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– ¿Y qué le preguntó ella, padre?

– Nada. Me pidió que le contara cosas sobre Manolo. Fui yo quien le pregunté a ella. Me dijo que era madrileña, que estaba aquí de vacaciones con otras amigas, que lo que más le gustaba era la lectura y que se había puesto muy contenta de descubrir a un autor del que no había oído hablar a nadie en su colegio, ni siquiera a ti. Entonces te mencionó. Por eso, al oírte hace un rato, comprendí que podías ser tú la profesora de la que me había hablado. Dijo que eras su amiga. Tuve que hacerle muchas preguntas para que me dijera todo esto. Parecía bastante tímida. Al mismo tiempo, también muy segura de sí misma. Recuerdo que pensé, no sé por qué, que sus padres debían de ser ricos.

– ¿Y usted le habló sobre Manuel Guerín?

– Sí.

– ¿Podría decirme qué le contó?

El padre Sebastián Toro parecía, de repente, ensimismado, como si hubiese advertido algo en la habitación, un objeto a la vista pero no demasiado agradable, y lo estuviera mirando con fijeza.

– Poca cosa, hija. Le dije que Guerín y yo nos habíamos conocido el último año de su vida. Por entonces ya estaba muy envejecido. Tenía solo sesenta y pico de edad, pero aparentaba más. Nunca fue muy creyente, pero fue amigo de don Francisco y se hizo, también, un poco amigo mío. Le gustaban los curas «como a todos los buenos ateos», me decía. Su pasión por la literatura venía de familia: su tío abuelo Alejandro había sido poeta, y, vamos a decirlo, tan aficionado al alcohol como él… Ni su tío ni él llegaron a ser escritores célebres, pero en Roquedal se les estima mucho. Guerín amaba a su pueblo. ¿Tienes calor? ¿Estás cómoda? ¿Estás bien?

– Sí, padre, gracias.

– Vuelvo a decírtelo: si quieres un café, unas galletas, o…

– De verdad que no, ahora iré a almorzar, padre.

El cura desvió la vista hacia la claridad del cristal de la puerta. Era un hombre grueso, moreno, calvo. Su vientre curvaba la sotana.

– Manolo Guerín era un ermitaño. Vivía en una casa que él mismo había construido aprovechando un viejo almacén de pescadores, más allá de la torre árabe. Ahora quieren echarla abajo. Fue siempre un luchador. Se ganó la vida trabajando en muchas cosas, entre ellas en el hostal de doña Paca, ahora de la señora Ripio. Tuvo una hermana retrasada a la que quiso con locura. Se le conocen muchos romances, pero ninguno como el que mantuvo con Carmela Cruz, la hermana de Paca. Dicen que no podían vivir el uno sin el otro, y Guerín lo demostró, porque cuando Carmela murió de cáncer él empezó a hundirse. Antes ya bebía, pero a partir de aquel momento no paraba hasta caer borracho en la playa cada mañana. Últimamente trabajaba de guía turístico para el ayuntamiento y publicaba libros de cuentos y leyendas sobre el pueblo. Le gustaba lo auténtico. Su obsesión era la verdad de las cosas. Opinaba que su pueblo, que todos los pueblos, están adulterados. «Mire lo que han hecho con Roquedal», decía. Se lamentaba de que las tradiciones más profundas, los ritos más ancestrales, hubiesen derivado en esta hipocresía, este artificio… Sin ir más lejos, mañana se celebra el Día de la Solidaridad… Una fiesta absurda. Una excusa de la alcaldía para que chicos como los del albergue del danés se desfoguen, se emborrachen y se vayan a la playa a vomitar. Hoy todo es igual. Campañas de concienciación, apoyo a los inmigrantes, defensa de… Lo único que todo eso tiene de bueno o de noble es el nombre. No hay mas que ver los municipios de alrededor: los cerdos de la droga vendiendo su veneno en las discotecas, los perros de la especulación queriendo apropiarse de la sierra, los jabalíes de la juventud, unos de un bando y otros de otro, enfrentándose entre sí… Así son nuestros pueblos… -Un ruido brusco de cañerías, grifos o duchas, le hizo interrumpirse-. ¿De qué te hablaba?

– De Manuel Guerín. De lo que usted le contó a Soledad.

– Somos muertos hablando de otros muertos.

Tras aquella frase, el padre Sebastián Toro se sumió en un largo silencio. De repente, con un crujido de exhumación, el armario se abrió solo. No fue nada: a los muebles viejos les da, a veces, por tales sustos. Pero Nieves Aguilar, que tenía los nervios de punta, tuvo que reprimirse para no saltar.

– Hay un mal -dijo armónicamente el padre Toro con voz tan dulce que ella creyó no haberle entendido-. Hay muchos, pero sobre todo uno, y es peor de lo que podríamos imaginar. Está aquí, en este pueblo, escondido dentro de la complejidad de las cosas, aparentemente diminuto, casi invisible…

– ¿Qué es, padre? -preguntó, casi sin aliento, Nieves Aguilar.

– Dios lo sabrá. O el diablo. Yo no lo sé. Solo sé que cada vez que lo noto, cada vez que lo venteo, me pone la carne de gallina como si tuviese fiebre… -Dentro del armario se veían vestiduras sacerdotales. El ventilador las animaba. Se movían colgadas de sus ganchos, ondulaban. De pronto algo perdió fuerzas y finalizó. Nieves Aguilar contempló el ventilador quieto-. La luz -dijo el padre Toro-. Ha vuelto a irse. Es la fiesta de mañana, que se lo come todo. ¿Eres realmente madrileña, hija? Tienes la piel tan blanca… Pareces nórdica. Aquí vienen muchos escandinavos…

– Soy de Madrid. -La ausencia del consuelo monótono del ventilador había situado a Nieves Aguilar, de alguna forma, en un estado próximo a la desesperación-. Padre, ¿le dijo algo más a Soledad que…?

