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En realidad, su sorpresa no debía ser tal, pues sabía muy bien que las hermanas Sisters operaban preferentemente en barrios residenciales y durante las vacaciones con el fin de encontrar solas a las sirvientas. Manolo no las veía desde el invierno pasado, sabía que ya no tenían tratos con el Cardenal pero que seguían practicando su especialidad, una operación conocida como el timo de “la prenda íntima”.

Sabía también el peligro que representaba aquella visita inesperada e inoportuna (un encuentro con la verdadera intriga, aquella que la joven universitaria no sospechaba), algo que amenazaba con echarlo todo a rodar: “Si estas golfas me reconocen delante de Teresa, listo”. Porque Teresa, en este preciso momento, con la bolsa de playa al hombro, pantalones blancos y sandalias, apareció en el recibidor. “¿Quién es, Vicenta?”, preguntó. La perrita corrió hacia ella meneando el rabo. “Quieta, Dixi”. Mientras, las dos hermanas, de pie en el porche (qué indecencia sus vestidos, cómo se transparentan, pensó él, alarmado) componían su más inocente expresión, evidentemente desconcertadas por la presencia de Manolo. Se produjo durante un instante una situación embarazosa: la sirvienta esperaba que las visitantes hablaran, éstas cambiaban inquietas miradas con Manolo, y éste con Teresa, la cual, captando sutiles vibraciones, cierta relación entre el obrero y las dos chicas, se lanzó a una rápida y generosa deducción mental cuyo resultado, por el momento, sólo alcanzaba a esto: “O son furcias o chicas de fábrica, o las dos cosas a la vez”. Manolo, por su parte, pensaba que las Sisters no se atreverían ya a nada y que se despedirían con alguna excusa. Pero vio con horror que no estaban dispuestas a volverse atrás puesto que una de ellas (la especialista en conversaciones amenas) se disponía a soltarles el rollo sobre el elástico de la braguita de su amiga, que se le había roto en la calle, cosa que… Entonces él se precipitó hacia la puerta, sin darles tiempo a que hablaran, mientras le decía a Teresa:

– Deja, es para mí.

Las hermanas Sisters, con la palabra en la boca, vieron como el muchacho se les venía encima. Una de ellas balbuceó: -Tú…

– Es para mí, no se moleste usted -repitió Manolo, esta vez a la sirvienta, que casi atropelló a su paso. La buena mujer se retiró de la puerta mirando a su señorita con cierta expresión resignada. Manolo cogió violentamente a las dos hermanas por el brazo y salió con ellas al jardín, alejándose lo que pudo de la casa. Los tres hablaron a un mismo tiempo:

– ¡Maldita sea, golfas…!

– ¡Manolillo, pero qué sorpresa!

– ¡Andando, fuera!

– ¡Eh, despacio! -exclamó la otra-. ¿Qué puñeta haces tú aquí? ¡Ésta sí que es buena! ¡Suéltame, guapo! ¿Acaso estás en tu casa?

– Cállate si no quieres que te rompa el brazo -dijo él-. Y camina sin mirar atrás. A otra parte con el cuento, chata. Sí, encima reíros. ¿Cómo se os ha ocurrido? ¡Precisamente hoy! ¿No habéis visto el coche en la calle, locas, señal de que había alguien…?

– ¿Qué pasa? Cuando encontramos a la doña pues nos vamos de vacío y sanseacabó. Pero cómo iba una a figurarse… -empezó la de la prenda averiada-. Suelta ya, rico, que haces daño. ¿Qué pintas tú aquí? ¿Te crees con derecho a avasallar?

– No tengo tiempo de explicaros. Fuera.

– Sin atropellar ¿eh? Y explícate…

– Sí, eso -dijo la otra-. ¿Se puede saber qué haces tú aquí, si es que puede saberse? -Quizá para atenuar el mal efecto de la repetición, la chica añadió, con igual fortuna-: Qué casualidad verte, oye, después de tanto tiempo sin verte…

Manolo las conducía hacia la verja.

– Largo ahora mismo. Esto lo sabrá el Cardenal.

La más alta se soltó y se encaró con él:

– ¡Oye, tú, con amenazas no! Ni Cardenal ni narices. Que no le debemos nada a ese viejo roñoso…

– No quiero discutir. Marchaos, hay gente.

– ¿Es que todavía sigues con él? No te creía tan pipiolo, hijo. ¡Menudo elemento el Cardenal! Ése el día menos pensado te lía, Manolo, ¡te lo digo yo! ¡Pero suéltame ya, caray!

