En la Stiftskirche , cuya fachada no prometía demasiado, y que una placa más digna de una factoría que de un templo databa del siglo XIX, experimenté la segunda sorpresa del día. Alrededor de la nave, de una sobria belleza, había un espléndido viacrucis de madera tallada. No pude informarme, pero aquellas tallas parecían ser más antiguas que la propia iglesia, quizá del siglo XVI o del XVII. Al menos, uno de los personajes que en ellas aparecían iba vestido a la usanza de aquel tiempo. Se trataba, claro, de María Magdalena. Aunque luego fuese ascendida a santa, era una prostituta, y no son pocos los artistas que han querido marcar la diferencia, a menudo con una inconfesable predilección. En este caso, no acerté a averiguar qué pretendía el artista vistiendo a todos los demás a la hebrea y a ella como a una contemporánea. Podía estar retratando a alguien, y la figura salía favorecida, pero no me cabe añadir más.
De todo el viacrucis, una estación se elevaba sobre las demás: XIII, el Descendimiento. Entre las figuras habituales (la Virgen, Juan, la propia María Magdalena), aparecía un personaje enigmático, una mujer a la que tapaba parcialmente uno de los que bajaban a Jesús. Mirándola bien se advertía que no tenía rostro. La busqué en otras estaciones, sin éxito.
Después de meditado durante un rato, esbocé una teoría: la mujer sin rostro de la estación XIII sólo podía ser la muerte. Yendo más lejos, lo que representaba era aún más espantoso que la propia muerte: la muerte en vida, la vida de los muertos. Como la talla, los muertos existen sin existir, inadvertidos por los demás. El nazareno ha de permanecer tres días en ese estado antes de manifestarse de nuevo ante los suyos.
Al pensar en todo esto, un escalofrío me recorrió el espinazo. En un bolsillo de la chaqueta guardaba una carta terrible en la que coqueteaba con aquel ser sin rostro, con su revés y con su derecho. La muerte en vida; ser y al mismo tiempo tener la impresión de no ser nadie. La vida de los muertos: no ser y al mismo tiempo sí ser, pero sólo algo de lo que nadie se percata. Me faltó el aire, me aparté de la talla y fui a sentarme en un banco.
La iglesia estaba desierta. Cerré los ojos y procuré acompasar de nuevo mi respiración. Poco a poco, conseguí apaciguarme. Alcé los párpados y vi, enfrente de mí. unas vidrieras. El cristal de color primero me atrajo y luego, por un mecanismo de asociación, me hizo retroceder a cierto acontecimiento que había quedado grabado en una zona casi inaccesible de mi conciencia. Aquélla fue la tercera y más decisiva sorpresa del día. Desde ahí, el curso de los hechos se desvió definitivamente del plan absurdo que había estado manoseando durante la madrugada.
El acontecimiento en cuestión había tenido lugar unos tres meses antes, y a primera vista no tenía mayor trascendencia. Viajando hacia algún otro sitio, se me había hecho de noche en León. Había dormido allí y por la mañana, antes de seguir camino, había ido a visitar la catedral. Alguien me la había recomendado y siempre había tenido el vago propósito de ir a verla, así que aproveché para perder un cuarto de hora en saldar aquel viejo débito.
Era temprano, las nueve de un martes o un miércoles. Al entrar en el templo, me recibió el grandioso espectáculo de sus vidrieras, encendidas por la luz blanca de una mañana encapotada. Por lo demás, la catedral estaba sumida en una semioscuridad en la que costaba distinguir los objetos. Avancé hacia el centro de la nave y me senté entre e¡ coro y el altar mayor. Las capillas que rodeaban el altar estaban iluminadas por unos focos que apuntaban hacia sus bóvedas de crucería. El juego de luces y sombras, bajo la orgía de colores de las vidrieras, era sobrecogedor.
A unos diez metros de mí, en el centro de un grupo de sillas dispuestas en semicírculo, cada una con su correspondiente atril, un hombre afinaba un fagot. Tocaba muy despacio, acechando perezosamente un par de notas que se le resistían. Aparte de él y de mí, nadie había en la catedral. Él me daba la espalda y yo procuré no mirarle. El instrumento resonaba, solemne y poderoso, en medio de la extraña atmósfera de la nave. Me quedé contemplando las vidrieras, las bóvedas iluminadas, el altar difuminado entre las sombras. Algo me obligaba a seguir viaje: una cita a determinada hora, un asunto que tenía que resolver en un plazo. Me fui de allí a los cinco minutos, casi corriendo y maldiciendo entre dientes. Aparentemente, esto fue todo.
Pero tres meses después, ante los mucho más sencillos cristales de colores de la Stiftskirche , reconocí, sin género de duda, que durante aquellos cinco minutos había habitado el paraíso. Y no sólo experimenté la nostalgia de lo que entonces no había descifrado de forma adecuada. Sufrí, escapando a la inercia destructiva de los últimos días, la avidez de regresar a aquel reino, dondequiera que se ocultase: entre los muros de esa catedral o en cualquier otro lugar donde pudiera volvérseme a ofrecer. Recapacité sobre lo que había escrito hacía unas pocas horas. Era insensato terminar en tierra extranjera, rendido a una desesperación agravada por la lejanía. Nada me autorizaba a decidir sin saber si alguna otra mañana el reino podría extenderse ante mis ojos. Tenía que volar a casa y resolver allí. Sólo donde la ilusión había nacido cabía exterminarla.
