– Perdóneme, ¿sabe dónde podemos encontrar al señor Dick van Dyke?
– Sigan el pasillo hasta hallar una oficina con su nombre. ¿Vienen del lío? -movió la cabeza indicando la dirección del microcine. Marlowe dijo que si-. ¿Qué pasó? Todo el mundo está agitado por eso -preguntó el hombre mientras se apartaba del mingitorio y abrochaba la bragueta.
– No sé -contesto Marlowe-; una gresca a oscuras.
Soriano se lavó la cara y empezó a secarse con el pañuelo.
– Ustedes intervinieron, ¿eh?
– Gracias por todo, amigo -interrumpió Marlowe y luego de hacer una seña a Soriano, salieron.
– ¿Qué le dijo?
– Es al final del pasillo.
Llegaron a la oficina. La puerta era de vidrio y adentro se veía una muchacha pequeña de piernas gruesas y muy blancas, que ordenaba papeles sobre un escritorio. Entraron. Marlowe dijo:
– Nos espera el señor Van Dyke.
La mujer los miró detenidamente de arriba abajo. Luego sonrió incrédula.
– ¿No deberían pasar por el sastre primero? Al señor Van Dyke no le gusta la gente desaliñada.
– No se ría de los pobres, hija. Tuvimos un accidente.
– ¿En el microcine? Andan buscando a dos provocadores que armaron un lío.
– ¡No me diga! Anuncie a Philip Marlowe, por favor.
– Pierde el tiempo. El señor Van Dyke está muy ocupado.
Marlowe hizo un gesto de disgusto, dio vuelta a la mesa y caminó hacia la puerta que decía "PRIVADO, HÁGASE ANUNCIAR". Soriano fue tras él. La muchacha lo tomó de la manga y dio un salto.
– ¿Adónde van? ¿Quieren que me echen?
– No se preocupe, hermosa, usted debería aparecer en las películas -dijo Soriano en su idioma.
– ¿Qué dice?
– Nada -contestó el argentino, ahora en inglés, mientras entraba por la puerta que Marlowe había dejado abierta.
– ¿Otro más? -dijo el hombre alto, morocho, que vestía traje gris hecho a medida.
– Él quiere hablarle de Laurel y Hardy -dijo Marlowe señalando a su compañero. Soriano arrastraba a la muchacha que seguía reteniéndolo de una manga y tironeaba.
– No entiendo -dijo Van Dyke, con gesto impaciente-. ¿Qué pasa con Laurel y Hardy?
– Usted los conoció ¿verdad? -preguntó el detective.
– A Stan si, a Hardy lo vi solo un par de veces.
Soriano dio un paso adelante, tratando de zafarse de la mujer que lo tenía agarrado de la manga.
– Usted fue alumno de Laurel -dijo en castellano-. Yo quiero saber algunas cosas sobre sus últimos días. Estoy escribiendo una novela.
– ¿Usted es español o mexicano? -pregunto el actor en ingles.
– Argentino. Estoy enojado con usted.
– ¿Está qué? -dijo Van Dyke, frunciendo el rostro.
– Dice que está enojado, señor Van Dyke. Vino a decirme que usted contrató a un escritor para que contara un montón de mentiras sobre Laurel.
– ¿Mentiras? Laurel aprobó todo lo que decía el libro.
– Eso no quiere decir que no fueran mentiras -contesto Marlowe, mientras se sentaba en un sillón. Miró a Soriano, sonrió, levantó las cejas y dijo en español-: ¿Va a llevarse a la muchacha? No cabrá en el diván.
Ella seguía aferrada al brazo del argentino.
– Usted es detective. Dígale que me suelte.
– Dice mi amigo que lo suelte.
La muchacha dio un paso hacia atrás. Sorpresivamente fría y resuelta, levantó un brazo y cruzó la cara de Soriano con una bofetada. El periodista se tocó la mejilla con una mano, hizo un gesto de furia amenazante, y la mujer desapareció tras la puerta. Marlowe, muy serio, miró a su compañero.
