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Desearía morir, pensó alegremente Tina mientras se dirigía a la Nada. Los chuzos de luz del mediodía cosían sus párpados con alambres de oro y la música le perforaba los tímpanos. Era uno de esos días felices en que nada muy malo había ocurrido. Había despertado con dolor de cabeza tras pasar toda la noche soñando que estaba encerrada en un armario ropero, incluso recordaba haber olido el gore -tex húmedo de un anorak colgado sobre ella. La puerta tenía una rendija blanca por la que podía escapar, pero cuando tendía la mano la rendija desaparecía. Era un sueño sin importancia al que ya estaba habituada. La realidad resultó mejor: aquella mañana le tocaba fregar el primer piso, pero Fernanda, su compañera de cuarto, se ofreció a sustituirla a cambio de que ella lo hiciera a la mañana siguiente, que era el sábado de la fiesta. Trato hecho, dijo. Así aprovecharía para ir a la Nada, donde estarían reunidos los demás.

Dejó atrás el espigón y buscó un camino entre las rocas. Era un día precioso, rutilante. Los días así, Tina quería morirse. Le sucedía desde niña, era un placer tan viejo como morderse los padrastros, comer chocolate o aguantar las ganas de ir al retrete, pero mucho más difícil de explicar. No eran deseos de estar muerta sino de morir: desvanecerse contemplando el cielo o la cabellera nórdica del mar. Quien te entienda…, solía decirle su tía. Pero claro está que sus tíos no la entendían. Ni ella misma se entendía en ocasiones.

Divisó las rocas de la Nada y se abrió de piernas para comenzar la ascensión. Arriba graznaban pájaros que, si no eran gaviotas, Tina no tenía ni puta idea de lo que podían ser. El sol provocaba que su sombra caminara siempre delante de ella. ¿Por qué llamaban la Nada a aquel grupo de peñascos? No lo sabía. Era un nombre al que te acostumbrabas, como decir «mar» o «albergue». Suponía que se debía a que allí no iba a nadie, salvo Borja y el grupo. Ningún bañista, ni huésped, ni autoridad.

Los auriculares enmudecieron al final de una canción y en ese bache de silencio oyó:

– Si te mueves un pelo te capo. ¿Me has oído? Solo con que respires. Con que tiembles… ¡Ah, te has movido! ¡Te estás moviendo, capullo!

Una roca más resbaladiza que las anteriores la obligó a apoyar las manos. Llegó a la cima tras separar las piernas como un compás, todo lo que daban de sí su juventud (mucha) y agilidad (no mucha). Hacía viento y algo de frío. Menos mal que se había puesto la camiseta y los vaqueros encima del traje de baño. Ya podía verles: estaban todos. Paz, la, que más reía, era la única que se encontraba de pie. Al lado se hallaba Chester. Fueron los primeros en percatarse de ella. Se quedó quieta con los ojos muy abiertos, los piercings , collares, anillos y el pelo naranja encendidos de sol, como si fuera ella la sorprendida, como si ellos hubiesen irrumpido sin llamar mientras se enjabonaba los pechos en la ducha.

– Es Tina -dijo Goyo.

Su nombre era la llave para acceder a la Nada. Los demás giraron las cabezas como puertas. Borja no se volvió en ese momento.

Luego sí, pero fugazmente, y ni siquiera la miró a los ojos, pese a que ella sabía que sus ojos sí valían la pena, o al menos eran dignos de que él los mirara. Sin embargo, estaban en paz: él no la miraba y ella no le hablaba. Ella estaba allí por él y él por Paz.

– Hola, Tina -dijo Borja.

– Hola.

Tuvo la impresión de que habría podido responder cualquier otra cosa, algo absurdo, por ejemplo: «Párpados cosidos», sin que nadie, y menos Borja, le preguntara qué había querido decir. Su llegada no les estorbaba pero tampoco les importaba. Un segundo después continuaron enfrascados en sus cosas. Están sorteando, se dijo. Vio a Nuño agitar la pequeña bolsa con las bolas del ábaco e introducir la mano hasta la muñequera de cuero. Tina se quedó mirando aquella muñequera.

