantasma -dijo Maelcum-. La computadora no hace más que preguntar por ti.

– ¿Y quién está ahí arriba, en ese aparato?

– El mismo muchacho japonés que vino antes. Y ah está con tu señor Armitage, que vino de Freeside…

Case se puso los trodos y conectó.

– ¿Dixie?

La matriz le mostró las esferas rosadas del conglomerado de acercas de Sikkim.

– ¿En qué andas, muchacho? He estado oyendo historias raras. El Hosaka está conectado con un banco gemelo en el barco de tu jefe. Mucho jaleo. ¿Te ha caído encima alguno del Turing?

– sí, pero Wintermute los mató.

– Bueno, eso no los detendrá por mucho tiempo. Quedan otros allá. Vendrán todos juntos. Apuesto a que sus consolas están por todo este sector del reticulado como moscas alrededor de la mierda. Y tu jefe, Case, dice que adelante. Adelante con el programa, y ahora.

Case tecleó las coordenadas de Freeside.

– Déjame mirar eso un segundo, Case… -La matriz se borroneó y entró en fase mientras el Flatline ejecutaba una intrincada serie de saltos con una velocidad y precisión que hicieron que Case se estremeciera de envidia.

– Mierda, Dixie…

– Eh, muchacho, yo era así de bueno cuando estaba vivo. No has visto nada aún. ¡Sin manos!

– Es ése, ¿no? Ese rectángulo grande y verde, a la izquierda.

– Correcto. Núcleo de información de la empresa de Tessier-Ashpool S.A.; dos amables IA generan ese hielo. Están al nivel de cualquiera del sector militar, me parece. Es un hielo acojonante, Case, negro como una tumba y resbaloso como vidrio. Te fríe los sesos en cuanto lo miras. Si nos acercamos más, nos pondrá rastreadores en el culo y en las orejas, le dirá a los muchachos de la junta directiva de T-A cuánto calzas y cuánto mide tu aparato.

– Parece un poco jodido, ¿no? pero decir, los de Turing están ahí. Estaba pensando que quizá tendríamos que salimos. Te puedo llevar.

– ¿Sí? ¿En serio? ¿No quieres ver de lo que es capaz este programa chino?

– Bueno, es que yo… -Case contempló las verdes paredes del hielo de la T-A.- Bueno, qué mierda. Sí. Adelante.

– Mételo.

– Eh, Maelcum -dijo Case, desconectando-, tal vez me pase ocho horas enchufado. -Maelcum estaba fumando de nuevo. La cabina nadaba en humo. – Así que no podré llegar a la cabeza…

– No hay problema, hombre. -El sionita dio una voltereta combinada con salto mortal, revolvió en un bolso de red con cremallera, y sacó un rollo de sonda transparente y otra cosa, algo sellado en una ampolla esterilizada.

Dijo que era un catéter de Texas, y a Case no le gustó.

Conectó el virus chino, hizo una pausa, y tecleó.

– De acuerdo -dijo-, estamos en marcha. Escucha, Maelcum, si esto se pone raro, me puedes agarrar la muñeca izquierda. Me daré cuenta. Si no, haz lo que el Hosaka te diga, ¿de acuerdo?

– Seguro, hombre. -Maelcum encendió otro joint.

– Y sube el ventilador. No quiero que esa mierda se enrede con mis neurotransmisores. Ya tengo bastante resaca.

Maelcum sonrió. Case volvió a conectar.

– Cristo -dijo el Flatline, mira esto.

El virus chino se desplegaba alrededor. Una sombra policroma, innumerables capas translúcidas que se movían y recombinaban. Proteico, enorme, se alzaba sobre ellos, cubriendo el vacío.

– Madre mía -dijo el Flatline.

– Voy a ver cómo está Molly -dijo Case, apretando el interruptor del simestim.

Caída libre. Era como la sensación de sumergirse en aguas perfectamente límpidas. Molly caía, ascendía, por un ancho tubo acanalado de hormigón lunar, iluminado a intervalos de dos metros por anillos de neón blanco.

El enlace era unidireccional. Él no podía hablarle.

Volvió.

– Muchacho, este software sí que es un hijo de puta. Lo mejor que se ha visto desde el agua caliente. Esa maldición es invisible. Acabo de alquilar veinte segundos en ese pequeño cuadrante rosado, cuatro saltos a la izquierda del hielo de la T-A. Eché un vistazo para ver cómo nos vemos. No nos vemos. No estamos ahí.

Case exploró la matriz alrededor del hielo Tessier-Ashpool hasta que encontró la estructura rosada, una unidad comercial común, y tecleó para acercarse más. -Tal vez sea defectuosa.

– Tal vez, pero lo dudo. Aunque nuestra nena es militar. Y nueva. Sencillamente no registra. Si lo hiciese, nos identificaría como una especie de ataque chino camuflado, pero nadie nos ha descubierto. Tal vez ni siquiera los de Straylight.

Case observó la pared ciega que ocultaba a Straylight.

– Bueno -dijo, es una ventaja, ¿verdad?

– Puede ser. -La estructura simuló una risa. Case se estremeció al escucharla. – Te verifiqué el Kuang Once otra vez, muchacho. Es de lo más amistoso, siempre que seas tú el que dispare el gatillo, tan cortés y servicial. Además tiene muy buen inglés. ¿Has oído hablar de los virus lentos?

– No.

– Yo sí, en una ocasión. Entonces no eran más que una idea. Pero eso es el viejo Kuang. Aquí no se trata de perforar e inyectar, sino de entrar en interfase con el hielo, tan lentamente que el hielo no se da cuenta. La cara del mecanismo lógico del Kuang se acerca con disimulo, por decirlo así, y muta de tal forma que queda exactamente igual a la trama del hielo. Entonces conectamos y los programas principales empiezan a confundir a los mecanismos del hielo. Antes de que lleguen a ponerse nerviosos, ya somos como hermanos siameses. -El Flatline soltó una risotada.

– Ojalá hoy no te sintieras tan risueño, viejo. Esa risa tuya me crispa bastante.

– Lástima -dijo el Flatline. Este viejo difunto necesita un poco de buen humor. -Case movió el interruptor del simestim.

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