– ¡Le curo la herida, detective? -respiró hondo-. Esta noche me siento mal.
Marlowe tenía el rostro duro y las arrugas le asomaban como cicatrices. Un mechón de pelo gris le tapaba parte de la cara. Miró a su amigo.
– No -dijo-, es un rasguño. ¿Qué le parece si damos un paseo?
– Me gusta la lluvia -balbuceó Soriano, y las lágrimas le entraron en la boca-. Es fresca… me hace recordar…
– Ya me lo contó -dijo Marlowe y sacó un cigarrillo-. Vamos.
Caminaban por la banquina, en dirección contraria al sentido del tránsito. Cada tanto pasaba un auto a gran velocidad y el ruido tardaba en perderse entre los cerros. La noche era cálida y la luna había desaparecido, tapada por las nubes negras. La lluvia caía suave pero densa. Los dos hombres se habían levantado los cuellos de sus sacos. Soriano miraba las borrosas montañas que se perdían entre la oscuridad y las nubes. Marlowe tenía el pelo bañado y lo apartaba cuando caía sobre su cara. A Soriano, el agua se le deslizaba fácilmente sobre el escaso pelo y le empapaba la camisa. En la mano derecha llevaba la ametralladora apuntando hacia el suelo. El detective había puesto la mano izquierda en el bolsillo y la otra sobre el pecho, como Napoleón. El saco estaba roto en la manga derecha. De sus labios colgaba un cigarrillo apagado. Habían dejado atrás el taxi y a tres muertos. Nadie se detenía a curiosear.
– ¿Se la lleva de recuerdo? -preguntó Marlowe, y miró la ametralladora.
– ¿Qué? -Soriano caminaba ensimismado, con los ojos fijos en el horizonte. Siguió la mirada del detective y comprendió.- Ah, si… No se que hacer con ella. ¿La dejo?
– Tírela en el bosque, pero antes limpie las huellas con el pañuelo.
– ¿Y las que dejamos en el taxi?
– En un taxi viajan cientos de personas por día- dijo Marlowe, con voz dura-. La policía no investiga tanto aquí.
– Tiene razón.
Soriano sacó un pañuelo arrugado y lo paso por toda el arma, como si la estuviera lustrando. Marlowe observaba curioso.
– En el bosque -repitió.
Soriano corrió hasta el bosque, entró un par de metros y tiró la ametralladora entre un pastizal. Antes de guardar el pañuelo se lo pasó por la cara, lo escurrió y se lo puso en el bolsillo del pantalón. Encendió un cigarrillo y tiró el fósforo entre los yuyos.
– Podrían acusarnos de quemar bosques -dijo, secamente.
Marlowe no contestó.
Llegaron a un camino secundario, de tierra, que estaba convertido en un lodazal. Se arremangaron los pantalones y empezaron a caminar por el. Tres horas más tarde la lluvia seguía cayendo. Estaban empapados, pero seguían adelante. La marcha se hacia difícil. Subían y bajaban por ondulaciones suaves. La noche era tan negra que no veían el camino y tropezaban constantemente. Hacia dos horas que no pronunciaban una palabra. Se quedaron sin cigarrillos. Soriano había juntado las colillas en un bolsillo, pero las guardaba para mas adelante. Ignoraban adonde llevaba el camino. Cada tanto un relámpago iluminaba el cielo y Soriano aprovechaba para mirar alrededor. Luego esperaba ansioso otro golpe de luz. Marlowe iba con la mirada fija, pero no parecía pensar. Tenían hambre, pero eso era lo último que el argentino había dicho dos horas atrás. El único sonido era un suave picoteo de la lluvia sobre la tierra y algún trueno. El camino se internaba en el bosque. Soriano creyó ver fuego a lo lejos. Un relámpago disolvió la imagen.
– Hippies -dijo Marlowe, en voz baja.
Soriano miró a su compañero, sacó dos colillas del bolsillo y las encendió. Le pasó una al detective.
– ¿Nos darán bola? -preguntó.
– No sé-respondió Marlowe-, supongo que si. Tendrán café.
Se escuchaba el rasguido de una guitarra. No había voces, pero si una melodía suave. Marlowe miró su reloj. Eran las cinco de la mañana. Cruzaron el campo y se aproximaron al lugar donde veían el fuego. La guitarra cesó. Se acercaron al grupo. Cuatro muchachos y dos chicas rodeaban un fuego vivo donde hervía una cafetera golpeada y sucia de tizne. Uno de los jóvenes sostenía la guitarra. Los recién llegados se pararon frente a ellos. Una docena de ojos los escrutaron sin violencia, sin amor, sin nada. Los hippies estaban sucios, barbudos, abrigados con ponchos indios unos, con sacos rotos los otros. Uno era negro. Las dos muchachas, rubias; una parecía delgada y frágil y la otra una estrella de cine desteñida y rebelde.
– ¿Hay café? -preguntó Marlowe.
Alguien sacó la cafetera del fuego y sirvió en un par de latas de conserva sin manija. Marlowe y Soriano se sentaron y bebieron rápidamente un café que era fuerte. Se sacaron los zapatos y arrimaron los pies embarrados al fuego. Una lona cubría parte de la reunión, aunque entre los árboles no penetraban sino algunas gotas. A medida que la tierra se secaba, Marlowe y Soriano la arrancaban de sus piernas con una rama.
– Quítense los pantalones -dijo el negro, que estaba tendido de espaldas y acariciaba el cabello de una joven flaca.
