El hombre es Dios.
En cierto modo, claro. Igual que Dios es hombre. Es decir, a su imagen y semejanza. No exactitud: semejanza. Porque el hombre conoce sus limitaciones y vive con los pies en la tierra. Quien busque en él alguna de esas pamplinas adjudicadas comúnmente a los lunáticos pierde el tiempo. Sin embargo, por propiedad conmutativa, si el hombre es imagen de Dios, Dios es imagen suya. Diáfano, piensa. Este razonamiento no tiene resquicios. A diferencia de esta carretera, que sí los tiene.
El hombre camina por el arcén derecho. No es un error: es que al otro lado se encuentra el barranco. Y, aunque no le atemoriza, le apetece ser precavido. Cuando pasea por la carretera de la sierra, como en este instante, suele escoger el flanco rocoso, que es el más seguro, por mucho que coincida con el costado prohibido para el peatón. Sin embargo, a esas horas del amanecer no hay coches. Es la ventaja de pasear temprano. La desventaja es la oscuridad, pero al hombre no le importa, incluso trabaja con ella. Se siente a salvo en la oscuridad.
También se siente a salvo porque ha tomado ciertas medidas. Muy necesarias, por otra parte, ya que la semana anterior cometió la grave equivocación de creer que podía revelar lo que había aprendido. Ahora se arrepiente, pero el error ya está reparado. Ha pasado gran parte de la noche yendo y viniendo con el todoterreno por la carretera del norte. Lo más difícil fue encontrar la casucha de tejado de zinc; lo más fácil, allanarla. Ahora está cansado, necesita dormir casi por primera vez en toda su vida, pero su satisfacción es tal que ha tenido que celebrarlo dando un paseo a pie antes del amanecer.
Ha sacado al perro a que menee un poco el rabo. Fuc, fuc, lo azuza. El morro húmedo y feo se arrastra por la hierba. No, aquí no se hace, ya te he enseñado, fuc, fuc. Es lunes último de agosto y el perro ha pasado el fin de semana bastante nervioso. El hombre lo atribuye al cambio de tiempo. Los días se acortan, el aire viene viciado de frío, quizá llueva. Todos los perros perciben eso antes que los meteorólogos. En cambio, ¿cuántos de estos últimos son capaces de roer huesos y mear alzando una pata? Vamos, es solo un chiste, que conste. Una broma tonta, ¿entendido? El hombre no suele gastarlas, pero a ratos le entretienen. Nunca se reiría de nadie sin una buena razón, y cuando lo hace, se ríe con inteligencia. Hay que tomarse la risa en serio.
Esto le hace recordar una de las historias que ha leído. Un cura visita en la prisión a un tipo condenado a muerte por el asesinato de varios niños. Cuando el reo está a punto de confesarse, se produce una especie de milagro: una gran luz le permite escapar. El cura lo sigue. Aparecen en una isla tropical, fastuosa, decorada con un encaje de plantas que bordan, incansables, agujas de libélulas y colibríes. Divisan un lago como un espejo y un palacio de mármol con grandes escalinatas y una antena parabólica «como una hostia consagrada». Todo reluce como si fuera nuevo, observa el cura. Se oye música de salsa y varias chicas en tanga bailan en las escalinatas. El presidiario parece saber dónde se encuentra, pero el cura está desconcertado. En el interior aguarda una muchacha de pelo trigueño, rostro moreno y ojos verdosos, rodeada de gatos, que dice llamarse Susej. Y añade que su principal enemigo se llama igual pero leído al revés. El cura comprende quién es en realidad la muchacha, y piensa: Me lo imaginaba hombre. Aprovechando que se halla frente al origen de todo el Mal, le pregunta por la existencia de este. Pero Susej lo que quiere es bailar. El presidiario está bailando ya, todos bailan. El cura descubre que su primera impresión era errónea: el palacio no es tan nuevo, el mobiliario está muy gastado. Este detalle, justo este detalle, es lo que le horroriza. No obstante, se une al baile. Fin.
¿Qué puede significar esa historia? La mente del hombre rebosa buscando interpretaciones. Antes no cavilaba tanto ni se hacía tantas preguntas. Ahora sí, quizá en exceso. La culpa es de las historias, que han abierto en su interior la puerta de los enigmas. El hombre era combustible; las historias, fuego. Y lo peor es que necesita de ellas como de una droga. Se pregunta si habrá terminado otra, y aprieta el paso. Quiere llegar a casa cuanto antes y comprobarlo.
Está amaneciendo: el monte es azul. La claridad llega desde la derecha y por ello ese lado de la sierra sigue en sombras. En el horizonte, el mar se deja despertar.
El hombre ha empezado a tener recuerdos, y eso es síntoma inequívoco de que las historias le perturban.
Nació en un sitio concreto, luego se trasladó a otro sitio concreto porque su padre se divorció de su madre y a su madre le quedó una ridícula pensión que no bastaba para mantenerlos y seguir viviendo en el primer sitio concreto. Bueno, y también porque decidió ir a vivir con sus propios padres. De manera que el hombre pasó su infancia con su madre y sus abuelos maternos. Su madre lo llamaba Cico, a saber por qué, ese no es su verdadero nombre, ni siquiera un diminutivo cariñoso. Pero debemos hacer constar que así lo llamaba su madre. Era hijo único, y por lo tanto hija única, porque de sobra sabe el hombre que los hijos únicos son andróginas y cada padre usa de ellos aquella parte sexual que le corresponde o apetece, sin perjuicio alguno de la contraria. Cico era Cica, hijo e hija, ayudaba a su madre a calentar el agua para los huevos duros y a su abuelo a matar cucarachas.
