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– ¿No te bañas más? -dijo al llegar.

Teresa había soltado la pelota de goma. Sentada sobre sus propios pies, con la cabeza inclinada, buscaba ahora las gafas de sol en la bolsa. Los cabellos le tapaban la mitad del rostro y había una gracia animal en sus caderas mojadas, en su espalda erguida sobre la leve cintura. Qué agonía ese abdomen hundido, pueril, recogido en un puño, blanco favorito de los viajeros ojos del murciano.

– ¿Dónde diablos he puesto mis gafas? -preguntó-. ¿Las has visto?

No -mintió el, divertido (las había enterrado en la arena)-. Échate aquí anda, y olvida las gafas. Tengo que hablarte de algo, pedirte un favor.

– ¿Un favor?

Sí…

Tendido de bruces, con el mentón apoyado en el antebrazo, observaba atentamente los movimientos de Teresa. Meditaba. Sus cabellos negros y lacios le caían sobre la frente en diagonal. Poca gente en la playa (la parte más frecuentada era la de los pinos) poca y desdibujada a lo lejos en medio de la luz calina. Ellos estaban en un extremo, aislados, junto al nacimiento de una extensa franja de hierbas pantanosas que se perdía a lo lejos. Detrás, en una explanada de rastrojos próxima a la carretera, el blanco “Floride” dormía al sol como un perrito de lujo. Teresa se había traído un libro y había estado leyendo hasta ahora, entre el primer y el segundo baño. Fue precisamente entonces, viéndola leer con aquella tranquilidad un tanto hogareña (la cabeza recostada en la pelota y las rodillas cruzadas, oscilando suavemente de un lado a otro) cuando él se sintió un miserable descuidero y por su mente cruzó, como un relámpago, aquella idea que pronto iba a convertirse en una obsesión: probemos a hacer borrón y cuenta nueva, aquí está la oportunidad, Teresa (y con Teresa su padre), de obtener algún empleo, un buen empleo, quizá de esos para toda la vida y con posibilidades de…

– ¿Un favor? -repitió Teresa-. ¿Qué clase de favor? Manolo trazó con el dedo círculos en la arena, pensativo.

– Todavía no -dijo-. No, es pronto. Estamos en vacaciones. Más adelante te hablaré de ello. Sólo quiero que sepas que es muy importante para mí. ¿Tú tienes mucha confianza con tu padre?

– Sí, claro. Bueno, esto sí que tiene gracia. -Se refería a las gafas de sol, que no aparecían. Ahora vaciaba el contenido de la bolsa sobre la toalla-. ¿No las tenía usted, joven?

– No, señorita.

Teresa removió la arena en torno a ella. Al cabo de un rato, al observar la expresión pensativa de Manolo? -¿Es qué piensas, Manolo?

– En qué quieres que piense. En ti.

– ¡No me digas! Eres un chico extraño, en verdad. Me gustaría saber una cosa… -Sonreía misteriosamente, una sonrisa apenas visible entre los cabellos que le tapaban la cara, porque andaba a gatas removiendo la arena. Había ya demostrado, en anteriores conversaciones, una curiosidad exacerbada e insaciable por el pasado de su amigo, pero no por su vida sentimental (dejando de lado la historia con Maruja), que seguía siendo un misterio-. Supongo que un chico como tú… ¿Has tenido alguna aventura con esas amigas? Si no quieres no me lo digas, por supuesto.

– ¿Esas que han venido hoy…? Si quieres que te diga la verdad, apenas las conozco. ¿Por qué me lo preguntas?

– Oh, por nada. Chafardera que es una.

– Además, fuera del trabajo, no me gustan.

– Pues parecía como si ellas… ¡Mira, una avioneta!

– ¿Estuviste espiando? Las veo muy poco, pero son como hermanas para mí. ¿Sabes?, yo siempre he deseado tener una hermana, desde que era un niño.

Teresa se rió. “Está bien que seas así, tan ingenuo”, dijo, y luego se quedó mirando la avioneta, que se deslizaba muy baja, sobre el rompiente de las olas.

– ¿Te gustaría que yo fuese tu hermana? -añadió riendo-. Eh, usted, ¿le gustaría que yo fuese su hermana? Siempre he estado sola, a mí también me habría gustado tener un hermano guapo y cachondo.

