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– El abad de San Zeno -leyó ella desde la cama.

– En fin, ahí se lo dejo. Usted es la que entiende.

– Gracias, pero no tendría que haberse molestado… -Estaba fascinada con su enorme espalda. Quirós olía a colonia a granel; ella (y sus sábanas) a sudor.

– No es molestia. Luego vendrá la camarera a ver si necesita algo… Y la señora Ripio le hará mañana una sopa de arroz. Yo volveré al mediodía…

– Espere.

Tenía que preguntarlo, aunque no sabía cómo. Estaba inmersa en una sensación de completa irrealidad, como si participara en unas pruebas para interpretar un papel. El guión la obligaba a hacer una pregunta absurda: ¿Está usted muerto? Pero había cosas que recordaba claramente: los puños hundiéndose en el cuerpo de Quirós, y quizá también las navajas. Es cierto que todo había sucedido muy rápido y ella estaba borracha, pero aun así creía haberlo visto. Y ahora se percataba, además, de otro detalle sospechoso: aquella chaqueta no era la que él llevaba siempre, de color crema, sino una de color azul, más vieja.

– Déjeme verle -exigió.

Él se había puesto de pie. En ese momento giró hacia ella.

– Señora…

– Quítese el sombrero y las gafas.

– No me ha pasado nada…

– Quíteselos, por favor.

Pensó algo extraño: Qué avaro, quiere quedarse para él solo con todo el dolor…

– No me han hecho nada -insistía Quirós. Se quitó las gafas, pero no el sombrero-. Un par de cardenales… Eran casi niños… No llore… ¡No llore, caramba! -Hizo un gesto brusco, se marchó.

Regresó al anochecer. Ella estaba más tranquila. Creía haberse acostumbrado ya a las hebras y costras color lirio que puntuaban el rostro de Quirós. Se equivocaba. Volvió a llorar de forma subrepticia. Pensó en un símbolo que las monjas de su infancia le habían mostrado en el colegio: la lujuria, tuerta, tullida, tartamuda, coloreada como una sirena solo a ojos de quienes caen en tentación.

– ¿Ha ido a la policía?

– No he necesitado ni ir a una clínica a que me den puntos -dijo Quirós-. Vamos, por favor…

– Le hirieron con navajas…

– No, qué va.

Está mintiendo, pensó ella. ¡Quítese la chaqueta!, quería ordenarle. ¡Está usted muerto!, le diría. ¡Mire esas heridas abiertas, mire la sangre! Pero lo que dijo fue:

– Debí haberle ayudado.

– Por Dios, ¿qué iba a hacer? Usted no podía…

– Estaba borracha…

– Vamos, no diga eso… Además, me ayudó aunque no lo crea… Al aparecer usted, esos cobardes salieron por pies, ¿no lo recuerda? -Ella sacudió la cabeza. No recordaba nada, salvo los sueños-. No se preocupe más. He venido a darle una buena noticia. Mañana lunes viene un especialista…

– No lo necesito.

– No, no. Me refiero a… Ya sabe, a lo de Soledad. Es inspector de policía, un profesional con experiencia… Él se encargará de buscarla. Seguro que dentro de poco…

Ella se quedó mirándolo sin contestar.

Después escuchó el mar y supo que Quirós se había ido. La sed la abrasaba, pero solo bebió unos cuantos sorbos de suero. Tenía un sabor dulzón y denso de sirope que no dejaba de resultarle agrada ble. Se levantó y fue al baño. En el espejo contempló su rostro perfilado por la delgadez, los ojos como abalorios sueltos, la sobrefaz del sudor. Se vio enferma y solitaria, como arrojada desde kilómetros de altura a aquel cuartucho de hostal. Regresó a la cama y cogió el teléfono. Por favor, nunca te lo he rogado, pensó. Nunca lo he necesitado tanto como ahora. Por lo que más quieras, aunque eso que mas quieras no sea yo.

Dos timbres, tres. Su voz en el contestador automático. Decidió no dejar ningún mensaje. No quería regalarle, para su solaz, unas cuantas palabras quejumbrosas.

La verdad, temible, purificadora.

La desconocida del fular rojo que retiró la mano de su hombro en aquella exposición (¿era sobre Arnold Böcklin?) cuando ella se acercó; el hueco de silencio que obtuvo al contestar al teléfono cierta vez; los viajes imprevistos de fin de semana, las reuniones tardías que se prolongaban hasta la madrugada… Todo eso era la verdad.

Es mejor así, se dijo. Ahora te conozco, por fin te conozco, ya sé cómo eres.

Luego,,se arrepintió de aquellos pensamientos. Quizá le haya pasado algo. Quizá él también esté enfermo…

Se durmió llorando. Soñó con un hombre a quien no conocía.

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