Ya se encuentra cerca: la sierra desciende, puede avistarse el camino de tierra… Por un momento había perdido la noción del tiempo y el espacio, tanta era la fuerza de los recuerdos. Abre la valla, alcanza el porche. Un destello en sus manos, un llavero. Le gusta vivir bajo llave. Se lava un poco, le pone el desayuno al perro, revisa minuciosamente cada habitación, se asegura de que todo esté en su sitio (la caja de marfil). Luego prepara una cafetera, coge dos cubos limpios de la cocina, llena uno de agua y vuelve a salir.
– Un chico me violó en primaria, durante el recreo. Era muy rubio, de pelo muy largo. Yo no pude impedirlo, era más pequeña y débil que él. Además, su familia tenía más dinero que la mía. Mis padres lo denunciaron, pero la policía no investigó y el director del colegio no hizo nada…
Tenían que barrer la planta baja pero se habían sentado a ver la telenovela en el saloncito. En el momento cumbre -Floriana haciendo aquella terrible confesión-, oyeron un ruido a su espalda. Los dos guardias estaban allí, con sus camisas verdes y sus gorras. Tenían un cuaderno, mencionaron sus nombres, los señalaron con una equis. «Tranquilas -les dijeron-, solo queremos haceros unas cuantas preguntas» Estaban interrogando a todos los chicos del albergue debido a los sucesos del sábado por la noche. Los interrogatorios se desarrollaban en el ayuntamiento, la casa del pueblo, para hacerlos más cómodos. Habían reclutado ya a Mario, Juanma, Mónica y Esteban; también a Igg y Belén, así como a los integrantes del grupo de Borja, salvo a ella.
Era lunes, día de la Luna, le dijo Fernanda, y eso traía mala suerte. Pero Fernanda creía en horóscopos, fantasmas y telenovelas, y ella no. Para ella, los lunes significaban tan solo actividad frenética, ser la primera en la cola de la ducha, tener unas ganas locas de bajar a la playa.
– No sé qué coño estamos haciendo aquí, tía… -Fernanda envolvía las palabras en chicle y las lanzaba al aire-. ¿Tenemos que pagar el pato por lo que esos cabrones hicieron…? Todavía tú, que te juntas con ellos… No digo que te guste lo que hacen, digo que te juntas…
Tina había apagado su discman para escucharla. También para mirarla, porque a veces necesitaba de los oídos para mirar. Fernanda y sus rizos negros, ahora alquitranados por la ducha reciente. Fernanda y su figura sobrada de grasa como la de ella, pero mejor distribuida.
– Estoy hasta el culo de esos fachas gilipollas… Se creen algo porque sus padres tienen pasta. Dice Chester que el suyo viene de una dinastía de reyes franceses. Sí, pura raza…
El pasillo donde esperaban tenía dos divanes enfrentados. En uno se sentaba Fernanda, en el otro Juanma y ella. Solo quedaban ellos tres, estaban interrogando a Mario. Pronto le tocaría a ella, pero ya no estaba tan nerviosa como al principio. Mónica y Esteban habían salido casi felices. Era como los exámenes, unas cuantas preguntas y a casa. Claro que ni Mónica ni Esteban pertenecían al grupo, y ella sí.
– Lo que no entiendo -dijo Fernanda- es por qué vas con ellos si no estás de acuerdo con lo que hacen. Perdona, pero no lo entiendo…
Se encogió de hombros.
La puerta de los interrogatorios seguía cerrada.
Ella no iba a decir nada, eso por descontado. Aunque la torturaran, aunque la obligaran a regresar a casa y aguantar la murga de su tía y al no menos paliza de su tío el arqueólogo, que se encontraba en algún lugar del Adriático y soñaba con rescatar un barco cargado de oro, o al Craso, un profesor de su instituto apodado así por su costumbre: «Craso error -decía-, muy craso, señorita Serrano».
No iba a delatarlos, antes la muerte. Pese a todo, reconocía que ese año se habían pasado. Chester, Nuño y Bravo estaban arrestados por herir a varios africanos. La Maestra y Goyo habían huido. Se ignoraba el paradero de Borja y Paz, pero el rumor más fidedigno afirmaba que los estaban interrogando en otro lugar. Por muy menores de edad que fuesen, el futuro no pintaba nada bien para ellos.
Tenía que demostrarles que era de fiar. Sobre todo, demostrárselo a él . Era algo que solo se podía hacer, no decir. Todo escolar conoce el ritual de la confianza: consiste en hacer lo correcto cuando debe hacerse. Solo entonces llega el veredicto: Eres de fiar, te dicen. La confianza nunca se demuestra con palabras. Hubiese sido inútil que les dijera un millón de veces que no pensaba hablar: tenía que hacerlo. Tenía que no hablar. Lo contrario sería craso error. Muy craso.
La Puerta del Destino se abrió, temblaron las mazmorras de palacio, salió Mario bizqueando, liberado, con rostro de alma que sube al cielo envuelta en luz.
– Todo bien, tranqui -les dijo aprovechando que el guardia de turno hacía pasar a Juanma-. No te interroga la Guardia Civil, sino un tío de paisano, muy flaco…
– No te enrolles -cortó Fernanda- y dinos qué te han preguntado…
– Es lo curioso, porque…
Pero el carcelero de la gorra verde ya llegaba. Fernanda hizo como que se despedía de Mario hasta nunca más. Tina captó el truco.
– Dice que le han preguntado por una chica que estuvo en el albergue… -le sopló Fernanda al oído cuando Mario se alejó-. Esa que me dijiste que había desaparecido… Yo alucino. ¿Qué tenemos que ver con ella?