Así que tomé el tren, cogí el avión y aterricé en Madrid un minuto antes de la hora que prometía el billete. Mientras el taxista se quejaba acerca del exceso de taxis que había en la ciudad, proponiendo, para rehabilitar el negocio, que se retirasen unos pocos miles de licencias entre las que por supuesto no se cómase la suya, comprendí, aliviado, que había dejado atrás Babel y su confusión de intenciones y lenguas. No podía apoyar las pretensiones de aquel sujeto, pero su diáfano egoísmo me pareció una bendición comparado con las delicuescentes maquinaciones de quienes me habían rodeado en los últimos días y de todos aquellos cuyos intereses defendíamos.
Luego pasé a recoger a Natalia, y fue un buen sábado, porque no había boda y vimos una tierna película polaca en un cine al que no solían ir sus amigos ni los amigos de sus hermanos.
Anoche, de la forma más sorprendente, me libré de Katia. Para ser más exactos, me libraron. Eso, si en el mundo en que todo sucedió, el de las muchachas soñadas, existen reglas que estipulan cuándo y cómo pueden derrocarse unas a otras, arrebatándose la presa del durmiente. Si tales reglas no existen, puedo pensar {o mejor, he pensado), que la propia Katia consintió en liberarme y apartarse. Quizá sus pequeñas hermanas lograron al fin despertarla del balazo que el teniente creyó infligirle y ¡as tres han vuelto a esconderse en la pieza secreta del ático.
El milagro tuvo lugar lejos de la mansión bajo la lluvia, en un escenario recuperado de mi adolescencia donde sólo estuve, antes de anoche, otra vez que había olvidado. La ocasión venía a ser, aproximadamente, la misma que me llevó hace once años a aquel espacioso chalet en las afueras.
Gloria era, con mucho, la de más acaudalada familia entre mis compañeros de bachillerato, hasta tal punto que a muchos nos chocaba que acudiera a un instituto público. El día era el de su cumpleaños y algunos escogidos habíamos sido invitados a una fiesta en su casa, donde nos reunió con el resto de sus amistades. Yo no tenía mucha confianza con ella, ni tampoco los oíros. Supongo que habíamos sido convocados a aquella fiesta, en última instancia, porque habíamos decidido ofrecerle el único papel femenino en la obra teatral que ese año habíamos representado con motivo del fin de curso. A ninguno nos seducía especialmente Gloria, pero yo daba en dirigir el montaje de la obra y de todas las chicas disponibles era la única que, en mi criterio, combinaba una cara agraciada (y bonitos ojos claros, y un suave cabello rubio) con una voz interesante.
Anoche, en mi sueño, volvía a ser su decimoséptimo cumpleaños. Nos recibió en la puerta, sonriente y más arreglada que de ordinario, como nos había recibido la primera vez. Gloria era una muchacha simpática, buena estudiante, y lo bastante educada como para no hacernos notar que los pisos en que nosotros vivíamos eran más baratos que su piscina. Le entregué el libro, un regalo modestísimo si se tenía en cuenta que lo financiábamos entre seis, y tras deshacer el envoltorio aseguró tener muchas ganas de leerlo (era un libro que estaba de moda; un par de años después yo lo saqué de la biblioteca pública y he de confesar que me pareció efectista y ramplón). Nos hizo pasar a través de la casa hasta el jardín trasero, donde se celebraba la fiesta al borde de la piscina. Podían ser las cinco de una tarde tibia, como de mayo.
Ésta fue la primera señal. Hace once años llegamos a las ocho, casi anocheciendo, porque Gloria hacía los años en julio, y había que dejar que el sol cayera para que la temperatura fuese agradable en el jardín. Me detuve y reflexioné durante un instante. Entonces, abandonando aquel episodio enredado en las mallas de mi memoria, volví a tener mi edad actual y también se produjo una súbita traslación física. De pronto yo no estaba en el jardín, sino mirando la fiesta desde dentro de la casa, detrás de una gran puerta acristalada. Gloria y los otros charlaban sentados alrededor de una mesa. Desde lejos venía una música que sí podía ser de aquella época. Alguien se acercó por mi derecha.
– Cuánto tiempo -dijo.
Me volví y vi a una mujer de unos cuarenta años, físicamente muy semejante a Gloria, envuelta en un ligero vestido de verano. Llevaba una cadena de oro alrededor del cuello y sus dedos jugueteaban con ella. Aunque reparé en las arrugas que se insinuaban alrededor de sus párpados, y aunque en lo demás sus facciones eran casi idénticas, me pareció no sólo mucho más atractiva que Gloria, sino también más juvenil {mi compañera de clase vestía con cierta gravedad, siempre llevaba pantalones y gastaba una melena bastante más corta que aquella deslumbrante cabellera rubia). Supe al instante que era su madre. También su nombre, inusual e inquietante como la expresión de su rostro: Águeda. Y es curioso que lo supiera, porque de la madre de la verdadera Gloria no recuerdo nada en absoluto.
– ¿No me reconoces? -preguntó.
– Sí -repuse, como si no me asombrara reconocerla.
– Ahora eres un hombre.
– Si quieres llamarlo así.
– Yo soy una anciana -se retrajo, bajando la vista-. Estoy segura de que ya no te gusto.
En aquel mundo, por lo que se deducía de sus palabras, Águeda me había gustado y teníamos un velado pasado común. De aquel pasado poca cosa me atrevía a suponer. Del presente me llamaban la atención un par de cosas inexplicables; que ella siguiera teniendo cuarenta años cuando yo había rebasado los veintiocho, y que conversase conmigo mientras los demás, los adolescentes, celebraban su fiesta en el jardín. Pero había algo cierto e indudable: la madre de Gloria (aquella madre de Gloria) me hechizaba. Y no lo oculté: