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Case miró con rabia las rosadas esferas de Sikkim

– De acuerdo -dijo finalmente-, voy a enchufar el virus. Quiero que revises la cara de instrucciones y me digas qué te parece.

La cuasi-sensación de alguien que leía por encima de su hombro desapareció por unos instantes y luego regresé. -Es mierda de la buena, Case. Es un virus lento. Tardaría seis horas, aproximadamente, en meterse en un objetivo militar.

– O en una IA. -Suspiró.- ¿Podemos activarlo? -Seguro -dijo la estructura-, a menos que le tengas un miedo morboso a la muerte.

– A veces te repites, viejo. -Está en mi naturaleza.

Molly dormía cuando Case regresó al intercontinental. Se sentó en el balcón y contempló un microligero con alas de polírnero multicolor que remontaba la curva de Freeside, la sombra triangular siguiéndolo por praderas y tejados, hasta desaparecer detrás de la cinta del sistema Lado-Acheson.

– Quiero volar -dijo al artificio azul del cielo-. De veras quiero colocarme, ¿sabes? Páncreas falso, enchufes en el hígado, saquitos de mierda que se disuelven, al diablo con todo, quiero volar.

Creyó irse sin haber despertado a Molly. Con esas gafas, nunca estaba seguro. Se encogió de hombros, buscando relajarse, y entró en el ascensor. Subió con una chica italiana vestida de blanco impoluto, los pómulos y la nariz pintados con algo negro y opaco. Los zapatos blancos de nailon tenían puntas de acero, y el aparato de aspecto costoso que llevaba en la mano parecía un híbrido de remo y muleta ortopédica. Se dirigía a un juego rápido de algo, pero Case no tenía idea de qué podía ser.

En la pradera de la terraza, caminó entre el monte de árboles y sombrillas hasta que llegó a una piscina: cuerpos desnudos brillando sobre azulejos turquesa. Entró en la sombra de un toldo y apretó su chip contra una lámina de cristal oscuro. -Sushi -dijo-. Lo que tengan -Diez minutos después un enérgico camarero chino llegó con la comida. Mientras masticaba atún crudo y arroz, contempló a la gente que se bronceaba al sol. – Dios -le dijo al atún-, me volvería loco.

– No me digas -dijo alguien-. Ya lo sé. Eres un gangster, ¿verdad?

La miró con los ojos entornados, a contraluz de la banda solar. Un cuerpo estilizado y juvenil y un bronceado de melanina, pero no como los de París.

Ella se acuclilló junto a él, goteando agua sobre los azulejos. -Cath -dijo.

– Lupus -tras una pausa.

– ¿Qué clase de nombre es ése? -Griego -dijo él.

– ¿De veras eres un gangster? -La melanina no había impedido las pecas.

– Soy un drogadicto, Cath.

– ¿De qué tipo?

– Estimulantes. Estimulantes del sistema nervioso central extremadamente potentes.

– Bueno, ¿tienes alguno? -Se acercó más. Gotas de agua clorada cayeron sobre los pantalones de Case.

– No. Ése es mi problema, Cath. ¿Sabes dónde podríamos conseguirlos?

Cath se balanceó sobre sus bronceados talones y lamió una hebra de pelo castaño que se le había pegado junto a la boca. -¿Cuál es tu gusto?

– Cero coca, cero anfetaminas, pero que vuele, tiene que volar. -Y que sea lo que sea, pensó, deprimido, manteniendo su sonrisa para ella.

– Betafenetilamina -dijo ella-. Aunque no lo creas, puedes comprarla con el chip.

– No puede ser -dijo el socio y compañero de habitación de Cath cuando Case explicó las peculiares propiedades de su páncreas de Chiba-. Quiero decir, ¿no puedes demandarlos o algo? ¿Por negligencia profesional -Se llamaba Bruce. Parecía una versión genetica de Cath con el sexo cambiado, hasta en las pecas.