– No grites, estúpida.

– Sin insultar, guapo.

Estaban en la verja. Él comprendió que no podía despacharlas así.

– Bueno, ya os contaré otro día… ¿Qué, cómo os va? ¿Cómo está el Paco? ¿Aún os juntáis en el terrado? ¿Y el Xoni…?

– Muy majo, más que tú, sinvergüenza. Y el Paco, pues ya verás si te echa la mano encima: todavía esperamos que nos pagues lo que nos debes, so cabrón!

– ¡Chissst…! Yo no os debo nada.

– ¡A ver! ¿Fuiste tú o el Cardenal?

– Fue éste, mujer -dijo su hermana-. ¿Qué no le ves la cara?

– Bueno, ahora marchaos…

– Decía yo -insistió la otra- que el Cardenal te chupa la sangre ¿es que no lo ves?

– Bueno, bueno.

– Ahora -terció la pequeña golpeándole el hombro- tenemos otro marchante. Se llama Rafael. ¿Le conoces? Su mujer acaba de tener dos mellizos nacidos de un mismo parto el mismo día. Pero bueno, ¿te molesta decirnos de una vez qué haces aquí, si no te molesta? -La menor de las Sisters siempre decía cosas insólitas, porque su lengua era mucho más rápida que su mente, pero hoy Manolo no tenía tiempo ni humor para celebrarlas-. ¿O te molesta?

– Sí, me molesta. Marchaos, por favor. Os lo contaré todo otro día…

Teresa les observaba desde la ventana del salón, esperando, con la bolsa de playa en el hombro, mientras se pasaba un peine por los cabellos. “Quieta, Dixi”, ordenó a la perrita, que se restregaba contra sus piernas. No podía oírles, pero vio como Manolo se enfurecía, gesticulaba, las empujaba hacia la calle. Ellas, riendo con una risa gruesa, se despidieron de él besándole en las mejillas (increíble: la más alta pretendió de pronto besarle en la boca, Teresa vio como se la buscaba ansiosa y desvergonzadamente, jugando con sus cabellos, echándole al cuello aquellos negroides y rollizos brazos, mientras él se defendía y la empujaba hacia la calle) y finalmente se fueron.

– ¿Qué querían ésas? -preguntó cuando él entraba. Y sin dejar de peinarse, remedando graciosamente con la expresión y el tono cierto tipo de interrogatorio que debía serle familiar, bromeó apuntándole con el dedo-: A ver, usted, jovencito, dígame: ¿conoce a esas chicas?

Manolo le volvió la espalda, pensativo, dirigiéndose hacia una butaca.

– ¿Era a usted a quién buscaban? -insistió Teresa, riendo-. Qué curioso… Todos ustedes son unos subversivos, unos rojillos, estamos bien informados. A ver, no mienta: ¿cómo sabían ellas que estaba usted aquí?

El murciano volvió la cabeza bruscamente. No se permitió ni un segundo de vacilación:

¡Por favor, te agradeceré que no me preguntes nada! -Suavizó el tono-. Dejé dicho en casa que siempre que hubiese algo urgente me encontrarían en la clínica o aquí… Una reunión, esta noche. Así que perdona la libertad.

Ella le miraba, azorada y bajó la cabeza.

– Por mí no te preocupes. Lo comprendo. Sólo quería bromear un poco.

Pues no bromees -dijo él secamente, pero con todo el dolor del alma: Teresina era un encanto de criatura, había que reconocerlo-. Y perdóname, no tengo ningún derecho a gritarte, pero la cosa es más seria de lo que te imaginas. No quiero mezclarte en todo eso, no hay ninguna necesidad.

Teresa guardó el peine en la bolsa mientras se acercaba a él, despacio. Le vio hundirse en la butaca y llevarse las manos a la cabeza con aire de fatiga, preocupado, abrumado por alguna razón. ¿Cómo escapar, viendo estas manos oscuras y fuertes, esta cara de facciones dulces y a la vez duras, casi mongólicas, cómo escapar a la sugestión de un futuro más digno? La idea de que detrás de todas las cosas había una conspiración era tan fuerte en ella por esa época, que le bastó suponer un leve estremecimiento de miedo en estas manos y en estos cabellos intensamente negros para penetrar gustosa en el supuesto círculo de peligros-: ¿Hay algo que no marcha bien, Manolo? -Estaba de pie ante él, muy quieta, las piernas juntas y enfundadas en los blancos y elásticos pantalones. Mesándose aún los cabellos, él levantó los ojos a la altura de las caderas de la muchacha (qué agonía ese encantador triángulo, el dulce leve tumor del centro), volvió a cerrar los ojos y dijo:

– Nada. Vámonos. -Se levantó-. Vámonos a la playa, te lo ruego, necesito distraerme un poco.