Se los sacaron y los arrimaron al fuego. Marlowe se quitó el saco. La joven desteñida lo miró. Buscó un trozo de camisa y limpió el brazo herido del detective con agua caliente. Luego lo vendó con fuerza. Uno de los muchachos abrió un paquete de Marlboro. Fumaron todos menos uno, que había empezado a tocar otra vez la guitarra. Los recién llegados se sintieron bien. Soriano pensó que era la primera vez que alguien les tendía la mano sin preguntar nada. Se recostaron en el pasto. Estaban cansados y tenían sueño. Alguien les puso un par de galletas duras y sin gusto al alcance de las manos. Comieron acostados.
Soriano sintió que una mano pasaba sobre su cabeza. Levantó la vista y vio a la chica flaca que lo tocaba sin mirarlo. Sonrió y se durmió lentamente. El detective miraba a su compañero y a la rubia. La pistola le molestaba y la dejó en el suelo. Tenía frío y se puso el saco. Cerró los ojos. Soñó algo que luego no recordaría. Empezó a amanecer fuera del bosque. Un ruido despertó a Marlowe, que instintivamente tomó el arma. A dos metros, Soriano y la muchacha flaca estaban abrazados. Se habían quitado la ropa y hacían un ruido leve, inútilmente furtivo. El negro estaba tirado contra un árbol y armaba un cigarrillo. Miraba el bosque. Por fin, cruzó sus ojos con los del detective. Marlowe cerró otra vez los párpados. Sonrió, pero en el estómago tenía un peso extraño. Se levantó. El negro le pasó el cigarrillo. El detective aspiró un par de pitadas y lo devolvió. Fumaron en silencio; miraban el fuego. Marlowe sintió que ni las piernas ni los brazos le respondían. Vio al negro con alas de murciélago. Percibió una caída en la tensión de los músculos y vagamente pensó en morir. Se tocó la cara. Un paisaje vasto y desolado lo absorbía. Sus ojos asomaban en medio de ese desierto y no podían ver sino al negro con alas de murciélago. Marlowe se sintió inmóvil, duro, salvaje, terrible, pero inútil. Soriano se acercó a él. Lo vio caído sobre la tierra, en calzoncillos, aunque con el saco puesto.
– Hola, amigo -dijo el detective, con voz pastosa-. Todavía estoy vivo.
Por la mañana se levantó un viento frío y seco que parecía surgir de los pasos de las montañas. Se filtraba entre los árboles del bosque y traía olor a barro.
Todos se despertaron alternativamente y se refugiaron tras los troncos más gruesos. Pasado el mediodía, la joven flaca se levantó, encendió el fuego y preparó café para todos. Los fue despertando de a uno, en silencio. El viento silbaba entre las ramas, pero casi no llegaba a molestarlos en el lugar en que estaban. Marlowe se incorporó lentamente, estiró sus músculos y los sintió débiles. Las piernas no le respondieron como él hubiera querido. Pidió un cigarrillo y se aproximó al fuego. El negro se acercó y le devolvió la pistola. Se quedó mirando los ojos del detective. Le sostuvo la mirada durante varios segundos y luego tomó café a grandes sorbos. Soriano tenía sueño y estaba cansado. Le dolían las piernas y la espalda por la caminata y por haber dormido en el suelo. Sonrió y dijo a Marlowe, en castellano:
– Me parece mentira, pero no soñé nada. Ni siquiera tuve pesadillas. Creo que no entiendo lo que pasó.
El detective lo miró. Sus ojos parecían enterrados en un abismo negro.
– Se cargo a un tipo. Tiene que irse.
– ¿Irme? -Soriano se puso serio y un estremecimiento lo recorrió. Agregó:- Rajar, ¿eso quiere decir?
Marlowe tomó un sorbo de café y pito el cigarrillo. Dos hippies se internaron en el bosque y los otros estaban en silencio. Parecía que no habían hablado jamás.
– ¿Cree que esto se arregla durmiendo tranquilo? -dijo Marlowe.
– No creo nada. Lamento haberlo metido en un lío.
– No me metió en nada. Los dos estábamos en un apuro y usted lo arregló de la mejor manera. La vida es así.
– ¿La vida? Su vida, detective. Es la primera vez que yo disparo un tiro. Eso era común para usted en una época. Entonces andaba con plata en el bolsillo, ¿no?
Marlowe no contestó. Al rato agregó, en voz baja:
– Lo haré salir hacia México. Todavía tengo amigos que pueden arreglar estas cosas.
– ¿Y usted?
– Yo, ¿qué?
– ¿Qué hará?
– No sé. Es posible que no se descubra nada.
– Entonces yo tampoco me rajo. Me iré a fin de semana con mi pasaje.
– Boludo, ¿eh? -dijo Marlowe.
– Solo que me quedo con usted.
– Mire, amigo -Marlowe se enojó-, si ese viejo carcamán no aparece tendremos a toda la policía encima. Además, alguien tiene que darle de comer al gato.
Soriano dejó la lata con la que había tornado café. Dijo:
– Adelgace como cinco kilos desde que estoy acá. El gato puede esperar. Terminemos la discusión.
– Muy bien. Entonces podemos pasar unas vacaciones en Bay City. Allá hay gente que no se conmueve por el sol y pasa semanas en un sótano.
– ¿Y como vamos a llegar?
Marlowe miró al joven que la noche anterior había tocado la guitarra. Se puso en cuclillas junto a él.
– ¿Pasa alguien por ese camino? -señaló la ruta de tierra por la que habían llegado. El hippie frunció la trompa.
– Casi nunca. -Suavizó la voz y señalo una montaña a un kilómetro.- Si cruzan ese cerro encontrarán la vía del tren. Pasa despacio y se puede saltar. ¿Están rajando?
– No. -El detective se puso de pie.- Mamá esta enferma y queremos llegar pronto.
El hippie levantó la vista.
– ¿Por qué tan agresivo? Le hice una pregunta y si no le gustó no debió contestarme.