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Marlowe se detuvo.

– Estoy viejo, ¿sabe? He pasado la vida preguntando y me olvidé de cómo se responde.

El muchacho lo miró. Marlowe caminó hasta donde estaba Soriano.

– Prepárese -dijo-, tomaremos el tren.

– Aja. -Soriano sonrió.- ¿Ya sacó los boletos?

– La boletería está detrás de aquel cerro. Mejor nos apuramos.

Esperaron el regreso de todos los jóvenes. Uno de ellos les dio un atado de cigarrillos. Se tendieron las manos y Marlowe agradeció sin una sonrisa. A las dos de la tarde cruzaron el camino y entraron en pleno campo. Los pastos estaban todavía mojados y el viento seguía rugiendo. El cerro parecía cercano y la cumbre tendría unos doscientos metros. A las cuatro comenzaron a ascender. La ladera no era muy escarpada, pero las piedras dificultaban el paso. Varias veces se sentaron a descansar. El viento les hacía entrecerrar los ojos. Caminaron el resto de la tarde. A las ocho de la noche vieron los rieles. Fueron hasta la parte más cercana de la curva y se sentaron a fumar. No hablaron. A las nueve y treinta y cinco divisaron la luz del tren.

– Esté listo -advirtió Marlowe-, vamos a saltar sobre el techo. Después veremos.

Esperaron de pie. La locomotora disminuyó la marcha, pero no tanto como el detective esperaba.

– ¡Tírese de panza sobre la punta del vagón! -gritó el detective.

Soriano dijo que sí. Saltaron. Llevaban las armas en las manos para no perderlas. Al golpear sobre el techo del vagón, a Soriano se le escapó un tiro. Marlowe avanzó agachado y saltó al coche donde estaba su compañero. El tren tomó velocidad otra vez. Se tiraron sobre el techo. El viento era una furia helada.

Estirados, muy juntos, con las manos se aferraban al borde del coche. Era un vagón de pasajeros, brillante en los costados y mugriento en la superficie exterior del techo. El viento zumbaba sobre sus cabezas y producía un ruido ensordecedor. Miraban el horizonte negro. Alguna luz aparecía como una instancia curiosa y los distraía hasta que el tren la dejaba atrás. A veces se miraban las caras. En ellas no había otra expresión que la del esfuerzo por mantenerse adheridos a la superficie para no ser arrancados por el viento. Cuando el tren se detuvo en la estación de un pueblo pequeño, bajaron sobre los topes que separaban los coches.

– No doy más -dijo Soriano-, estoy acalambrado.

– Entremos -replicó Marlowe.

Saltaron a tierra y subieron al tren. Se encerraron en un baño, se alisaron las ropas y el pelo con las manos y salieron al pasillo. Pasaron a un vagón y se sentaron. Frente a ellos, un matrimonio que aparentaba sesenta años tediosos viajaba en silencio. La mujer tenía el pelo teñido de gris y el hombre miraba con dureza tras unos diminutos lentes. Marlowe sacó el atado de cigarrillos y le pasó uno a su compañero.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Soriano.

– No sé -respondió Marlowe-, tal vez a Las Vegas.

– Eso esta lejos de Bay City,

– Muy lejos.

La mujer del asiento próximo los miraba, divertida. Habló en castellano:

– Perdón, señores: ¿por casualidad ustedes son argentinos?

– Él, señora -respondió el detective, con una sonrisa fría-, yo no tengo el honor.

– ¿Ah! ¡El señor! -gritó la mujer, mientras se tomaba la cara con ambas manos-. ¡Argentino! ¡Yo soy cordobesa!

Soriano la miró. En ese momento lo último que hubiera querido encontrar era a un argentino.

– ¡Mi marido es porteño! -lo señaló con un dedo.

Dos argentinos. Soriano se puso muy serio. Parecía un perro sorprendido mientras robaba la carne al dueño.

– Que bien -dijo desganado-, que casualidad.

– ¿Usted de donde es? -pregunto el hombre, con desconfianza.

– De Buenos Aires -dijo Soriano-, no soy porteño, pero vivo allá.

– ¡Que maravilla! -aulló la mujer-. ¿Se está divirtiendo?

– Mucho, señora -terció Marlowe-, los argentinos son muy divertidos. Más aún si están juntos. Los dejo charlar, mientras tomo una copa en el bar.

Se levantó. Soriano lo miró con horror. El detective saludó y se fue por el pasillo.

– ¿Qué le pasó a su amigo en el brazo? Parecía herido -preguntó el hombre.

– Nada -respondió Soriano.

– Sin embargo -insistió el porteño-, estaba lastimado.

Miraba con gesto desconfiado. Sus ojos eran pequeños y fríos. Acercó su rostro al de Soriano en actitud cómplice.

– ¿Es yanqui? -hizo un guiño.

– Sí, muy buen tipo.

– Se la dieron -agregó el hombre, solemne-. Tenía sangre en el saco.

Soriano levantó la vista. Estaba en guardia.

– No. Se lastimó en el pueblo, en una doma.

– ¿En una doma?

– Sí.

– ¿Con el saco puesto? -el hombre levantó las cejas.

– Los yanquis son muy raros. Quiso frenar el caballo y se enganchó. Nos divertimos mucho.

– Claro -dijo el hombre.

Hubo un silencio prolongado. La mujer lo quebró.

– Tiene los pies muy sucios de barro -indicó el pantalón y los zapatos de Soriano.

– Estuvo lloviendo -dijo el periodista y sonrió.

Los otros seguían serios.

– ¿Cuánto hace que anda por acá? -dijo ella.

– Dos semanas, más o menos -respondió Soriano.

– ¿Qué hace? -preguntó el porteño.

– Paseo.