– Te has movido, cabrón -siguió diciendo Chester. Estaba un poco apartado del grupo, encorvado por completo, como si se contemplara el ombligo-. Hostia, ¿dónde tiene un cangrejo los cojones?

– Qué soplapollas eres, Chester -dijo Elisa, la Maestra, que llevaba gafas-. Deja en paz al puto cangrejo.

– A mí me mola lo que hace. -Paz alzó una pierna larga, como de flamenco, apoyando el pie en la Maestra. Paz Huertas, la hija del pescadera, pensó Tina, la única oriunda del pueblo. Paz, la Boca Devoradora. Tina no la veía tan divina como el mundo dictaminaba: es verdad que su cuerpo alto y modelado podía resultar magnético incluso para una chica, pero su rostro era demasiado vulgar. ¿Es que nadie se daba cuenta? Solo la divinizaba el hecho de ser de Borja. Los que son casi perfectos se perfeccionan del todo. Tened y se os dará.

Nuño había sacado una bolita roja. Le pasó la bolsa a Borja, que dejó el canuto en la comisura para cogerla Chester lanzó una moneda al aire: grande, plana, roja. Aterrizó en la Maestra, que chilló y se alejó corriendo y azotándose la espalda, como si le hubiesen arrojado un escorpión. Pero era el cangrejo.

Borja había sacado una negra. Tina casi pudo sentir cómo lo envidiaban todos. ¿Qué piensan hacer esta vez?, se preguntaba con cierta ansiedad. Los años anteriores se habían limitado a las pintadas y los regalitos, sabía que nunca llegaban a más. Pero ese verano, sobre todo desde que se habían incorporado los nuevos amigos del Sieg Heil las cosas eran distintas. Habían repartido anónimos por todo el pueblo. Algo se cocía.

– ¿Os acordáis de la sueca calentona del año pasado? -dijo Chester al recibir la bolsa y el porro.

– ¿La que querías follarte, tronco? -Le palmeó Goyo un muslo. Tina sí se acordaba: se llamaba Anja pero la llamaban «Ancha». Estaba buena pero era bajita y algo cuadrada. Iba de atleta y mochilera.

– Decía que podía saber qué bola te iba a tocar con una fórmula de su viejo, que era profesor de matracas.

– Ahora te tocará la roja -afirmó Goyo con los ojos cerrados.

– Por creer capulladas -añadió Paz.

Curiosamente, pensaba Tina, Ancha también se había marchado un día de repente, sin avisar, igual que Soledad.

Nieves Aguilar se sintió mejor nada mas entrar. No es que el edificio le gustara: se trataba de una construcción moderna de paredes sobrias, sin atractivo, pese al nicho color turquesa que cobijaba la figura de la Virgen y la gran cruz de madera del altar. Aun así, el interior se le antojaba protector. Era como penetrar en la misma iglesia de la infancia. Porque las iglesias conservan los recuerdos en cajas cerradas: las mismas velas ardiendo, idénticos colores, estatuas intemporales.

Escogió un banco del fondo y se dibujó la señal de la cruz mientras dejaba caer las rodillas en la madera. Una sombra, en misteriosa simetría, se incorporó dejando un espacio libre en el costado de un confesionario. Nadie lo ocupaba. Lo pensó un instante y se dirigió allí. Antes de entrar en contacto con el oído de la oscuridad estiró las solapas de su camisa y los bordes de sus pantalones color caqui y se subió los calcetines. Luego comprobó que su pelo seguía sujeto con una goma. La caminata le había hecho sudar, necesitaba adecentarse. Se hallaba, además, muy nerviosa. Quirós la había dejado para dirigirse al puesto de la Guardia Civil con el colgante. Incapaz de regresar al hostal, había dado un paseo y encontrado aquella iglesia. Necesitaba desahogar su miedo.

Flexionó las piernas, acercó los labios a la rejilla.

Había aprendido a ordenar sus confesiones, separar la paja del trigo, establecer prioridades. Se obligaba a denunciar aquello que consideraba inconfesable, porque justo lo inconfesable era lo que había que confesar primero. Y tenía que hacerlo sin paliativos, despojándose de todo. No importaba quién estuviera detrás, qué clase de voz la escuchara. Con tal que no la desoyera, cualquiera podría absolverla.

