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Sacó la entrada y se quedó en el hall fumando un cigarrillo. Esperó a que terminara la película de Chaplin. No le gustaba ese hombrecito engreído, al que siempre le iba mal en las películas y bien en la vida. La empleada de la boletería lo miraba. Era una mirada curiosa que recorría el traje arrugado. Se enderezó las solapas, pero ella lo siguió observando. El le guiñó un ojo y la muchacha dio vuelta la cara. Entró. Había poco público a esa hora y todos estaban juntos, como protegiéndose del frió. Marlowe se sentó en una butaca desvencijada. Vio a Búster Keaton, que subía y bajaba escaleras a toda velocidad con su cara imperturbable y trágica. Vio a Laurel y Hardy, que trataban de vender un árbol de Navidad a Jimmy Finlayson. Los vio luego destruir la casa del furioso cliente, mientras este rompía el Ford a bigotes del gordo y el flaco ante una multitud de vecinos curiosos. Empezó a reír y no pudo parar. Sintió dolores en la barriga, pero aquellos dos hombres no se detenían nunca; lo obligaban a reír cada vez más. Cuando apareció en la pantalla el policía Edgar Kennedy, Marlowe se paró y abandonó la sala. No quería saber si los llevaría presos. Caminó unas cuadras y tomó el ómnibus. Llego a la oficina a las seis de la tarde. Quedaba poca gente en el edificio. No sabía por que regresaba allí. No tenía trabajo y nadie lo esperaba. Tomó un trago y se quedo sentado hasta que la oscuridad lo rodeo. No tenía ganas de levantarse a encender la luz. Empezó a sentirse mal. Siempre se sentía mal al caer la tarde. Tal vez Capablanca quiera jugar una partida de ajedrez, pensó. Cerró la oficina y salió. El ómnibus tardaba casi una hora en llegar a su casa.

Subió los escalones de tronco de pino del viejo chalet. Los yuyos habían cubierto el jardín. Abrió la puerta y encendió la luz del porche. "Una tarde me voy a quedar a cortar los yuyos", se dijo. Entro. La sala olía a encierro y resultaba tan poco acogedora e impersonal como siempre. Preparó algo de comer en la cocina. Saco el tablero y desplegó las piezas. En verdad no tenía ganas de jugar. Guardó el ajedrez. Se sentía peor que Capablanca. Comió poco. Encendió el televisor y vio el noticiero. El presidente Johnson ordenaba bombardeos en Vietnam. Apago el televisor. Recordó algunas palabras que Laurel le había dicho esa mañana: "Las cosas deberían ser mejores para un viejo actor". Tal vez ahora Stan estuviera viendo ese noticiero. Tomó el teléfono y marcó el número que el actor le había dejado.

– Habla Marlowe, señor Laurel.

– Me alegra que haya cambiado de opinión, hijo.

– No se trata de eso. Necesitaba hablar con alguien.

Hubo un silencio en la línea. Durante casi un minuto no se atrevieron a interrumpirlo. Por fin, Laurel:

– ¿Porqué me eligió a mí?

– Lo vi esta tarde en un cine. Daban Ojo por ojo. Hacía por lo menos diez años que no veía una película del gordo y el flaco. Me fui antes de que terminara, cuando llegó el policía.

– ¿Tiene alergia a la policía, Marlowe?

– Siempre lo arruinan todo.

– Es cierto, Ollie y yo terminamos perseguidos por el policía Sanford. ¿Porqué eligió esa profesión?

– Es muy difícil saberlo ahora. Trabajé con el fiscal del distrito hace tiempo, pero soy demasiado irrespetuoso con la autoridad. Decidí seguir solo. Desde entonces estuve varias veces en la cárcel. No me gusta colaborar.

– Yo también necesitaba hablar con alguien -lo interrumpió Laurel.

– ¿Por eso fue a verme esta mañana?

– Creo que sí. Iba a pagar su tiempo.

– Deberíamos suscribirnos a Corazones Solitarios.

– Creí que el cómico era yo, Marlowe.

– Hace tiempo que dejó de serlo.

– Usted es muy duro conmigo. ¿Siempre es así?

– En los ratos libres corto los yuyos del jardín y juego al ajedrez.

– La soledad lo ha vuelto hosco, Marlowe. ¿Alguna vez quiso a alguien?

– Una vez. Me case con ella, pero era demasiado tarde. No anduvo.

– Quise decir si tuvo amigos.

– Recuerdo uno. Se llamaba Terry Lennox. Era ingles, como usted. Trabajo en películas, como usted. Estaba deshecho y termino montando una comedia para escapar de la realidad. No volví a verlo. Estoy tan solo como es posible estarlo en este país.

– ¿Puedo verlo mañana, detective? Le adelantaré cien dólares. ¿Está bien?

– ¡Al diablo con los cien dólares! Le dije que mi oficina no es un confesionario. Olvídese de todo. Tomaremos un gimlet y no lo veré más. Cuando quiera recordarlo iré al cine. Usted era más divertido antes, Laurel.

– ¡Cámara!

La cara del gordo se ha transformado en una máscara payasesca por el maquillaje. Está ante la enorme cocina de un restaurante, frente a decenas de cacharros, y el vapor que sale de ellos lo envuelve y lo hace sudar. Los mozos entran uno tras otro y llevan los pedidos, vuelcan los guisos y las sopas. El piso es un enchastre de patas de cordero, papas, verduras, sobre las que el gordo y los mozos resbalan una y otra vez; caen al suelo dibujando cabriolas espectaculares. La acción se interrumpe a menudo. El flaco corre de un lado a otro, grita instrucciones, habla con el gordo y le marca las escenas siguientes.