– Aja -asintió el hombre-. ¿Son artistas?

– No. -Soriano se puso nervioso.- No, yo soy periodista y mi amigo… él es domador.

– Aja -repitió el viejo; luego bajo la voz-. Vi su show por la televisión.

Soriano se quedó frío.

– ¿Qué show? -preguntó por fin.

– El de los Oscars. Las peleas. Buen programa.

Fuera de lo común. Los diarios dicen que fue improvisado.

– ¡Ah, si! -sonrió-. Fue improvisado. Una sorpresa. Hay que innovar.

– Claro -dijo el hombre-. Lastima lo de Carlitos Chaplin. ¿También fue improvisado?

Soriano se puso tenso. Miro al hombre.

– ¿Por qué? -preguntó.

– Ustedes se lo llevaron. Los vio todo el mundo.

– Era parte del show -replicó Soriano, arrastrando la voz.

– ¿Si? -el porteño se puso de pie-. Los diarios dicen que la policía los anda buscando.

Puso su cuerpo frente al de Soriano, cerrándole el paso. Gritó:

– ¡Policía! -luego repitió el grito en inglés.

– ¡Viejo alcahuete! -dijo Soriano, y se levantó de un salto-. ¡Argentino, hijo de puta!

Dio un empellón al hombre y salió al pasillo. La gente se puso de pie.

– ¡Al ladrón! -gritó una gorda que nunca había tenido expresión en su cara.

Soriano corrió. Un par de hombres saltaron al pasillo e intentaron detenerlo; de un tirón se deshizo de ellos. Un muchacho con uniforme de soldado le dio un empellón y lo tiró sobre una pareja joven. Estaba rodeado. Tenía el rostro desencajado. Sacó su revolver del bolsillo del pantalón.

– ¡Quietos! -gritó.

El soldado quedó paralizado. Soriano se levantó. Apuntó a la cabeza de una vieja y la empujó. Alguien lo tomó de atrás y le hizo un torniquete con el brazo. El soldado le saltó encima y le quitó el arma. Un hombre grande como un álamo le pegó en la cara. Soriano cayó al suelo. La gente empezó a darle patadas. Un policía de rostro anguloso apareció en la puerta. Soriano gritaba de dolor y la gente de rabia, de miedo. El policía apartó a los agresores. Gritó más fuerte que ellos, con esa voz que tienen los perros callejeros. Los zamarreó y logró silencio por un momento.

– ¡Es el tipo de la televisión! -gritó en inglés el viejo argentino-. ¡El secuestrador!

– ¡Tenía un revolver! -bramó otro hombre y entregó el arma al policía.

– A ver, amigo -dijo el agente-, levántese y explique.

Soriano se puso de pie.

– No hablo inglés -dijo en inglés.

– ¿Ah, no? -el policía gruñó-. Entonces venga conmigo.

Lo empujó a través del vagón. La gente sonreía. El porteño aplaudió. La mano del guardia era una tenaza en torno del brazo del argentino. Cruzaron varios vagones en dirección a la sala del guarda. Al pasar por el bar, Soriano vio a Marlowe sentado a una mesa, solo; había terminado de tomar un whisky. No se saludaron. El policía empujó a Soriano dentro del escritorio del guarda.

– Bueno -dijo-, a cantar.

Marlowe pagó y se levantó. Pidió permiso a la gente que se había amontonado contra la puerta que el guarda trataba de cerrar desde su escritorio. Alcanzó a ver como su compañero era empujado contra una silla. La puerta se cerró. El detective encendió un cigarrillo. Sintió que pisaba un pie y se disculpó con una sonrisa fría. Buscó en un bolsillo del saco. En su mano izquierda apareció la pistola. Abrió la puerta y la cerró tras de si. Levantó el arma.

– Sin moverse, agente -dijo, sereno.

Soriano se puso de pie. Metió la mano en la chaqueta del policía y recuperó su revolver. Apuntó al guarda.

– Levanten las manos y pónganse contra la pared -dijo Marlowe, y echo llave a la puerta.

Luego se acercó y quitó el revolver de la cartuchera del policía.

– Estamos en un lío serio -dijo, dirigiéndose a Soriano-. Somos famosos.

Soriano lo miró sin contestar. El detective se acercó al policía y le pegó con la pistola en la cabeza. Soriano iba a hacer lo mismo con el guarda, pero el detective lo detuvo.

– Déjeme a mi -hablaba lentamente-, usted tiene la mano muy pesada.

Golpeó al empleado del tren. Los dos hombres quedaron tendidos en el piso. Marlowe se sentó sobre el escritorio.

– Creo que es jaque mate.

– ¿Nos entregamos? -preguntó el argentino.

– No. A menos que usted quiera ir a la cárcel por el resto de su vida.

– ¿Qué hacemos, entonces? -A Soriano le temblaba la voz.

– Correr. -Marlowe inclinó la cabeza hacia abajo, pero siguió mirando a su amigo.

– ¿Hasta donde? -preguntó Soriano.

– No sé. -El detective habló con voz baja, cansada.- Hay que correr.

Soriano puso su cabeza entre las manos.

– ¿Qué hicimos? Limpié a un tipo que quiso secuestrar a Chaplin, no pueden matarnos por eso.

El tren empezó a detener su marcha. Marlowe se puso de pie, levantó la ventanilla e hizo un gesto. El tren frenó con un resoplido y dio un brinco hacia atrás. EL detective pasó una pierna por la ventanilla. Se detuvo sólo un instante.

– La carrera empieza. ¡Suerte, Soriano!

Saltó a las vías. Muy cerca se veían las luces de un pueblo dormido. El argentino cayó de pie junto al detective. Estaban frente a frente. Soriano se acercó y estrechó a su compañero en un abrazo que duró dos segundos.

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