– Levantaos -dije.
Las más jóvenes no se movieron. Estaban demasiado asustadas. La mayor, en cambio, se irguió lentamente, sin quitarme de encima sus grandes ojos oscuros. Era de mediana estatura, tenía hechuras de mujer, un rostro agraciado y largos cabellos de un color que podía ser castaño rojizo. En aquella semioscuridad era difícil discernir más detalles.
– No entregue a mis hermanas a sus hombres, comandante -arrancó a hablar, con firmeza y una voz más grave de lo que sugerían su edad y su tamaño-. Tómeme a mi, entrégueme a mí a los otros, pero sálvelas a ellas.
– Sólo soy teniente -repuse.
– Sea lo que sea, es el dueño de sus destinos. No las entregue. Aquí me tiene a mí.
No suplicaba. Exigía. La observé durante un buen rato, sopesando, para qué negarlo, el trato que me estaba ofreciendo. La determinación con que protegía a sus dos hermanas, que lloraban y temblaban detrás de ella, erosionaba la costra correosa y envilecida que mi alma había ido adquiriendo de refriega en refriega. Aunque lo que meditaba no era un acto honroso, ni mucho menos. Lo que me planteaba, acaso en coherencia con lo que me había movido a alejar a mis hombres de aquella habitación, era aceptar la mitad de su oferta y gozarla yo solo durante toda la noche, mientras abajo se contentaban con un guiso de legumbres podridas.
– ¿Os ocultasteis aquí mientras estuvieron los soldados de las casacas verdes? -pregunté, desviando por un momento mis pensamientos.
– No. Fuimos al bosque. Era verano -contestó la muchacha, desconcertada.
– ¿Cuánto tiempo estuvisteis en el bosque? :_ -Un mes, quizá. Hasta que ellos se fueron. Entonces volvimos y nos escondimos aquí.
– Así que nadie os ha tocado -deduje, sin un propósito definido.
– Nadie, teniente -se apresuró la muchacha-. Usted será el primero. Pero no las necesita a ellas. Son unas niñas, ni siquiera tienen… Míreme, yo sí…
Se interrumpió y bajó la cabeza. Se había abierto la camisa y en ese preciso momento las lágrimas manaron de sus ojos, aunque no emitió el menor sonido. Después volvió a alzar hacia mí la mirada empañada e indómita. Me invitaba a lomarla pero no se humillaba ante mí.
– Cúbrete -le ordené, aunque en realidad me apetecía seguir viendo aquello que acababa de desvelarme.
Obedeció y se sentó entre sus hermanas, cuyas cabezas abrazó contra su seno. Entonces pude analizar la situación con frialdad y en términos apropiados. Mi dignidad como hombre me obligaba a irme de allí, colocar el ropero de nuevo en su sitio y cuidar de que ninguno de los soldados se tropezara con las muchachas. No era descabellado interpretar que en mi conciencia hubiera podido pesar alguna consideración de esta índole cuando había silenciado antes mi hallazgo, en lugar de achacar mi conducta al ruin cálculo del que entonces me había sospechado capaz. Cuando menos, cabía imputar el encubrimiento a una indecisión transitoria entre ambas posibilidades.
Pero una vez constatada tan obvia exigencia moral, resultaba no menos evidente que mi deber como combatiente y como jefe de aquellos desgraciados, o sea, como la bestia que imperaba sobre el hombre que alguna vez yo hubiera podido creerme, era muy distinto. Este deber consistía en llamar a mis soldados y repartir entre ellos el botín de forma equitativa. Ello implicaba que cada una de aquellas muchachas sena ultrajada al menos tres veces, sin que me cupiera impedir que lo fueran a continuación otras tantas o incluso más. si los salvajes a mi cargo tenían fuerzas y apetito suficientes o sencillamente querían probarlas a las tres. Todos, incluido yo, íbamos a morir antes de que transcurriera una semana. Todos, y aquí me excluyo por lo que luego explicaré, habían olvidado el tacto sensual de una piel femenina. No era yo quién para hurtarles la posibilidad de tener ese recuerdo cuando un proyectil les atravesara el pecho o les abrieran el vientre de un bayonetazo. Aquellos hombres habían saltado de sus trincheras cuando yo les había ordenado que lo hiciesen, habían avanzado contra las descargas de fusilería cuando yo les había gritado que avanzaran, me habían visto conducir a sus mejores camaradas hacia la muerte. Si deseaban cometer una infamia con aquellas tres muchachas, y desde luego que lo desearían si yo resolvía mostrárselas, no tenía otra alternativa que aceptar la infamia que a mí me correspondiera por no haberlas salvado habiendo podido hacerlo.
Pero también, y seguramente por encima de todo lo anterior, debía tener en cuenta la deuda que el mundo había contraído conmigo. Acababa de cumplir veintiún años. Había pasado ocho en la Escuela Militar, medio en el frente, y no había conocido mujer. Muy pronto mi casaca y mi sable de oficial serían trofeos que algún soldado enemigo colgaría de su macuto. ¿Por qué había de renunciar a aquella hermosa muchacha que tenía al alcance de mi mano, quizá en mi última noche? ¿Por qué, a pesar de todo lo sucedido durante la campaña, estaba obligado a compartirla con nadie? El más joven de mis hombres me sacaba seis años. Todos habían vivido, aunque ahora iban a morir. Yo sólo iba a morir.
Observé fijamente a la muchacha y le pregunté:
– ¿Cómo te llamas?
– Katia -musitó, enfrentando de nuevo mi mirada.