Los días del ensayo previo lo han dejado conforme. "Ese gordo tiene talento y hará reír mucho", piensa Stan. Está feliz porque Hal Roach le ha dado una oportunidad para dirigir un filme. Hace catorce años que llegó a Estados Unidos y se ha ganado la vida en Hollywood como actor de comedias sin demasiado éxito.

Ollie pesa ciento cuarenta kilos, pero los lleva sin esfuerzo. Quiso ser actor desde que dejó su casa de Georgia, contra la voluntad de su padre. Cuando filmó su primera película parecía un bebe rozagante al que el público esperaba que le pasaran cosas terribles. Pero era muy difícil triunfar. Chaplin había acaparado al publico, a la prensa, y todo el mundo hablaba de él.

Ahora Ollie está contento. Siente que Laurel es un tipo inteligente, que sus guiones son precisos y ricos, que sus observaciones son certeras. Será, cree, un gran director. El gordo deja que los auxiliares lo maquillen otra vez, mientras escucha los gritos del flaco que se acerca y controla el efecto que los cosméticos han conseguido sobre su cara. Todo esta listo para filmar la siguiente escena. Alguien, en el estudio vecino, hace sonar un tango. Ollie sonríe. Recuerda aquellos rosedales de Palermo; los mateos y los bares de la estación Retiro. Buenos Aires era una linda ciudad en 1915.

Ollie camina lentamente hacia las luces del escenario donde las cámaras están listas. No sabe por que, pero otra vez recuerda los rosedales, las mujeres timidas y los hombres impecables que las toman del brazo. Los compases del tango le traen a la memoria a aquel hombre, al bandoneonísta -Pacho lo llamaban-, que siempre estaba haciéndole chistes por su barriga y su lamentable español. Tenía que ayudarlo en todo. Pacho sospechaba que Ollie comprendía el español, pero hablaba en ingles para no meterse en líos. El tango ha dejado de oírse y el gordo sonríe frente al flaco y le hace un gesto cómplice. El flaco entiende y sonríe también. Ahora recuerda su viaje a la Argentina, en 1914, sus acrobacias de payaso en un teatro céntrico (el Casino, cree recordar), la esperanza que tenía de ser alguna vez actor de cine o director. Quizás ha recordado aquellos corralones donde podía escucharse el tango y compartir un vaso de vino con hombres de pañuelo al cuello y mirada sobradora.

– ¡Cámara!

La acción recomienza en el mismo exacto lugar donde Stan había ordenado el corte anterior. Ollie tiene que resbalar una vez más, debe odiar a los mozos que han dejado caer al suelo sus bandejas. El giro es perfecto y la armonía de sus movimientos logra una extraña forma de poesía grotesca.

El resbalón y la caída parecen un cataclismo. Stan sonríe satisfecho. El gordo lo ha logrado. Ollie grita. La escena se rompe en mil pedazos. Stan ordena el corte de cámaras. Corre hacia el escenario. Al caer, el gordo ha arrastrado una olla de agua hirviendo. Tiene el brazo derecho rojo y la piel empieza a arrugarse. Ollie grita cada vez más. Alguien corre en busca de un bálsamo para quemaduras. Stan se toma la cabeza. Quiere llorar y no lo consigue. Todo su plan se desmorona, ya no habrá película. Furioso, patea los cacharros y lanza golpes al aire, resbala sobre una planta de lechuga, trastabilla, tropieza contra las piernas del gordo que sigue gritando y cae de narices.

Hal Roach grita satisfecho, levanta los brazos y los agita, masca su cigarro con ferocidad.

– ¡Los encontré! -grita-. ¡Son ellos!

A su alrededor nadie ha podido contener una carcajada. La caída del gordo y la furia del flaco -que ahora esta tirado y golpea los puños contra el suelo- han sido una de las cosas más desopilantes que se han visto en el estudio. Roach vocifera hasta que un asistente corre a su lado.

– ¡Contrátelos! -ordena con voz entrecortada-. Es la pareja más cómica que he visto en mi vida.

Laurel se ha levantado y camina hacia Roach. Su rostro tiene el gesto del llanto, pero solo siente pena.

– ¡Que cagada, Dios mío! -Se toma la cabeza. Roach lo mira sonriente.

– ¿Se anima a repetirlo? -pregunta, ordena-. Directores hay muchos, Stan.

El flaco no comprende. Atrás, una enfermera embadurna el brazo de Ollie y le coloca una venda desprolija. El gordo siente un ligero alivio. La risa de los asistentes le ha dado mucha rabia. No ha entendido tampoco que hacia Laurel en el suelo, junto a él. Ahora se acerca al productor y a Stan; va a decirles que dentro de una semana podrá seguir trabajando. Los dos hombres lo miran. Roach es feliz.

– Creo que ustedes van a hacer reír -dice.

Cuando Laurel entró a la oficina, Philip Marlowe leía un libro sentado en su sillón; las largas piernas del detective estaban sobre el escritorio y sus pies se apoyaban sobre un montón de carpetas. Los zapatos brillaban limpios y lustrados, pero las suelas tenían agujeros y a los tacos de goma se les veían los clavos. Laurel se paró ante el escritorio y observó con atención al hombre que seguía distraído.

– Buen día -saludo.

El detective levantó los ojos. Miró un largo rato al viejo que vestía un traje pasado de moda, pero limpio y bien planchado. En las manos llevaba un sombrero y el sobretodo que se había quitado antes de entrar. Sus ojos eran brillantes y sonreía, como si hubiera algún motivo para hacerlo. Pasó un largo minuto antes de que Marlowe dejara el libro sobre el escritorio y encendiera un cigarrillo.

– Creo que se equivocó de puerta.

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