– No -reconoció Nieves Aguilar, sintiéndose muy desdichada bajo aquel brazo-. Soy muy friolera.
– Pobrecilla… ¿Quiere que le traiga una mantita?
– Solo ha sido un mal sueño -murmuró. Y pensó: Aún sigo soñando.
Estaba concentrada en el peso del brazo de Safiya sobre su hombro. No quería decirle a la pobre muchacha que se apartara (no lo hubiese dicho jamás), pero se sentía incómoda. Hizo algo: alargó la mano y aferró la barra de la cabecera de la cama, como para compensar un contacto con otro. El metal estaba gélido.
El muslo de Safiya, moreno, juvenil, frotó su pijama al moverse.
– Las pesadillas vienen de las preocupaciones… Yo, a veces, tengo algunas… Sueño con la doña. También aparece Jacinto… -Nieves Aguilar sabía que se refería a la señora Ripio y su hijo. Aquella inesperada confesión le hizo volverse y mirarla. Le pareció que sus ojos (ahora tan cercanos) brillaban como estrellas. La vio esbozar una sonrisa-. Dígame qué le preocupa a usted… Sea lo que sea. Usted me cae bien. Me trata con mucha amabilidad. Yo quiero ayudarla.
Las palabras de la chica estaban tan próximas que casi tenían forma. Es muy joven, pensó Nieves Aguilar, podría ser una de mis alumnas. De algún modo, sin embargo, aquel contacto de sus alientos le difuminaba las diferencias. Le pareció que, simplemente, se encontraba junto a alguien que quería escucharla, alguien que no la desoiría. La mirada de la chica podía ser ingenua, pero ella necesitaba de esa ingenuidad.
El resto fue más fácil: no le costó mucho abrir los labios y, al tiempo que entornaba los ojos, ordenar sus palabras frente a la oscuridad. «Se trata de los libros de Guerín -le dijo-, un escritor del pueblo. Estoy segura de que aún no he leído el más importante de todos, y necesito hacerlo. No es una obsesión, es la única forma que tengo de ayudar a alguien, una chica de tu edad…»
Cuando acabó de hablar levantó la cabeza. El seno de Safiya se apretaba contra el suyo, y casi podía sentir los corazones de ambas latiendo juntos. Se miraron como si esperasen algún acontecimiento. La cruz del ventilador tachaba sus sombras en la pared. Entonces la chica dijo:
– Conozco otro libro de Manuel Guerín. Quizá sea el que usted busca.
Nieves Aguilar permaneció inmóvil mientras la veía levantarse y dirigirse hacia la puerta. La chica le hizo señas de que la acompañase en silencio. ¿Así? ¿Sin vestirme?, pensó. Pero Safiya ya se iba, no le daba tiempo. Además, era Safiya la que no llevaba ropa, ella tenía el pijama.
Salieron de la habitación, Safiya delante, y desfilaron por el pasillo con lentitud procesional. Al llegar a la escalera Safiya se volvió.
– Sobre todo, no despierte a la doña. Está muy nerviosa desde que vino la policía por lo de la muerte del alemán… -Nieves Aguilar asintió. Se había enterado al regresar de la iglesia: un pequeño incendio en un cuarto, alguien había llamado a la policía. Explicaron que el hombre había muerto en la cama, dormido, mientras fumaba. Por fortuna, el fuego no se había propagado.
Bajaron las escaleras. Apenas se oía otra cosa que ronquidos inciertos y el chirriar de muebles o cuerpos en su pugna con el sueño. También el mínimo campanilleo de la ajorca de pequeñas llaves que -Nieves Aguilar se fijaba ahora- la chica seguía llevando en el tobillo izquierdo.
El vestíbulo estaba a oscuras. Safiya abrió la doble puerta del comedor y se deslizó dentro caminando sobre las puntas de los pies, como si danzara. Nieves Aguilar la siguió, pero, cuando la puerta volvió a cerrarse se detuvo. Pensó que lo mismo hubiese podido quedarse ciega. La puerta que daba a la terraza también se hallaba cerrada, y eso contribuía a entenebrecerlo todo. Supuso que la chica no quería encender la luz por temor a que la señora Ripio la descubriera.
– Venga -oyó.
Tendió la mano, pero Safiya ya no estaba. Dio unos cuantos pasos, y al fin distinguió el camisón de la chica como una mancha difusa del aire. Guiada por aquel velo pudo hallar un camino entre mesas y sillas, que se ofrecían quietos e invitadores, pero dotados también de cierta amenaza. Tenía que ayudarse de las manos, que palpaban los bordes y las aristas. El ángulo de una mesa bien podía clavarse en su carne con suma facilidad (le había ocurrido a veces, incluso en su casa, cuando se levantaba de noche). Se sentía indefensa ante aquellos peligros, vestida tan solo con el fino pijama. Imaginó que la camarera estaba acostumbrada a la posición de los muebles, aunque, hallándose desnuda, el riesgo de daño pasa ella quizá era mayor.
El velo se reflejaba en los espejos del salón, pero eso no la ayudaba sino que la confundía más. Por fortuna, no era un lugar grande, y enseguida llegaron a donde la chica se proponía.
– El timón -la oyó susurrar. Supo a lo que se refería: se acercó a la pared recordando el día en que la señora Ripio había mostrado a sus huéspedes aquellos adornos. Ya podía ver a Safiya: deslizaba la mano sobre los objetos al tiempo que los nombraba-. Se lo regalaron a la antigua dueña del hostal… Los remos de una barca… Esta cabeza de toro… Este espejo… Un candelabro, los retratos de San Pablo y Santiago… -Nieves Aguilar percibía que la chica temblaba. Quizá era de frío, porque en el comedor la temperatura era más baja-. A la señora Ripio le gusta conservarlos, aunque no son sus recuerdos… Pero dice que eso no importa, que ya son suyos… Le gusta tener cosas de otros. Y aquí… -Tropezó con Nieves Aguilar mientras dirigía la mano hacia un pequeño armario con vitrina. Ella se apartó. La chica abrió la vitrina, introdujo los brazos, sacó un objeto negro-. Aquí están algunas de las cosas que le regaló a mi abuela el señor Guerín.
