Cuando la muchacha abrió la puerta, Marlow apareció rugiendo, con un revolver en cada mano.
– ¿Termino la broma? ¡Chiquilín estúpido!
– Bueno. Cuando se despida nos vamos -dijo Soriano.
Salieron. Soriano echó llave a la puerta. Bajaron las escaleras y llegaron a la calle con aire indiferente. Soriano hizo senas a un taxi. Subieron. El argentino dio la dirección de la oficina de Marlowe.
– Usted me debe una explicación y mejor que sea buena.
– Le voy a decir la verdad. Tome prestados unos dólares del señor Van Dyke. Me pareció que usted es demasiado orgulloso para pedir favores.
– ¡Que?!
– ¿No ve? Ya está escandalizado. Si tanto lío, que más da echar mano a una…
– Usted es un inmoral…
– ¡Ufa…! Deme un sermón, ahora. Usted es complicado. Lo metí en el baño, ¿no?
– Eso me duele. ¿Quién es usted para juzgar mi conducta? ¿Por qué no me dejó participar? Se cree más vivo porque es joven, ¿eh?
Hubo un largo silencio. Por fin bajaron del auto. Fueron sin hablar hasta el ascensor. De Marlowe dijo:
– Tome las llaves. Váyase a casa. Tengo ganas de pegarle y creo que voy a hacerlo.
– Escuche, Marlow…
– ¡Váyase!
El detective tomó el ascensor y cerro la puerta rápidamente. Soriano se quedó solo. Su cara se había puesto roja. Salió a la calle y paro un taxi. Dio la dirección de Marlowe. Sacó el dinero y lo contó: había setecientos ochenta dólares. Sintió una sensación de angustia. Bajo dos cuadras antes y se detuvo a comprar una botella de whisky.
Cuando entró en la casa, el gato fue hacia él y se sentó en medio del living. Soriano abrió la heladera, sacó leche y llenó un platito. El gato tomó un poco y se sentó a mirar al argentino. Este se sirvió un vaso de whisky con hielo, miró la pared y sintió un frío en la espalda.
– ¡Mierda, Marlowe! ¡Nos habían roto la ropa!
Sólo los ojos del gato, ardientes como brasas de cigarrillos, vigilaban en la oscuridad. Soriano estaba tendido en el diván con la ropa puesta. Dejaba colgar un brazo en cuya mano había un cigarrillo apagado. Roncaba estrepitosamente. La radio sonaba baja, algo lejana y sola. El gato había buscado un lugar entre las piernas del periodista y miraba la puerta de calle. Cuando esta se abrió, la escena se modificó ligeramente. El gato saltó al suelo y el estallido de luz le cerró las pupilas. Soriano, sacudido por el ruido, dejó de roncar y se acomodó en el diván con un gesto de disgusto. Siguió durmiendo.
Marlowe tenía el pelo revuelto. La corbata abierta colgaba desde el medio del pecho y estaba sucia. El traje sin planchar tenía un aspecto andrajoso. El saco estaba desgarrado en el brazo derecho hasta el codo, y el pantalón se había roto en un siete a la altura de la rodilla derecha.
Tambaleó. Sus ojos estaban vidriosos y opacos como el café. La culata de la pistola asomaba entre el cinturón y el elástico del calzoncillo.
– ¡Levántese, Soriano!
El argentino empezó a incorporarse con lentitud; trataba de entreabrir los ojos, atacados por la luz. De entre sus dedos cayó el cigarrillo apagado. Protestó.
– ¿Qué hora es?
Se sentó en el diván, la cara cubierta por las manos; el pelo estaba sucio y tenía el color del barro. Abrió los dedos y entre ellos sus ojos observaron al detective que estaba parado, inclinado hacia adelante. Oscilaba. A Soriano se le ocurrió que era un capricho de la luz.
– Está borracho -dijo en un tono neutro.
– ¡Levántese!
– ¿Por qué no se da una ducha? Ya conectaron el gas.
– ¡Le voy a romper la cara, gordo estúpido!
Escupió al suelo. El gato miró la saliva y bajó las orejas.
– No me provoque. Tiene una pistola y está borracho.
– ¿Una pistola?
– En la cintura.
Marlowe bajo la vista. Tiró de la empuñadura y sacó la pistola.
– No es mía. La última vez que la vi, hace muchos años, la usaba un detective sobrio, que pagaba sus impuestos y tenía clientes importantes y enemigos que podían emboscarlo en un callejón.
– Un gran hombre.
– Un hombre, compañero. ¿Se burla?
– No me burlo.
– ¿Va a pelear o no?
– No.
Hubo un silencio. Los dos hombres se miraron largamente. De los ojos de Marlowe saltaron dos lagrimas transparentes como gotas de agua, corrieron entre las arrugas de la cara y cayeron al suelo. El ruido fue terrible en la habitación vacía; la pistola había escapado de las manos del detective. El gato corrió a refugiarse en la cocina. Marlowe alzó las manos y las puso muy cerca de sus ojos nublados. Estaban raspadas y sangrantes, sucias de tierra. Las bajo y sus ojos apenas sostuvieron la mirada del argentino.
– Me caí.
– ¿Anduvo jugando a la mancha?
Otra vez se miraron. Marlowe sacudió la cabeza y las lágrimas saltaron de sus ojos. Retrocedió hasta la pared.
– Deme café.
Soriano se puso de pie, apagó la radio y caminó lentamente hasta la cocina. Encendió el gas y puso el agua. Escuchó los pesados y vacilantes pasos del detective que entró en el baño. Marlowe se paró frente al espejo. Miró sus manos desgarradas, su imagen gastada, las ropas abiertas. Tragó. Tenía la boca seca y afiebrada. Abrió la ducha y metió la cabeza en el agua. Tuvo un mareo. Soriano escuchó el ruido seco y luego sintió un dolor en el pecho. Llenó una taza de café y fue hasta el baño.
