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El hombre está leyendo en la madrugada, las piernas tendidas sobre la mesa. Hay un televisor encendido, columnas de libros, un perro a sus pies, un gallo que canta a lo lejos. Por lo demás, silencio. Su albornoz está abierto y su vara yace entre los muslos en estado medio flácido o medio tieso, depende de lo optimistas o pesimistas que seamos. Una lámpara con la pantalla ladeada ilumina el contorno de su rostro.

Ha estado leyendo toda la noche. Las nuevas historias son, incluso, mejores que las anteriores. Se está superando, piensa. Es increíble el piélago de sensaciones y enigmas que le transmiten. Está llegando al final de otra. Increíble.

Hace una pausa. No porque necesite descansar sino para preguntarse cosas. Las horas próximas al alba, con el mundo subsumido en la conciencia, son apropiadas para los enigmas. Y las historias azuzan su entendimiento, desafían su razón con renovadas dudas. El hombre ya alcanzó una conclusión importante días atrás: no es preciso enloquecer para satisfacer el deseo. Saber esto le hizo bajar la guardia y se propuso dejar rastros, revelar al mundo su hallazgo. Pero se arrepiente. Las nuevas lecturas precisan tiempo para ser asimiladas, y no dispondrá de él si revela la verdad demasiado pronto. Debe aguardar.

Surgen otras preguntas. ¿Somos responsables por desear lo bueno o lo malo? ¿O por hacer realidad un deseo bueno o malo?

Para intentar dar respuesta a tan arduas cuestiones, se levanta y pasea con las manos en los bolsillos del albornoz abierto. Veamos, dice. Vamos a emplear la mayéutica socrática. La primera conclusión incuestionable es que todo lo que deseamos está en nuestra fantasía. En segundo lugar, la fantasía existe, igual que el deseo, lo cual es otra conclusión obvia. Pero hagámonos esta pregunta: la fantasía, ¿es consciente o inconsciente? ¿Podemos decidir cómo fantasear, planearlo con antelación, elegir lo que soñaremos? ¿Interviene en ello nuestra voluntad?

Un rotundo no. No sabemos por qué imaginamos todo lo que imaginamos, dónde está el origen, los límites. Se trata de una actividad en gran parte involuntaria, como los sueños.

Otra pregunta: la fantasía, ¿pertenece a la realidad? Intentaremos contestar haciendo uso de las respuestas que ya conocemos. Si no fuera así, no existiría. Pero hemos decidido que existe. Por lo tanto, mediante un razonamiento no excesivamente sencillo, o lo bastante complejo para que solo una mente despierta pueda abarcarlo en su conjunto, concluiremos que la fantasía pertenece a la realidad.

En resumen, fantasías y deseos existen, son inconscientes, reales. De lo que resulta: 1) Tener deseos no es nuestra responsabilidad, porque son involuntarios, y 2) Hacerlos reales es obvio, porque ya lo son. Por tanto, llevar a cabo nuestras fantasías, o hacer realidad nuestros deseos, es una perogrullada. Por el simple hecho de que existen se obtiene la satisfacción. Yo deseo y consigo. Sin culpas. Sin responsabilidades.

El hombre ha llegado a una conclusión de excepcional importancia que anula las leyes vigentes o pasadas, los estatutos, códigos, castigos, religiones, éticas. Y ha sido así, de repente, a las 5.05 de este domingo de agosto.

Ahora sale un momento. Se va al baño a hacer pis. Hasta alguien como él necesita entregarse a tal actividad de vez en cuando. Luego duda sobre si acercarse al cobertizo, solo para comprobar que las cosas marchan bien. Está algo intranquilo. Pero decide que, precisamente por eso, pospondrá la visita: la intranquilidad le agrada. En cierto modo, claro.

Al regresar al salón se asegura de que el ángel sigue en el sofá sosteniendo la caja de marfil.

Hubo un momento en que llegó a creer que se había portado bien, pero era debido a que no recordaba. Es preciso tener recuerdos para tener culpas, se contó a sí misma luego. Los recuerdos adoptaban la forma de imágenes con sonido. Se veía extendiendo las manos como una ciega y gritando con una voz que no parecía pertenecerle: «¡Por Dios, mírese, su chaqueta está manchada de sangre! ¿Es que no piensa hacer nada?». Y él, un animal terco, dándole la espalda y tambaleándose en la calle solitaria (todo el mundo en la maldita fiesta, sin duda) mientras preguntaba: «¿Usted lo vio caer?». «¡Deje su sombrero en paz!», le rogaba ella. Aquella absurda escena se repetía una y otra vez. De repente él había dicho: «Ah, aquí». Y, al erguirse, parecía haber tomado ese trozo de tarta que hace crecer a Alicia.

Entonces -no supo cómo- surgió una pared. Mejor dicho, cuatro. No recordaba haberse introducido entre ellas por su propio pie. Quizá alguien la había llevado en brazos con la misma facilidad con que su madre la transportaba tiempo atrás atada al pezón. Se hallaba sentada sobre una cornisa blanda cubriéndose el pubis con una mano y sonriendo frente al reloj digital. Completamente desnuda, por otra parte. Todo a su alrededor le avergonzaba: su cuerpo sin ropa, la ropa en el suelo. Por fortuna, ya estaba sobria. Decidió levantarse.

En ese instante me encontré cabeza abajo viéndolo todo al revés, flotando sobre un caldero que tenía forma de luna, y en el que empecé a vaciarme, a derramar saliva, a expulsar ácido, sé contó a sí misma luego. Recordó aquel plato de abadejo que comió con Pablo y que le sentó tan mal. Y eso no fue lo peor: porque su vientre hizo restallar el látigo y ella, un animal domado, apenas llegó a tiempo de posarse en el retrete. Luego tuvo frío, se encogió bajo las sábanas con el sudor rodeándola como una crisálida, se murió.