– Bueno -dijo Case-, son cosas que pasan, ¿sabes? Como la compatibilidad de tejidos y todo lo demás. -Pero Bruce ya cerraba los ojos, aburrido. Tiene la capacidad amp;e atención de un insecto, pensó Case, mirando los Ojos marrones del chico.

La habitación era más pequeña que la que Case compartía con Molly, y estaba en otro nivel, más cerca de la superficie. Cinco enormes fotografías de Tally Isham, pegadas al cristal del balcón, sugerían una estancia prolongada.

– Son de lo mejor, ¿eh? -preguntó Cath, al ver que miraba las transparencias-. Son mías. Las tomé en la Pirámide S /N, la última vez que bajamos por el pozo. Estaba así de cerca, y sólo sonreía, tan natural. Y era de terror, aquello, Lupus; todos los días, los tipos estos de Cristo Rey ponen polvo de ángel en el agua, ¿sabes?

– Sí -dijo Case, sintiéndose de pronto intranquilo-, algo espantoso.

– Bueno -interrumpió Bruce-, acerca de esa beta que quieres comprar…

– Pero, ¿podré metabolizarla? -Case alzó las cejas.

– Escucha -dijo el muchacho-. Pruébala. Si tu páncreas no la resiste, será una invitación de la casa. La primera vez es gratis.

– Ese argumento ya lo conozco -dijo Case, tomando el dermo azul brillante que Bruce le pasó por encima del cobertor negro.

– ¿Case? -Molly se irguió en la cama y se sacudió el pelo de las lentes.

– ¿Quién más, preciosa?

– ¿Qué se te ha metido? -Los espejos lo siguieron por la habitación.

– Ya no recuerdo cómo pronunciarlo -dijo, sacando del bolsillo de la camisa una apretada tira de dermos.

– Jesús -dijo ella-. Era lo que nos faltaba.

– Nunca has dicho nada más cierto.

– Dejo de vigilarte durante dos horas y consigues algo. -Molly sacudió la cabeza-. Espero que estés listo para la gran cita que tenemos esta noche, la cena con Armitage. En ese lugar, el Siglo Veinte o algo así También tenemos que mirar a Riviera desplegando sus efectos.

– Sí -dijo Case, arqueando la espalda, la sonrisa congelada en un rictus de deleite-. Hermoso.

– Vaya -dijo ella-. Si eso, sea lo que sea, puede pasar por encima de lo que aquellos cirujanos te hicieron en Chiba, vas a estar hecho mierda cuando se te pase el efecto.

– Zorra, zorra, zorra -dijo Case, desabrochándose el cinturón-. Maldición. Tinieblas. No me hablan más que de eso. -Se quitó los pantalones, la camisa, la ropa interior.- Creo que tendrías que ser lo bastante lista como para aprovecharte del estado poco natural en que me encuentro. -Miró hacia abajo.- quiero decir…mírame.

Ella rió. -No durará mucho tiempo.

– Sí que durará -dijo él, metiéndose en la espuma color arena-. Por eso es tan poco natural.

11

– ¿QUÉ TE PASA, CASE? -dijo Armitage, mientras se sentaban a la mesa en el Vingtiéme Siécle. Era el más pequeño y más caro de varios restaurantes flotantes que había en un pequeño lago cerca del intercontinental.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Case. Bruce no había dicho nada acerca de los efectos residuales. Quiso tomar un vaso de agua helada, pero le temblaban las manos. -Algo que comí, tal vez.

– Quiero que te vea un médico -dijo Armitage.

– Sólo es una reacción a las histaminas -mintió Case-. Me sucede cuando viajo o como cosas nuevas, a veces.

Armitage llevaba un traje oscuro, demasiado formal para el lugar, y una camisa de seda blanca. La cadena de oro tintineó cuando alzó un vaso de vino y bebió un trago. -Ya he pedido por vosotros -dijo.