– ¡Que golpe! Debe dolerle.
– ¡Déjese de bromas! Hoy me han pegado más que en toda mi vida.
– ¡Esta comedia es incomprensible, señores! ¡Váyanse o llamare a la guardia! -dijo Van Dyke, bastante molesto.
– ¿Oyo, Marlowe? Eso lo entendí. Si viene el negro se arma otra vez y no quiero recibir más palizas.
– No asuste a mi amigo, señor Van Dyke. Sea más cortes.
– Son un par de locos. Primero entran sin permiso, tan rotosos como dos vagabundos, después usted se sienta en mi mejor sillón como si estuviera en su casa y me hace preguntas impertinentes. Su amigo provoca a mi secretaria y se hace golpear, luego pelean entre ustedes y se insultan. ¡Esto es demasiado!
Van Dyke abrió un cajón y saco una pequeña pistola calibre 22 corto. Marlowe abrió los brazos.
– ¡Otra vez!
Soriano levantó las manos. Por su cara redonda corrían algunas gotas de sudor. Miró a Marlowe.
– ¿Ahora nos van a pegar un tiro? Yo vine a buscar información sobre Laurel y Hardy, no a jugar a los cowboys.
– ¿Qué dice el gordo? No me cae simpático.
Marlowe, en ingles:
– Es un buen muchacho. Nació al sur del río Grande y le falta educación, pero no es su culpa.
Y en castellano:
– Usted no cae simpático en este edificio, compañero. Diga una frase de disculpa o va a llamar al negro.
– ¡Que lo llame, que mierda!
– No sea mal hablado, tenemos una pistola enfrente.
– ¡Déjense de hablar en cocoliche! ¡Fuera de aquí! -grito Van Dyke.
Marlowe se puso de pie.
– Vamos, Soriano. Este hombre no es el mismo que veo en las comedias de TV.
– Creí que usted era capaz de desarmar a un tipo como ese, Marlowe. Se está poniendo viejo.
– Ya veráa lo que hago. Vamos.
Salieron. Marlowe cerró la puerta tras de sí y se paró frente al escritorio.
– ¿Qué número tiene el matón ese? -señaló la oficina del actor.
– Marque el uno -dijo la secretaria, aterrorizada ante la mirada de los dos hombres que tenía enfrente. El detective tomó el teléfono y llamó.
– Le habla Marlowe, señor Van Dyke.
– ¿Quien?
– ¡Marlowe, estúpido! Mire por la ventana y me verá en la cabina del teléfono.
Hubo un ruido en la línea. Marlowe dejó el tubo y se lanzó contra la puerta que se abrió violentamente. En dos zancadas estuvo sobre el actor que miraba por la ventana. Lo levantó de las solapas y con la rodilla lo golpeó en el estómago. Soriano, que estaba parado en la puerta, hizo un gesto de sorpresa.
– Perdóneme por lo que dije antes.
– No es nada. Guarde la pistola -le entrego el arma del actor.
Van Dyke había caído de rodillas tomándose él estomago. De su boca salía una baba verde. El pelo le caía sobre la frente mientras el saco, que tenía un solo botón abrochado, estaba inflado como una bolsa.
– Déjemelo, Marlowe.
– ¿Ahora que está blandito? No, compañero, no le pegue nunca a un hombre que está peleando con otro.
De pronto, por la puerta abierta, entraron tres hombres seguidos por la secretaria. Uno era el negro. La furia le había deformado el gesto y un tic le hacía temblar el labio inferior.
– ¡Agarren a ese! Al gordo me lo cargo yo.
Los dos hombres se lanzaron sobre Marlowe. Uno de ellos le tiro un golpe alto que el detective esquivo. El otro, más sereno, quiso pegarle en el estómago, pero el detective se hizo a un lado y le dio un codazo en la cara. El primero, que media menos que la estatua de Washington, lo golpeó con una cachiporra de goma y Marlowe vio dar vueltas la habitación. Cayó de rodillas junto a Van Dyke y pareció que ambos estaban rezando frente a un altar.