Se removió frente a la oscuridad y abrió los labios.

– Padre…

Se culpó de pensar mal de su marido. Eso fue lo que dijo primero. Pero enseguida le entró la sospecha de que lo estaba haciendo para que, al menos, alguien supiese que su marido la engañaba.

– Creo que también es envidia -declaró-. Lo envidio porque él ha triunfado. Es redactor de un gran periódico. Yo soy maestra. Soy envidiosa, celosa, mediocre. Y ni siquiera soy buena maestra. Este curso pasado una adolescente de mi clase me pidió ayuda. Mis alumnas son todas chicas, y una de ellas creyó encontrar en mí a una amiga… Me invitó a que me reuniera con ella en este pueblo. Yo acepté, pero no quiero vanagloriarme de haber tomado esa decisión…

Tras la rejilla se agitaban sombras. Era como estar encerrada en un armario ropero: pequeños gestos de la ropa colgada, oscurecida.

– En realidad, no vine para ayudarla. Vine para no aburrirme, porque mi marido sigue en Madrid y yo no tenía nada que hacer. Vine por interés egoísta, aunque ella necesitaba mi ayuda. Ahora ha desaparecido. Nadie sabe dónde está, pero hay datos que… Se han hallados cosas que… hacen sospechar que le ha ocurrido algo malo… Y creo que le he fallado. Pido perdón, porque creo que le he fallado…

La rejilla estaba formada por puntos, como un cedazo. No todos eran de igual color: unos eran negros; otros, extrañamente rojizos.

La sacristía era espaciosa. No había muchos muebles y el tamaño resultaba más que suficiente para que alguien se arrodillase, gateara o se tendiese con los brazos en cruz y las piernas muy separadas. Lo más llamativo, aparte del retrato del Papa, el cuadro de la Virgen en un marco de guijas y el crucifijo, era la estantería con libros de botánica. Pertenecían a una misma colección pero cada uno hablaba de un mundo distinto: alsines, claveles, cuclillos, nenúfares, hierbacentella, ranúnculos, amapolas, saxífragas, rosas, velloritas, malvas, prímulas, nomeolvides, milenramas, orquídeas, llantenes, campanillas, dulcamaras, jacintos, geranios, ulmarias… El sol incidía en el cristal de una puerta que daba a un patio. Dentro no hacía mucho calor, pero se agradecía la presencia de un ventilador que repartía aire con un giro obsesivo de cuello de espectador de tenis. Cuando le tocaba al padre Sebastián Toro, se agitaban los pelos de su sien izquierda. Al enfocarla a ella, la brisa le enviaba olor a naftalina.

– Te lo contaré porque no es secreto de confesión y porque creo que así puedo ayudar. -La mano izquierda del padre Sebastián Toro palpaba la curva del brazo de la mecedora. Sus dedos eran cortos, velludos-. Vino un mediodía como este, hace un par de semanas. La recuerdo perfectamente, era una chiquilla muy espabilada. Le pregunté si quería confesarse y me dijo: «No, solo hablar con usted». -Arqueó las cejas como para pedirle que compartiera su asombro, pero también, entendió Nieves Aguilar, como un signo en clave. Ni se te ocurra pensar, le decía, que yo la abordé primero. Con aquel gesto, el padre Sebastián Toro se protegía. De igual forma, minutos antes, en el confesionario, le había dicho: «No me lo tomes a mal, pero creo que he conocido a esa muchacha»-. Quería hacerme algunas preguntas sobre Manuel Guerín. Sus obras le gustaban mucho. Las había conseguido en el albergue del danés. Había leído que yo era uno de sus grandes amigos, y por eso venía a verme. Qué espabilada era, la recuerdo bien. Y qué cara puso cuando le dije: «Hija, te has equivocado, lo siento. No soy el cura que buscas. Ese era don Francisco, que en gloria esté. Falleció hace dos años». A pesar de todo, yo había conocido un poco a Manolo Guerín, así que le permití que me hiciera las preguntas que quisiera.

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