– No supisteis controlar la situación -dijo Armitage. Estaba de pie como una estatua, en medio de la buhardilla, envuelto en los oscuros y brillantes pliegues de una gabardina 'de aspecto costoso.
– El caos, señor Alguien -dijo Lupus Yonderboy-, es nuestro estilo y nuestro modo. Nuestro plato fuerte. Ella lo sabe. Es ella con quien tratamos. No con usted, señor Quién. -En su traje se había formado ahora un extraño diseño angular de tonos crema y pálido verde aguacate. Necesitaba un equipo médico. Ella está ahí. Nos ocuparemos. Todo está bien. -Volvió a sonreír.
– Páguele -dijo Case.
Armitage lo miró con enfado. -No tenemos dinero.
– Ella sí tiene -dijo Yonderboy.
– Páguele.
Armitage cruzó la habitación en silencio hasta la mesa y sacó tres gruesos fajos de nuevos yens de los bolsillos de su gabardina. -¿Quiere contarlo? -preguntó a Yonderboy.
– No -dijo el Pantera Moderno-. Usted pagará. Usted es un señor Alguien. Usted paga por seguir siéndolo. No un señor Quién.
– Espero que no se trate de una amenaza -le dijo Armitage.
– Se trata de un negocio -dijo Yonderboy, metiendo el dinero en el bolsillo delantero del traje.
Sonó el teléfono. Case contestó.
– Molly -le dijo a Armitage, pasándole el auricular.
Las formas geodésicas del Ensanche se aclaraban al gris del alba cuando Case salió del edificio. Sentía las extremidades frías e inconexas. No podía dormir. Estaba hastiado de la buhardilla. Lupus se había marchado, luego Armitage, y a Molly la estaban operando en algún sitio. El suelo vibró bajo sus pies cuando un tren pasó sibilante. A lo lejos se oía un ulular de sirenas.
Dobló esquinas al azar; llevaba el cuello levantado, e iba encogido en una chaqueta nueva de cuero. Arrojó a la alcantarilla el primero de una cadena de Yeheyuan luego de haber encendido el siguiente. Intentó imaginar los saquitos de toxina de Armitage disolviéndosela en el torrente sanguíneo, las microscópicas membranas adelgazándose cada vez más a medida que caminaba. No parecía real. Tampoco lo parecían la agonía y el temor que había visto a través de los ojos de Molly en el vestíbulo de la Senso /Red. Se encontró intentando recordar los rostros de los tres que había matado en Chiba. Los dos hombres eran lagunas; la mujer le recordaba a Linda Lee. Un castigado camión de tres ruedas con ventanas de espejos pasó a saltos junto a él; cilindros de plástico vacíos rebotaban en la caja.
– Case.
Se sobresaltó haciéndose a un lado, buscando instintivamente una pared.
– Un mensaje para ti, Case. -En el traje de Lupus Yonderboy aparecían cíclicamente colores primarios puros.- Perdón. No quise asustarte.
Case se enderezó, las manos en los bolsillos de la chaqueta. Le llevaba una cabeza al Moderno. -Tendrías que tener más cuidado, Yonderboy.
– Éste es el mensaje, Wintermute. -Lo deletreó.
– ¿Lo envías tú? -Case dio un paso adelante.
– No -dijo Yonderboy-. Te lo envían.
– ¿Quién?
– Wintermute -repitió Yonderboy, moviendo la cabeza y bamboleando el copete de pelo rosado. El traje se le puso negro mate, una sombra de carbonilla contra el viejo cemento. Ejecutó brevemente unos extraños pasos de danza, agitando los brazos delgados y negros, y desapareció. No. Allí. Una capucha que escondía el rosado, el traje del exacto color gris, salpicado y manchado como la acera que pisaba. Los ojos reflejaron el rojo de un semáforo. Y luego desapareció de verdad.
Case cerró los ojos y se los frotó con dedos entumecidos, apoyado en la ruinosa pared de ladrillos.
Ninsei había sido mucho más simple.
EL EQUIPO MÉDICO de Molly ocupaba dos plantas de un anónimo bloque de viviendas próximo al centro viejo de Baltimore. Era un edificio modular, como el Hotel Barato en versión gigante: cada nicho medía cuarenta metros de largo. Case encontró a Molly cuando ésta salía de un nicho, que ostentaba el minuciosamente elaborado logo de un tal GERALD CHIN, DENTISTA. Estaba cojeando.
– Dice que si pateo lo que sea, se me caerá.
– Me he encontrado con uno de tus amigotes -dijo él-, un Moderno.
– ¿Sí? ¿Cuál?
– Lupus Yonderboy. Tenía un mensaje. -Le pasó una servilleta de papel que decía WINTERMUTE en pulcras y meticulosas mayúsculas escritas con rotulador rojo.- Dijo que… -Pero la mano de Molly se alzó indicando silencio.
– Vayamos a comer cangrejo -dijo.
Después de la comida en Baltimore, habiendo Molly diseccionado su cangrejo con alarmante facilidad, viajaron en metro a Nueva York. Case había aprendido a no hacer preguntas: sólo provocaban la señal de silencio. Parecía que la pierna la molestaba bastante, y rara vez abría la boca.
Una niña negra y delgada, con cuentas de madera y antiguas resistencias eléctricas apretadamente hilvanadas en el pelo, abrió la puerta del finlandés y los condujo por el túnel de desperdicios. Case sintió que, de algún modo, las cosas habían crecido durante su ausencia. En todo caso parecían cambiar sutilmente: se cocían bajo la presión del tiempo; copos silenciosos e invisibles que se asentaban para formar una charca, una cristalina esencia de tecnología desechada que florecía en secreto en los basurales del Ensanche.