– A tu abuela… -dijo Nieves Aguilar.
– A Carmela Cruz.
Como los ojos ya le iban obedeciendo a la oscuridad, pudo ver a Safiya depositar el objeto en una mesa y apartar las sillas para que ambas se acercaran. Era una caja rectangular de color negro.
Los pies le hormigueaban debido al frío del suelo. Movió los dedos.
– Es una historia triste pero bonita -dijo Safiya-. Yo le pido a mi madre que me la cuente de vez en cuando, y sé que a ella le gusta contármela. Guerín y mi abuela se conocieron de chavales y se enamoraron. Pero él se marchó del pueblo, como su tío y su primo César, porque le parecía que tenía que conocer el mundo. Vivió en Francia… Regresó muchos años después, pero… Hay cosas que siempre parece que están ahí, ¿verdad? La venganza y el primer amor: dice mi madre que, a veces, esas dos cosas siguen dentro aunque pase mucho tiempo. Mi abuela se había casado ya, había tenido a mi madre y trabajaba en el hostal de su hermana Paca, que se había quedado viuda. Se habían hecho mayores, también Guerín, claro, pero seguían queriéndose. Guerín empezó a trabajar en el hostal para poder verla. En esa época no era como en esta. Nadie hubiese comprendido que una mujer casada y con hijos abandonara a su marido por otro hombre. Además, aunque mi abuela lo quería, era Guerín el que se sentía más… o sea, peor. Se veían todos los días, querían olvidarse y, a la vez, no olvidarse nunca… Mi madre me hacía llorar contándome esto…
La chica había alzado una pierna y apoyado el pie en la mesa. Nieves Aguilar se dio cuenta de que era el tobillo de la ajorca. Casi vio las llaves diminutas colgando del adorno.
De pronto, sin saber por qué, sintió miedo. Pensó que quizá Safiya le estaba mintiendo, que aquella historia de amores eternos era falsa, y que, en realidad, se la contaba para hacerle daño. No es que hubiese sucedido nada que le probase eso, pero le entró resquemor de hallarse así, en aquella casi absoluta oscuridad, junto a una joven desconocida, escasamente vestidas ambas, en un estado que (no quería pensarlo) podría resultar humillante si, por cualquier motivo, la señora Ripio o su hijo las descubrían.
– Luego vino la enfermedad -dijo Safiya-. Era cáncer. Mi abuela murió tras sufrir mucho. El señor Guerín quedó tan destrozado que ya no paró hasta matarse con la bebida. -Se oyó un chasquido. Nieves Aguilar comprendió que la chica había estado manipulando algo mientras tanto, y atribuyó a esa actividad el cambio de tono que había percibido en ella.
Entonces una luz mágica la cegó. Safiya extrajo la pequeña llave y posó el pie en el suelo. Su cuerpo, iluminado ahora por aquel resplandor, aparecía pleno, exacto, sin secretos. A Nieves Aguilar le hubiese abochornado, pero no la miraba: miraba hacia la luz.
– Sobre todo, que no se entere la doña… -Ahora estaba claro que la chica temblaba-. Tiene el sueño muy ligero, y no le gusta nada que curiosee en sus cosas… Si se enterara… no sé qué me haría. Pero yo tengo que trabajar para ella. Mi familia le debe mucho a la doña. Nos ayudó comprando este local, que estaba casi en ruinas… Y en el fondo me quiere. Confía en mí para que le guarde sus bienes, por eso me hizo este llavero. Le tiene pánico a los ladrones…
– ¿Qué es esto?
– Lo que el señor Guerín legó al hostal. La caja la compró en el extranjero…
Parecía de madera negra, quizá de ébano. La tapa, abierta, quedaba vertical mostrando en el dorso una silueta bordada en tela: un gato negro con incrustaciones de bisutería a modo de ojos. La luz provenía de los costados del interior pero también de los bordes de la tapa, en forma de diminutas filas de fluorescentes cuyo brillo provocaba extraños efectos tornasolados en el bordado. Era el objeto más hermoso que jamás había contemplado Nieves Aguilar. Se preguntó por un instante qué diría su padre si pudiese verlo, cómo lo valoraría su experta opinión de joyero. Albergaba fotografías y papeles. Y otra caja, más plana, también negra. Safiya la cogió.
– La señora Ripio dice que don Francisco, el antiguo cura, que era muy amigo de Guerín, tiene otra copia… Es el libro que Guerín escribió tras la muerte de mi abuela. Nunca quiso publicarlo…
– ¿Por qué?
– No lo sé -dijo Safiya y se lo entregó-. No lo he leído. Pero la señora Ripio sí, y dice que nadie debería leerlo.
El jueves por la mañana las nubes oscuras, casi negras, que parecían haberse levantado de la sierra para avanzar hacia el pueblo, hicieron pensar a Quirós que la tormenta estaba cerca. Pocas veces había visto nubes tan ásperas y arrugadas, y tan negras, en increíble contraste con el cielo de verano que las rodeaba, aún resplandeciente y casi dorado.
Mientras se dirigía al ayuntamiento, sacó el móvil de Casella y buscó posibles mensajes. No había nada. El teléfono no había sonado en todo el día, Quirós lo sabía porque lo mantenía encendido. Tampoco el suyo había dado señales de vida: aquel doble silencio no le gustaba.