Oyó unos golpecitos. La luz le quemaba los ojos.

– Soy Quirós -dijo la puerta.

– Tengo que levantarme -murmuró ella.

– Soy Quirós -repitió la puerta. Sí, señor, respondió ella en silencio. Sus ojos estaban abiertos pero solo distinguía las vetas de madera de la mesilla de noche. Estaba inmersa en aquellas vetas como un comején hambriento-. ¿Oiga?

– Sí, deme… Grande, muy grande, no importa… Intentaré ganar, de verdad. Intentaré ganar.

– ¿Se siente bien? -

Un poco mal.

Luego comprendió que aquella declaración no significaba nada y que debía agregar algo si deseaba ser entendida. Miserable, por ejemplo. Ella había presenciado las pruebas de casting para el musical de Los Miserables . La había llevado Pablo, que tenía que escribir sobre eso. La puerta respiraba.

– Algo me cayó mal ayer, perdone -dijo, comprendiendo que la realidad no era la butaca negra desde la que asistía a aquellas pruebas.

Cerró los ojos y volvió a ver el velo. Pero esta vez ocultaba algo. No bailaba: se retorcía morosamente sobre la tarima de la clase, un espacio estrecho formado por tablas anaranjadas. Entonces el velo descendió revelando el cuerpo de la muchacha, que se encontraba de espaldas y miraba hacia las tablas. O no: estaba escribiendo. Se acercó para ver lo que escribía, pero la muchacha se levantó inesperadamente, bajó de la tarima y huyó. Espera, le dijo.

Corrió por pasillos atestados de gente que también corría. ¡Rápido, rápido! Salió al exterior, era de noche. La muchacha le llevaba mucha ventaja. Iba desnuda, salvo el colgante de estrella. Pero eso no era obsceno, se dijo, porque se trataba de una niña: los pechos eran simples dibujos; el pubis no tenía pelo; el útero era blanco e incapaz de engendrar. Ella corría tras la niña en medio del bosque. Por suerte, el velo la ayudaba a no perderla de vista. En el bosque había sillas, sofás de piel, divanes y camas, todos quietos e invitadores bajo la noche. También cámaras, la actriz era ella. O las dos: la niña, que era hija de un empresario despiadado y se llamaba Alice, y ella, que se llamaba Hiedra. La niña corría para alcanzar una estrella que iba delante. Nunca había tenido relaciones íntimas con aquella niña, lo juraba sobre la Biblia.

El velo y la estrella se apagaron.

Escuchó unas cuantas palabras; vio una mano enorme colocando una bolsa en su cabeza. No: en la mesilla de noche.

– Le he traído esto de la farmacia. No pude venir antes… Tuve que encontrar una de guardia… Hoy domingo…

Otra cosa era el pudor, que nunca enfermaba. Pensó en las zonas de su carne que podían quedar a la vista y procuró taparlas. Estaba hecha una piltrafa, pero seguía siendo una piltrafa moral.

– Beba solo esto. En la farmacia me han dicho que es lo único… No agua… Y no coma nada.

– Manzanas -murmuró ella-. Arroz.

– Nada. -La voz era inflexible-. Nada durante un día.

Le escocía el… esfínter, así se llamaba. Se puso bocabajo. Descubrió que era una postura muy desagradable. No podía pensar en comida. La simple idea de ensaladilla rusa le repugnaba. ¿Se iba a morir? Tenía la vaga idea de que ciertas intoxicaciones con alimentos eran muy peligrosas. Quiso ir al baño, pero debía esperar a que él se marchara. No, no podía esperar. Abrió los ojos. Estaba sola.

Cuando regresó del baño recordó vagamente que Quirós había muerto.

Durante un rato, ya acostada, se aturdió con esta y otras posibilidades. Por ejemplo, que hubiese sido ella la que había recibido la paliza a través del cuerpo de Quirós. No en lugar de sino a través de, como si Quirós fuese un témpano y la enfriase a ella por simple contacto. O que aquella habitación fuese el purgatorio (ella no se merecía el infierno) y a él lo hubiesen condenado a ayudarla y a ella a soportar sus idas y venidas. O bien que solo fuera él quien estuviera muerto y la visitara como los sueños a las conciencias culpables.

Atardecía. Sentía calor. El azul del sol entraba por la ventana (porque el sol siempre es azul para los enfermos, se decía). Se destapó. Pero oyó la puerta y volvió a taparse. Quirós entró de perfil, con el sombrero ladeado. De sus inmensas manos colgaban varias bolsas.

– La señora Ripio me ha dejado una copia de la llave… Es para que usted no… Espero que no le importe.

– Al contrario -murmuró ella. Su presencia le daba miedo. ¿Por qué estaba allí? ¿Cuáles eran sus intenciones? Se cubrió la cabeza con la sábana.

– ¿Cómo se siente?

– Mejor.

– Encontré una tienda abierta… Le he traído algo de comida, pero para mañana: jamón de York, manzanas, yogures. Le dejaré uno o dos yogures y el resto los guardará la señora Ripio en el frigorífico…

Se asomó tímidamente por el borde de la sábana y vio a Quirós agachado, de espaldas, manipulando algo. Su chaqueta tenía un descosido a la altura del hombro.

– Revistas de cotilleos… No sé si a usted… Bueno, aquí están. Lo de los libros es otro cantar. No hay ni una sola librería en todo el pueblo, y hoy domingo ya comprenderá… La señora Ripio me ha prestado uno. Se titula El… El abad…

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