¿Qué ha dicho? (en este momento pasaba la avioneta plateada, con un zumbido rencoroso, soltando una lluvia de folletos publicitarios que la brisa empujó hacia ellos). Manolo, ladeándose, pilló un papel en el aire y al caer cogió un pie de Teresa. Pero ella seguía con los ojos en alto, la mano haciendo visera en su frente, viendo como se alejaba el aparato. Cuidado, imbécil, se dijo él, estás haciendo tonterías; Teresa es una muchacha inteligente, que no teme decir las cosas por su nombre.

– No -dijo soltándole el pie-. No te quisiera para hermana. Estás demasiado buena.

La arena, en torno a ellos, estaba cubierta de papeles. Teresa leyó uno y luego lo tiró. Dijo:

– ¿Demasiado qué?

– Estás hecha para otra cosa.

– ¿Para qué, puede saberse? -Y en seguida-: Pero ¿dónde puñeta he puesto las gafas? -Seguía moviéndose de rodillas, a rastras, se revolcaba.

– Ojalá las hayas perdido, tus gafas. Para amar, tú estás hecha para amar, Teresa.

– No te pongas romántico ¿quieres?

– Me pongo como me da la gana, si a la señorita no le importa.

– Bien dicho. Las llevabas puestas hace un rato, te he visto con ellas. ¿Dónde las has metido?

– Mira, una canoa…

– Y volviendo a las chicas…

– ¿Qué quieres saber? La mayor está casada y… separada, lo ha pasado muy mal, tiene un niño precioso, te gustaría verlo, rubio como un sol, como tú.

– ¿Y la otra?

– Fíjate en la canoa. La lleva un viejo, hay que ver. Viene poca gente por aquí ¿verdad? Échate ya, olvida las gafas. -Las necesito para leer.

Es de mala educación leer en compañía. Lo que pasa es que la señorita es una consentida y una mimada, y se merece unos buenos azotes. Ya te haría yo correr…

– A propósito de correr -dijo ella-, ¿tú no has corrido nunca entre la gente, con la porra de un guardia a un palmo de tu cabeza? Te has perdido algo bueno…

Felizmente envuelta, todavía, en aquel círculo de peligros, en el gran supuesto de relaciones y contactos clandestinos que emanaba de la oscura piel del murciano (por cierto: qué bien le pega el viejo y descolorido slip granate de papá a esta piel sedosa) empezó a contarle algunos de los riesgos que comporta la lucha universitaria:

– …otro estudiante corría delante de mí -decía una sorprendente Teresa Simmons, dejándose caer de espaldas sobre la mitad libre de la toalla, abandonando por fin la búsqueda de las gafas-, pero nos separamos en la calle Pelayo. Lo peligroso, en estas manifestaciones, que por otra parte son muy divertidas, es perder contacto en los momentos de bloqueo. Ocurre al revés que en lo vuestro, que lo mejor es manteneros siempre aislados uno de otro… Así que volví con el grueso de la manifestación, que había conseguido agruparse de nuevo, y entonces los guardias cargaron otra vez con los caballos y de pronto me encontré en el suelo, aún tengo la señal en la rodilla, mira. Alguien me levantó, era un agente muy joven, recuerdo que tenía unos ojos muy claros, verdes, desde luego era un campesino, parecía más asustado que yo, pero me empujó suavemente hacia la camioneta, yo me revolví, lo golpeé, lo pateé, aún no comprendo cómo no me dio con la porra, y conseguí deshacerme de él, pero no había manera de escapar de allí porque aquello ya era el caos, por lo menos éramos cien estudiantes en aquella esquina, amontonados unos sobre otros, todo eran codos y piernas disparándose en todas direcciones, sólo pensábamos en escapar… Oye, ¿tienes bastante sitio? ¿Quieres…? Espera, tira de la toalla hacia ti, así, tienes de sobra, acércate, hombre. ¿Quieres fumar?

– Bueno.

– Pues como te decía… Te interesa, es un aspecto de lucha que desconoces. Enciende tú primero… Pues ya no pensábamos más que…

Manolo le acercó la cerilla.

– Toma.

La fragancia de sus cabellos dorados, aplastados en su dulce cabeza, otra agonía: la llama se apago en el hueco de sus manos porque él quiso, sólo para respirar otra vez de cerca aquellas lejanías, aquel indecible aroma de una adolescencia perdida no sabía dónde. Rozó de nuevo con sus labios la tersa frente inclinada sobre la llama rosa de la cerilla, y después ella se apartó y le miró con una extraña seriedad en sus ojos celestes, pero no sostuvo la mirada del muchacho más que un instante.