– ¡El cafe! -grito a través de la puerta.
No hubo respuesta. Una furia súbita, desesperada, se apoderó del periodista. La taza salió despedida contra la puerta y se hizo añicos. El café formó figuras que cambiaron hasta agotarse en pequeños ríos que fluyeron hacia el piso. De una patada abrió la puerta del baño.
El cuerpo del detective estaba estirado y parecía un pescado fláccido sobre el que alguien habría abandonado un traje gris. La mitad del cuerpo colgaba dentro de la bañadera y el agua le mojaba el torso. El detective se movió, intentó levantarse, pero volvió a caer. Un hilo de sangre le marcaba el pómulo derecho. Se incorporó muy despacio. Giró la cabeza mojada, sucia, sangrante, y fijó sus ojos en el hombre que estaba parado a sus espaldas.
– Váyase -murmuro.
– Usted me da pena, detective. Ya no reconoce ni su propia pistola. Un trago lo pone belicoso y después se cae solo.
Marlowe se puso de pie. Se sentía mal, pero de pronto descubrió que tenía la mente despejada y fría. Pasó junto a Soriano sin mirarlo, atravesó la puerta y entró al living. Encendió un cigarrillo. El gato cruzó la habitación a la carrera y maulló frente al detective. Marlowe lo levanto y el animal desapareció entre sus brazos.
– Me caí, Soriano. Me lastimé y rompí el único traje decente que me quedaba. Estoy viejo y le agradezco que me lo recuerde. Usted es un joven valiente que roba una billetera con una pistola en la mano, pero antes me encierra en el baño para que no me de vergüenza. Le agradezco también. El viejo Marlowe no sirve para carterista ni para borracho.
– No se ponga dramático.
– No, pierda cuidado. Yo también me sentí joven el día en que un actor viejo y destrozado vino a decirme que se estaba muriendo. Le dije que se fuera a un asilo de ancianos. No me hizo caso. Se murió en una pensión, como un perro.
– Mire, Soriano, es fácil y podemos ganarnos quinientos en un par de días.
Al otro lado de la línea, en casa de Marlowe, el periodista tardó en despertarse completamente. Por la ventana se filtraba una luz débil. Eran las diez de la mañana.
– No sea ridículo, Marlowe. Es como si yo le pidiera que escriba una novela.
– No me desafíe. Faulkner terminó La paga del soldado en un mes.
– Esta alegre esta mañana.
– Es un caso simple. Usted sigue a la mujer y yo al marido.
– ¿Y que hay que descubrir?
– Poco. Cuando usted averigüe con quien se acuesta ella por las tardes, se lo decimos al hermano y él nos da trescientos dólares. Ya me anticipó doscientos.
– ¿Por qué tiene que cuidar usted al marido?
– La sigue a todas partes. Si la encuentra con el amante podría matarla. Entonces usted la sigue a ella, el marido también y yo los vigilo a todos.
– Nunca seguí a nadie, Marlowe. No tengo pasta de detective. Además, habrá que alquilar autos y yo no tengo el registro internacional.
– Pone todas las dificultades, ¿eh?
– No se trata de eso. Me parece que usted esta loco.
– Comprenda. No puedo llamar al detective Archer porque él anda en cosas más importantes. Tampoco pienso pagarle a un pies planos mientras usted duerme panza arriba.
– Está bien. Voy para allá a que me explique todo. Pero le aviso que no quiero terminar en la cárcel.
– No sea cobarde. Acá la policía es amable con los blancos y los extranjeros.
A mediodía la gente se atropellaba en las veredas, corría hacia los bares para tomar café, entraba y salía de las oficias, Soriano pagó el taxi y entró en el edificio donde alquilaba Marlowe. Cuando abrió la puerta, el detective estaba sentado frente a un hombre gordo, rubio, de mirada huidiza, que pestañeaba tras los lentes sin marcos. Marlowe se puso de pie, ceremoniosamente, y habló en inglés.
– Señor Frers, este es el señor Osvaldo Soriano, mi socio
Soriano estrechó la mano del hombre. Sonreía y lo hacia muy bien, Se sentó.
– Mi socio -agrego Marlowe- es detective de la sucursal Pinkerton de Buenos Aires. Colabora conmigo mientras visita Los Ángeles. Es un profesional! excelente, Richard Frers miró a Soriano, que seguía sonriendo, Se sacó los lentes y los limpió con un pañuelo. Estaba nervioso y no podía ocultarlo, aunque hacia esfuerzos por mostrarse sereno. Preguntó a Soriano:
– ¿Cree que podrá averiguar lo que necesito?
Soriano puso cara de no entender, aunque no dejó de sonreír.
– Seguro. El señor Soriano averiguará todo en seguida -dijo Marlowe, mirando al argentino que entonces entendió la pregunta de Frers.
– Claro -dijo Soriano en ingles.
Se había puesto serio y pálido. Sacó un cigarrillo.
– Es poco hablador -concluyo el hombre, con un movimiento de cabeza-. Me gusta. Está lleno de charlatanes de feria este oficio. Perdonen si ofendo.
– ¡Oh, no! -grito Marlowe, levantando los brazos con un gesto ampuloso-. Lo que usted dice es muy cierto. Hay un solo inconveniente, señor Frers. El señor Soriano no se dedica habitualmente a estos casos algo… digamos… algo triviales para él. Sus honorarios son quinientos dólares.