– ¡Quietos! ¡Se termino! -Soriano tenía la pistola de Van Dyke en la mano derecha.
Con las ropas casi destrozadas, el pantalón muy caído, la barriga hinchada y las piernas chuecas muy abiertas, parecía un cowboy tardío.
– ¡Las manos arriba, vamos! -gritaba en castellano y agitaba el arma amenazadoramente- usted también, Van Dyke!
Marlowe empezó a levantarse y se corrió hacia la pared. Con su voz gangosa repitió, sin énfasis, en inglés:
– Las manos arriba y contra la pared. -Miró al negro que tenía los ojos húmedos por la rabia.- Le dije, amigo: no se meta con el argentino, está invicto.
– ¡Hijo de puta…! Lo voy a seguir hasta el infierno.
– Traduzca, Marlowe, no entiendo nada. ¿El negro está enojado?
– Un poco, pero reconoce que usted es mejor que él.
– Tenga la pistola. Yo no se como se maneja el seguro.
– ¡Ah, no! Usted les apuntó. Yo voy a ver que juguetes tienen.
Marlowe palpó a cada uno. El negro tenía un revolver 38 de caño largo y los otros pistolas 45 y cachiporras. El detective guardó el arsenal en el baño y echó llave.
– Rajemos -dijo Soriano.
– ¿No le va a pedir el teléfono a la chica?
– Claro. ¿Cuál es tu teléfono, querida?
La muchacha sonrió y quiso hacer un puchero, pero no le salió; dijo un número.
– Téngame la pistola, Marlowe, voy a anotarlo.
– No exagere. ¿Se cree Sam Spade? -Dos hombres habían bajado las manos y empezaban a darse vuelta.- Sin comentarios, amigos -dijo Marlowe-. Sam Spade escribirá un verso para su dama y nos vamos enseguida.
Soriano anotó el número y regresó sonriente.
– Deme la pistola.
– ¿Qué diferencia hay?
– ¡Deme, le digo!
El detective le entregó la pistola. Soriano se la apoyó en el pecho.
– ¡Al baño! ¡Entre!
– ¿Se volvió loco? -Marlowe intuyo, sin embargo, que el argentino no bromeaba. Estaba más serio que nunca. El gordo dio dos pasos atrás y dijo en inglés a la secretaria.
– Vamos, amor, lleve a mi amigo al baño.
La muchacha sonrió, divertida. Salió de la fila y empujó al detective.
– Muy bien; ¡nadie se mueva, porque lo rajo! -grito Soriano en español.
La mujer cerró el baño y entrego la llave al argentino que parecía muy nervioso.
– Venga, señor Van Dyke -dijo en español y acompañó las palabras con un movimiento de cabeza.
El actor dio dos pasos al frente. Parecía aterrorizado. El negro habló.
– Si lo toca voy a destrozarlo, mexicano sucio.
– Argentino, compañero -aclaro en castellano-. Quédese quieto si no quiere un tiro en la panza. Usted, querida -ahora deletreaba inglés-, deme la billetera de su patrón.
En el baño, Marlowe había empezado a golpear la puerta. Gritaba.
– ¡No sea imbecil, Soriano! ¡Lo van a destrozar! ¿Qué quiere hacer?
Entre tanto, la mujer vaciaba la billetera de Van Dyke; los tres hombres se movían contra la pared. Marlowe gritaba en el baño, enfurecido.
– ¡Tengo las armas aquí, Soriano! ¡Abra!
Soriano guardó el dinero en el bolsillo.
– Esto es un robo. Dentro de un rato vendrá la policía encima suyo -dijo Van Dyke.
– No entiendo bien que dice -contesto Soriano en español-, pero usted no va a llamar a la policía. No le gustará pasar por estúpido. Usted, vaya a soltar a mi compañero que tiene dolor de panza.