– Le presté libros.

– ¿Qué libros?

– Supongo que los que le faltaban de Manolo. Ella estuvo mirando en la caja de cartón, donde don Francisco guardaba todos los libros que Guerín le había dejado. Me dio pena la chiquilla y le dije que se llevara los que quisiera, pero que tendría que devolverlos… No sé por qué pensé que era una niña muy rica. Por eso quise prestarle algo, porque a mí todos los ricos me parecen pobres.

– ¿Podría ver esa caja, padre?

– Ahora está vacía. Se los llevó casi todos, y los que quedaron los puse en las estanterías. No me gusta la literatura, solo leo cosas sobre la naturaleza: las flores, en particular… A mí la naturaleza me interesa por encima de todo. El hombre es como el plástico, un invento moderno… Pero… -El padre Sebastián Toro se levantó, salió de la habitación, entró con un libro, se lo entregó-. He encontrado uno. Son poemas. Si te lo vas a llevar, déjame apuntarlo. Siempre anoto la fecha de las cosas que presto.

Nieves Aguilar se lo agradeció, y mientras lo guardaba en el bolso se le ocurrió hacer una pregunta que consideraba obvia.

– Por supuesto que la apunté también. -El padre Toro salió de nuevo, regresó hojeando un cuaderno, leyó una fecha en voz alta. Soledad lo visitó cuatro días antes de llamarme, calculó ella.

– Si se acordara usted -murmuró, trémula- del título de los libros que le prestó…

– Eran cuentos, creo… Ediciones del ayuntamiento, o de esas que uno mismo hace imprimir… Guerín no publicó gran cosa. Pero lo miraré más despacio. Si puedo, el lunes hablaré con un concejal para que te consigan ejemplares… ¿Y dices que un detective está investigando su desaparición?

De repente Nieves Aguilar se entregó al llanto.

Le pareció que lloraba mucho tiempo sin que nadie la consolara, la cabeza inclinada hacia delante, las manos aferradas al bolso.

9

Sueño había aparecido en lo alto de una colina, cimero, luminoso. Quirós trepaba a toda prisa mientras el perro lo contemplaba con ojos conmiserativos y azules. Era una mirada extraña que, a no dudar, quería decir algo: Nunca me atraparás. O más extraño aún: Es mejor para ti que nunca me atrapes. Despertó apretando un burujo de sábanas. Era sábado. Su reloj se había parado pero, a juzgar por la luz, no debían de ser aún las ocho. La ventana seguía trabada. Encajó el picaporte, forcejeó. Luego lo dejó estar. Se sentía deprimido, quizá tenía la tensión baja.

En la terraza, el chico acababa de instalar tres o cuatro mesas entre bostezos. Quirós desayunó a solas, abrevando los pulmones de aire de mar. Luego sacó el teléfono y pulsó un número. Le habían dicho cuándo podía llamar para recibir respuesta.

– Tras la muerte de su madre tuvo una época de pesadillas -dijo don Julián-. Sus gritos me despertaban, y al entrar en la habitación la encontraba de cara a la pared, como si la pared pudiera protegerla mejor que yo. La abrazaba y su corazón me golpeaba el pecho: bum, bum… Me parecía tener dos corazones. Entonces me contaba que todo le daba miedo: la lámpara en forma de cisne, su ropa doblada sobre la silla, su muñeca… Creía que los muebles crujían por una especie de mecanismo de poleas. Yo la abrazaba hasta que volvía a dormirse, pero, sobre todo, a callarse. Ahora me he puesto a recordar esos momentos. Dice mi hijo el físico que la luz de ciertas estrellas nos llega cuando ya han desaparecido. Hazte idea, Quirós: una luz del pasado. A mí ahora me visita esa luz. Y me pregunto si mi luz llegará a ella algún día. Mi hermano, el obispo, afirma que el amor de Dios es un espejo que se refleja en otro. ¿Sigues ahí, Quirós?

– Sí, señor -dijo Quirós.

– Recuerdo hasta el nombre de la doctora que le hizo pruebas psicológicas: la doctora Reuben, de Valdelosa. Me dijo que era inteligentísima pero demasiado imaginativa. Y Cevallos, su guía, lo mismo. También le encontraron una deficiencia de magnesio, como a su madre. Es un problema hereditario: a su madre le daban calambres y se quedaba inmóvil. Nadie lo sabía salvo yo. Con ella no nos pasó, por fortuna. Pero siempre fue una niña difícil. Todo esto te lo cuento porque a alguien tengo que decírselo, y sé que a ti puedo decirte cualquier cosa, Quirós.

– Sí, don Julián.

Las interferencias eran humo: a veces Quirós no veía bien las palabras de don Julián; otras, las perdía por completo.

– Por otra parte… Estoy a la espera de que Correa me llame. Creo que hemos encontrado al hombre ideal para que se encargue de todo. Es inspector de la brigada de desaparecidos, un tipo de fiar. En el ministerio me han dicho que trabaja con discreción, que es lo que importa. Tienes aún el colgante, ¿verdad?

– Sí, señor.

– Pues se lo entregarás a él, y solo a él. Ya te avisaré cuando llegue al pueblo. -Quirós sentía frío en la cabeza. Se puso el sombrero durante la pausa-. Ahora dime, Quirós. No te quedes con nada por dentro. Dime.

Quirós no tenía nada por dentro. Contemplaba el escaparate de una pequeña tienda para turistas enfrente del hostal, en la cuesta que llevaba a la playa La cinta del sujetador de un bikini se había desprendido de la percha y le daban ganas de romper el cristal y colocarla en su sitio.

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