Molly y Armitage comieron en silencio, mientras Case intentaba cortar su chuleta en pequeños trozos del tamaño de un bocado. Jugueteó un poco con la carne, mezclándola con el condimento; finalmente se dio por vencido.

– Jesús -dijo Molly, que ya había vaciado el plato- Dame eso. ¿Sabes lo que cuesta? -Tomó el plato de Case.- Crían un animal durante años y después lo matan… Éstas no son cosas de laboratorio. -Clavó el tenedor en un trozo y se lo llevó a la boca.

– No tengo hambre -logró decir Case. Le habían freído el cerebro. No, pensó, lo habían arrojado sobre manteca caliente y allí había quedado mientras la manteca se enfriaba: una capa de grasa, opaca y espesa, se le había formado entre las circunvoluciones, atravesadas aquí y allá por destellos de dolor verde-violáceos.

– Te ves como la mierda -dijo Molly jovialmente.

Case probó el vino. La resaca de la betafenetilamina hacía que supiese a yodo.

El ambiente se oscureció.

– Le Restaurant Vingtiéme Siécle -dijo una voz incorpórea, con un marcado acento del Ensanche- tiene el orgullo de presentar el cabaret holográfico del señor Peter Riviera. -Se oyeron aplausos dispersos de las otras mesas. Un camarero puso una vela encendida en el centro de la mesa; luego comenzó a retirar los platos. Muy pronto titilaba una vela en cada una de las doce mesas del restaurante; se sirvieron bebidas.

– ¿Qué está sucediendo? -preguntó Case a Armitage, que no dijo nada.

Molly se hurgó los dientes con una uña color vino.

– Buenas noches -dijo Riviera, apareciendo en un pequeño escenario al extremo del salón. Case parpadeó: incómodo, no había advertido que hubiese un escenario. No sabía de dónde había salido Riviera. Se sintió aún más intranquilo.

Al principio pensó que el hombre estaba iluminado por un foco.

Riviera resplandecía. La luz se le adhería como si fuese otra piel e iluminaba el oscuro telón de fondo. Estaba proyectando.

Sonreía. Llevaba puesto un frac negro. En la solapa, unos carbones azules ardían en el corazón de un clavel negro Alzó unas manos de uñas refulgentes, saludando al público. Case escuchó el golpeteo de las aguas poco profundas del lago contra el costado del restaurante.

– Esta noche -dijo Riviera, y los largos ojos centellaron- me gustaría interpretar para ustedes una pieza más larga. Una nueva obra. -Un frío rubí de luz se formó en la palma de la mano derecha, que aún tenía alzada. Lo dejó caer. Una paloma gris apareció en el punto de impacto, revoloteó y desapareció entre las sombras. Alguien silbó con aprobación. Más aplausos.

– La obra se titula La Muñeca. -Riviera bajó las manos. Quiero dedicar este estreno, esta noche, a lady 3Jane Marie-France Tessier-Ashpool. -Una ola de corteses aplausos. Cuando terminaron, los ojos de Rivera parecieron encontrar la mesa de ellos.- Y a otra dama.

Todas las luces del restaurante se apagaron durante algunos segundos; sólo quedó el resplandor de las velas. El aura holográfica de Riviera se había desvanecido, junto con las luces, pero Case aún podía verlo, de pie y con la cabeza inclinada.

Unas tenues líneas de luz, horizontales y verticales, bosquejaron un cubo abierto alrededor del escenario. Ahora el restaurante estaba iluminado otra vez, pero débilmente; sin embargo, la estructura cúbica podría haber estado formada por inmóviles rayos de luna. Con la cabeza gacha, los ojos cerrados, los brazos colgando, rígidos, Riviera se concentraba, estremeciéndose. De pronto, el cubo fantasmal se llenó, se. transformó en una habitación; una habitación a la que le faltaba una pared, para que el público pudiese ver lo que había adentro.

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