– Nadie va a tocar a tus hermanas, Katia -le prometí, con toda la fuerza de convicción que estaba a mi alcance- Que dejen de llorar.
– Gracias, teniente -exclamó, con el semblante súbitamente iluminado. Pero entonces recordó qué precio había puesto ella misma a la indemnidad de sus hermanas y su gesto se volvió triste. Acarició sus cabezas y se puso en pie, dócilmente.
– Ninguno de mis hombres va a tocarte a ti tampoco -le anuncié, consumando la primera de las traiciones que perpetré aquella noche.
– Comprendo -asintió Katia-. Vamos al cuarto contiguo. Hay una cama. Me da vergüenza que ellas lo vean.
– Tampoco yo voy a tocarte -aclaré.
– No entiendo, teniente. ¿Es que va a irse con las manos vacías?
Dijo exactamente eso. ¿Es que va a irse con las manos vacías?, y yo guardé en su funda la pistola, me despojé del guante derecho y contemplé durante un segundo la palma de mi mano desnuda.
– Vayamos a la habitación -respondí-. No temas por tus hermanas.
Katia me siguió como un cordero, persuadida de que su extraña pregunta me había hecho cambiar de opinión. Pero se equivocaba. Si la había separado de sus hermanas era porque a mí me daba vergüenza que ellas vieran lo que iba a hacer, y lo que iba a hacer no era forzarla, ni mucho menos. En cuanto estuvimos solos, me desprendí del correaje y dejé el sable y la pistola en el suelo, a sus pies. Me descubrí y me arrodillé ante ella.
– Antes afirmé que no iba a tocarte -empecé, eligiendo meticulosamente las palabras-. La frase era incompleta. Lo que falta lo añado ahora: salvo que libremente, sin la amenaza de ningún arma, accedas a la súplica que de rodillas elevo hacia ti.
Katia quedó estupefacta, pero en seguida el estupor cedió paso al pánico.
– ¿Por qué se burla, teniente? -gimió-. ¿Qué va a hacer con nosotras?
– No me burlo -aseveré-. He estado a punto de abandonar el mundo sin probarle a ninguna mujer que la amaba. Pero te he encontrado a ti y eso ya no me oprimirá. Te amo hasta el extremo de haber traicionado a mis hombres y de haberme traicionado a mí mismo. Ahora te imploro que te entregues a mí, porque no quiero morir sin la bendición de haber sido amado por una mujer.
– ¿Me implora?
– Si te violentara, moriría maldito. Eso es lo que me parece.
– ¿Habla en serio?
– Nunca he hablado más en serio.
Katia soltó una risa amarga.
– Es usted un desalmado o un imbécil, teniente -me escupió, con todo el odio que había estado conteniendo-. Acabe lo que sea de una vez y deje de jugar conmigo y con las dos criaturas que están ahí al lado. Sólo le pido que piense en el asco que sentirá hacia sí mismo durante el resto de sus días si permite que alguien las toque. En cuanto a mí. no me importa lo que me haga.
La muchacha se quedó quieta, impasible, clavando en mí sus grandes ojos oscuros. Ansiaba besarla, abrazarla, estrechar su cuerpo contra el mío. Pero había dado mi palabra. Contra mi voluntad, comprendí que sólo tenía una salida. Yo la quería y no podía permitir que ella fuera de algún otro vencido o vencedor que llegara después de nosotros. Tome la pistola, le apunté al corazón. No hizo nada por evitarlo. Apreté el gatillo y cayó sin ruido, con los labios torcidos en una sonrisa indescifrable.
No la había tocado, ni toqué a sus hermanas ni tampoco lo hicieron mis hombres. Cuando me topé con ellos en la escalera inventé que el arma se me había disparado por accidente. Aquella noche comimos y bebimos hasta reventar. Por la mañana abandonamos la casa y proseguimos nuestro camino.
Luego, no sé si nos mataron o nos hicieron prisioneros o alcanzamos nuestras líneas. Desperté del sueño antes de que este extremo quedase zanjado. Creo que nunca he sufrido por ninguna mujer de carne y hueso el arrebato que durante días, tal vez semanas, sufrí por Katia, cuya ausencia ha mermado desde entonces mi ánimo. En vano la he buscado en cada muchacha que he conocido o simplemente me he cruzado en la calle, en los almacenes, en las estaciones de tren. Sigue y seguirá siempre allí, tendida en la habitación del ático, sonriendo, sin que los esfuerzos de sus hermanas logren hacerla regresar de la noche tenebrosa en que mi bala heló su corazón.
El primero de los dos días del seminario propiamente dicho, esto es. el siguiente al de mi llegada, se inició con el saludo, a través del teléfono, de una voz grabada que me recordó que eran las siete y debía emprender el gastado ritual de convertir a un hombre dormido y desaliñado en una persona capa/ de presentarse ante oíros. Me resistí lo corriente (un cuarto de hora). Después alivié mi vejiga, perdí veinticinco minutos de mi vida en rasurarme, me duché y a partir de ahí. ya despierto, completé mi aseo y me vestí.
Bajé a desayunar sólo cinco minutos antes de la hora prevista para el inicio de las sesiones. La sala de conferencias estaba frente al comedor. Una azafata sonriente, con mucho carmín en los labios y poco color en las mejillas, esperaba ante la puerta, para entregar la documentación y un letrerito identificativo a los rezagados. A juzgar por las carpetas que quedaban sobre su mesita, no eran muchos. Supuse que entre los inscritos en las jornadas habría mayoría cíe alemanes. Indolentemente, me dirigí al comedor, donde me regalé con un desayuno copioso {no soy de los que rechazan todas las costumbres extranjeras).