En el coche, durante el camino (dirección Castelldefels) Teresa sintió la imperiosa necesidad de formular un juicio sobre aquellas chicas, uno solo y en pro de la seguridad del grupo:

– Alguno de vosotros debería convencerlas de que no se pinten así. Parecen putillas. -Luego añadió-: He encontrado un slip, espero que te vaya bien.

– Seguro. Y ahora, ¡corre, corre más…! ¡Pásalos a todos…!

Teresa Simmons en bikini corriendo por las playas

O que ma quille éclate!

O que j’aille à la mer!

Rimbaud

Teresa Simmons en bikini corriendo por las playas de sus sueños, tendida sobre la arena, desperezándose bajo un cielo profundamente azul, el agua en su cintura y los brazos en alto (un áureo resplandor cobijado en sus axilas, oscilando como los reflejos del agua bajo un puente) después nadando con formidable estilo, surgiendo de las olas espumosas su jubiloso cuerpo de finas caderas ágiles y finalmente viniendo desde la orilla hacia él como un bronce vivo, sonoro, su pequeño abdomen palpitando anhelante, cubierta toda ella de rocío y de destellos. Jean Serrat sonriéndole a él, saludando de lejos con el brazo en alto, a él, al tenebroso murciano, a ese elástico, gatuno, apostado montón de pretensiones y deseos y ardores inconfesables, y dolientes temores (la perderé, no puede ser, no es para mí, la perderé antes de que me deis tiempo a ser un catalán como vosotros, caaaabrones!), que ahora yacía al sol sobre una gran toalla de colores que no era suya, como tampoco era suyo el slip que llevaba, ni las gafas de sol, ni los cigarrillos que fumaba, siempre como si viviera provisionalmente en casa ajena: ¿qué haces tú aquí, chaval, qué esperas de esa amistad fugaz y caprichosa entre dos estaciones, como de compartimiento de tren, sino veleidades de niña rica y mimada y luego adiós si te he visto no me acuerdo? Sólo por verla así, caminando despacio, semidesnuda y confiada, destacándose sobre un fondo de palmeras y selva inexplorada -¿acaso no era la isla perdida este verano?- valía la pena, y era suya, suya por el momento más que de sus padres o de aquel marido que la esperaba en el futuro, más suya que de cualquiera de los muchos amantes que pudieran adorarla y poseerla mañana. La colección particular de satinados cromos se abrió en su mano como un rutilante abanico: él y ella perdidos en la dorada isla tropical, solos, bronceados, hermosos, libres, venturosos supervivientes de una espantosa guerra nuclear (en la que desde luego y justamente hemos muerto todos, lector, esto no podía durar) construyen una cabaña como un nido, corren por la infinita playa, comen cocos, pescan perlas y coral, contemplan atardeceres de fuego y de esmeralda, duermen juntos en lechos de flores y se acarician y aprenden a hacer el amor sin metafísicas angustias posesivas mientras la porquería de la vida prosigue en otra parte, lejos, más allá de esta desvaída soltura de miembros bronceados (Teresa seguía avanzando perezosamente sobre la arena, hacia él) que ahora se arrastra con un ligero retraso respecto a la visión, con una languidez abdominal que se queda atrás: la sugestión de no avanzar en medio del aire caliginoso, una dolorosa promesa que arranca de sus hombros y se enrosca en sus caderas y se prolonga cimbreante a lo largo de sus piernas para fluir, liberada, derramándose como la luz, por sus pies, hasta el último latido de cada pisada. Venía con su sonrisa luminosa y un coco prisionero entre su cintura y el brazo, jadeante y mojada, trayendo consigo algo del verde frío de las regiones marinas, y se dejó caer lentamente a su lado, doblando las hermosas rodillas, y soltó el coco. Su cuerpo parecía tan habituado a correr y yacer en las playas, tal como si hubiese crecido en ellas, extrañamente dotado por la naturaleza para vivir aquí, siempre, bajo el sol…

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