– Bueno, pues así estaba todo cuando yo grité que lo mejor era refugiarse en la Universidad, pero supongo que nadie me oyó. Era la única salida, y en cierto modo ya habíamos conseguido nuestro propósito. Pero la gente estorbaba en vez de ayudar, porque hay que decirlo todo, muchos nos contemplaban sin mover un dedo, así, como en primera fila, algunos incluso sonreían, los muy… Y al fin, me agarraron bien, tenía el vestido roto, no volví a ver a Luis ni a los demás hasta que me llevaron a Jefatura. Nos interrogaron… Fue algo grotesco, para qué contarte, figúrate que…

Tenía los ojos muy abiertos y clavados en el cielo -atrapados en una de esas crisis de idealismo que años después, en medio de las monótonas marejadillas conyugales, tanto echaría de menos- y en sus rubios cabellos la luz esgrimía pequeñas y fulgurantes espadas de oro. Manolo contemplaba su perfil sobre un fondo vaporoso de arena y mar, y mientras la escuchaba asentía con la cabeza de vez en cuando, en silencio, recreando fugaces espejismos (Teresa caída bajo las patas de un caballo de la bofia, con el vestido hecho jirones, Teresa vociferando al frente de una manifestación estudiantil, luego interrogada bajo una luz canallesca, luego rescatada por su padre en Jefatura) y se acercó más a ella, ahora no sabía muy sien si para respirar más de cerca el olor de su pelo o para penetrar algún íntimo y secreto deseo que ella ocultaba detrás de su interminable relato (¿no recordaba un poco, en otro orden, a la verborrea de la Lola?). Pero él sabía que este deseo, cualquiera que fuese, podía crecer tranquilo y feliz en sus entrañas de mujer o en su pecho de adolescente porque, tarde o temprano, se cumpliría. Sólo que él puede que ya no estuviera cerca de ella para verlo.

– Y ¿nunca has tenido miedo? -le preguntó-. Eres una chica valiente.

– Manolo, ¿tienes el pasaporte en regla?

– ¿Por qué me lo preguntas? Claro que sí.

– Conviene estar preparado. Ya sabes: si tuvieras que largarte de pronto, pasar la frontera. No serías el primero.

– Chiquilla, qué cosas se te ocurren. Me moriría.

– ¿Cómo dices?

– Me moriría si tuviera que irme.

– No te entiendo…

Insistiendo sobre esa hipotética huida, Teresa, con un movimiento brusco, se ladeó sobre la toalla encarándose con él. Juntó las manos bajo la mejilla con gesto infantil, como una niña pequeña al acostarse, y miró a su amigo fijamente: “¿qué quieres decir?”. Sus ojos, que titilaban con una luz risueña, tropezaron con una inesperada mirada nostálgica del muchacho. El pálido sol de la tarde jugaba con unos granitos de arena pegados a su hombro pulido, arrancándoles brillos irisados. Viéndole así, tan de cerca (sus ojos bizqueaban un poco), Teresa pensó en el momento en que habían caminado hacia la orilla, después de desnudarse en el coche, ella siguiéndole a un par de metros y observando qué tal le sentaba el viejo slip, mirando su espalda esbelta, la línea firme de sus hombros, y pensando oscuramente: “la entrañable mosquita muerta se ha estremecido en, estos brazos, durante noches y más noches, mientras yo leía a la Beauvoir sobre ellos, en mi cuarto, sola.”. En la espalda oscura del muchacho, en su manera de caminar, le había parecido entonces captar la expresión muscular de ciertas locas esperanzas. Ahora él le apartaba los cabellos con la mano y Teresa bajó los ojos. La mano (era la mano herida, por supuesto) se posó luego en el cuello de la muchacha, presionando levemente en la nuca. El fino cuello de Teresa latía entre sus dedos como un pájaro asustado. “Eres muy bonita, y sentiría tener que escapar de repente, por lo que fuera, tener que dejarte. Ninguna coña de esas de la política será capaz de hacer que te olvide… (“Mal, lo estás haciendo mal, ignorante”, se dijo.) Se acercó más a ella y rozó sus labios calientes, entreabiertos, que dejaban ver unos dientes de leche. “Por favor, qué haces…”, murmuró Teresa con los ojos bajos. Parecía reflexionar intensamente, muy concentrada en sí misma: su disolución era eminente.

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