Detrás de la manta militar, el finlandés esperaba sentado a la mesa blanca.
Molly comenzó a firmar apresuradamente; sacó una hoja de papel, escribió algo en ella y se la pasó al finlandés. El finlandés la sujetó entre los dedos pulgar e índice manteniéndola apartada del cuerpo como si pudiese estallar. Hizo un gesto que Case no conocía, una mezcla de impaciencia y pesarosa resignación. Se puso de pie, sacudiéndose las migas de la maltrecha chaqueta de paño. Sobre la mesa había un frasco de arenques encurtidos junto a un desgarrado paquete plástico de galletas y un cenicero de lata repleto de colillas de Partagás.
– Espera -dijo el finlandés, y salió de la habitación.
Molly ocupó su lugar, y con la cuchilla del dedo índice pinchó una grisácea lonja de arenque. Case erraba por la habitación, tanteando al pasar el equipo de exploración empotrado en las columnas.
A los diez minutos el finlandés regresó presuroso, mostrando los dientes en una amplia y amarilla sonrisa. Asintió con la cabeza, saludó a Molly mostrándole el pulgar, e hizo una seña a Case para que lo ayudase con la puerta del panel. Mientras Case ajustaba el borde autoadhesivo, el finlandés sacó del bolsillo una consola pequeña y plana y tecleó una complicada secuencia.
– Cariño -dijo a Molly, guardando la consola-, lo has conseguido. De verdad, lo huelo. ¿Me dirás dónde lo con seguiste?
– Yonderboy -dijo Molly, apartando el arenque y las galletas con un movimiento de la mano-. Hice un negocio con Larry, bajo cuerda.
– Muy listo -dijo el finlandés-. Es una IA.
– Un poco más despacio -pidió Case.
– Berna -dijo el finlandés, ignorándolo-. Berna. Tiene ciudadanía suiza limitada, según el equivalente del Acta del 53. Fue construido para la Tessier-Ashpool S.A. La Tessier es propietaria del modelo y también del software original.
– ¿Y qué hay en Berna, eh? -Case se situó deliberadamente entre ellos.
– Wintermute es el código de reconocimiento de una IA. Tengo los números del Registro Turing. Inteligencia artificial.
– Todo eso está muy bien -dijo Molly-, pero ¿a qué nos lleva?
– Si Yonderboy no se equivoca -dijo el finlandés-, la IA está detrás de Armitage.
– Pagué a Larry para que los Modernos husmearan un poco en tomo a Armitage -explicó Molly, volviéndose hacia Case-. Tienen unas líneas de comunicación muy extrañas. El trato era que yo les pagaría si me averiguaban una cosa: ¿para quién trabaja Armitage?
– ¿Y tú piensas que es la IA? A ésos no se les permite ninguna autonomía. Tiene que ser la empresa madre, la Tessle…
– Tessier-Ashpool S.A. -dijo el finlandés-. Y puedo contaros algo sobre ellos. ¿Queréis escuchar? -Se sentó y se inclinó hacia adelante.
– El finlandés… -dijo Molly-; le encantan los cuentos.
– Éste no se lo he contado a nadie -comenzó el finlandés.
El finlandés era un traficante de bienes robados, sobre todo de software. En el transcurso de sus negocios, entraba ocasionalmente en contacto con otros traficantes; algunos de ellos comerciaban con los artículos más tradicionales del ramo: metales preciosos, sellos, monedas de colección, gemas, joyas, pieles, cuadros y otros objetos de arte. La historia que relató a Case y Molly comenzaba con la historia de otro hombre a quien llamó Smith.
También Smith era un traficante, pero en temporadas más benévolas actuaba como marchante de arte. Fue la primera persona «que se pasó al silicón» entre los conocidos del finlandés. A Case, la expresión le sonó anticuada. Los microsofts que Smith compraba eran programas de historia del arte, e índices tabulados de ventas de galerías. Con una conexión de media docena de chips, el conocimiento de Smith acerca del negocio del arte era formidable, al menos según las normas de sus colegas. Pero Smith se había acercado al finlandés pidiéndole ayuda, un pedido fraternal, de un hombre de negocios a otro. Quería información sobre el clan Tessier-Ashpool, dijo, y tenía que ser obtenida de tal modo que el investigado no pudiera en ningún caso rastrear la fuente. Se podía hacer, había opinado el finlandés, pero no si antes no le daban una explicación. -Olía -dijo el finlandés a Case-, olía a dinero. Y Smith se mostraba muy cauteloso. Casi demasiado cauteloso.
Resultó que Smith tenía un proveedor llamado Jimmy. Jimmy era un ladrón ocasional, acababa de pasar un año en órbita alta, y había bajado por el pozo gravitatorio trayendo algunas cosas. El objeto más curioso que Jimmy había conseguido adquirir en el archipiélago era una cabeza, un busto intrincadamente trabajado, de platino esmaltado y con incrustaciones de perlas de cultivo y lapislázuli. Suspirando, Smith había dejado a un lado el microscopio de bolsillo y aconsejó a Jimmy que fundiese el objeto. Era contemporáneo, no una antigüedad, y no tenía valor para el coleccionista. Jimmy se echó a reír. Se trataba de una terminal de computadora, dijo. Hablaba. Y no con voz sintetizada, sino con un hermoso arreglo de dispositivos y diminutos tubos de órgano. Fuera quien fuese el constructor, era una pieza barroca, un objeto perverso, porque los chips de voz sintetizada no cuestan casi nada. Era una curiosidad. Smith conectó la cabeza a la computadora y escuchó cómo la melodiosa e inhumana voz recitaba las cifras del informe impositivo del año anterior.