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Al entrar él en la habitación de Maruja, la situación era la siguiente: ligeramente inclinada sobre la mesilla de noche, Dina se disponía a inyectarle un suero a la enferma; sus preparativos eran observados por el señor Serrat, de pie junto a ella; al otro lado de la cama, Teresa, con las manos cruzadas detrás, seguía contestando con aire inocente algunas preguntas distraídas que le hacía su padre respecto a cómo empleaba su tiempo después de visitar a Maruja: en términos generales, Teresa parecía excesivamente empeñada en demostrar que apenas se había fijado en el chico. Éste avanzaba ahora hacia la cama, despacio (nadie le miró, pero se callaron), se colocó en silencio junto a Teresa y apoyó distraídamente la mano en el pie del gotero, que estaba junto a la cabecera del lecho, de manera que rozaba casi con los dedos la espalda de Teresa. Teresa llevaba esta tarde un ligero vestido verde sin mangas ni cinturón, muy simple y ceñido, con una cremallera en la espalda, que iba desde la nuca hasta las nalgas. Manolo, con aire distraído, observaba al igual que los demás lo que hacía la enfermera mientras, por entretenerse en algo, al parecer, deslizaba la mano arriba y abajo en torno a la barra metálica, rozando la espalda de la muchacha, hasta que, en uno de los movimientos descendentes, sin soltar la barra del gotero, cerró el pulgar y el índice como un pico de ave sobre la cremallera del vestido de Teresa y, en un abrir y cerrar de ojos, se la bajó hasta abajo del todo. La tela se abrió como una piel, liberando un fulgor dorado: se ofreció repentinamente a sus ojos el esplendor de una espalda tersa y suavemente redondeada, esbelta, ceñida, casi infantil, con un bronceado no interrumpido por cinta ninguna (él ya sabía que la intrépida universitaria era de las que no llevan sostén casi nunca) delirantemente replegada hacia dentro en su dulce declinar, en la cintura pueril, para luego erguirse de nuevo con renovado impulso bajo el débil resplandor rosado de la tela de nylon que cubría las nalgas. Todo fue tan rápido e inesperado que Teresa se quedó pasmada, con la boca abierta; la parte delantera del vestido quedaba asegurada por unos corchetes en los hombros, lo cual, como era de esperar, anulaba por completo la otra cara del demencial sueño del murciano (a saber: que la embustera y caprichosa quedara un instante ante los ojos de su padre y de la enfermera con las meras teticas al aire). El señor Serrat, que en este momento decía algo a propósito de amnesia local y amnesia general, levantó la vista hacia su hija, pero, al no observar en ella nada anormal (excepto que se abrazaba a sí misma como si tuviera escalofríos) volvió a fijar su atención en el quehacer de Dina. Las mejillas de Teresa se pusieron como la grana y cambió una furiosa mirada con Manolo al tiempo que intentaba, maniobrando disimuladamente, subirse la cremallera. Retrocedió muy despacio hacia la puerta y salió.

Luego riñó al chico (asombrada, pero no exactamente disgustada) y quiso saber por qué había hecho semejante locura delante de su padre. “Si no lo hago, todavía estarías contándole mentiras de ti y de mí”, y cogiéndola por el brazo, como si quisiera explicárselo mejor pero no allí, la hizo salir de la clínica.

Esta noche la invitó a tomar una copa en “Jamborée”. A Teresa le encantó la idea de mostrarse en compañía del murciano en la cava de la Plaza Real (deslizándose como peces en un acuario, allí se veían siempre algunos prestigiosos conjurados estudiantiles, Luis Trías entre ellos, ejercitándose en la semi-clandestinidad bajo una luz verdosa, exilada, parisina). Actuaba un singular y primitivo conjunto de jazz español a base de instrumentos de hueso, el “Maria’s Julián Jazz” (la quijada de burro hecha sonido y filosofía, decía el programa de mano), latoso y cínico farsante cuya música, al no tomarla nadie en serio (excepto una atenta parejita con gafas, miopes los dos y estudiantes de Letras, que reconocieron a Teresa y pretendieron que la muchacha y su acompañante compartieran su mesa) tenía cuando menos la virtud de que se podía bailar sin miedo a profanar la verdadera cátedra del jazz. Y en la penumbra rojiza del local, bailando estrechamente abrazada a su nuevo amigo frente a las miradas meditabundas de los estudiantes (que ella despreciaba por carcas y reaccionarios, según dijo al oído de Manolo) la universitaria dejó que él le rozara por vez primera las sienes y la frente con los labios..

Al día siguiente, al salir de la clínica, Manolo propuso ir a la playa. Era a primera hora de la tarde y hacía mucho calor. Ya más seguro de sí, el murciano consideraba ciertas posibilidades favorables, si bien por otra parte la espada pendía de nuevo a unos centímetros de su cabeza: estaba a punto de quedarse sin un céntimo y no veía el modo de apañar algo sin arriesgarse demasiado. Lo de ir a la playa fue una decisión repentina y ninguno de los dos llevaba bañador, por lo que a Teresa se le ocurrió pasar por su casa.

– Encontraremos un slip de papá para ti.

No permitió que él la esperara fuera, en el coche, y le invitó a entrar.

– Tengo que cambiarme -dijo ella mientras cruzaban el jardín-. Es sólo un momento. ¿Te importa?

– No, no.

Manolo la siguió por el sendero de grava, bajo la sombra de los frondosos árboles (repentinamente se hizo de noche y era en invierno, él llevaba puesta su chaqueta de cuero y su bufanda, la señorita Teresa corría hacia la explosión de luz y de música que salía de las ventanas, corría con sus finos zapatos de tacón alto y con la gabardina blanca como la nieve echada sobre los hombros, arrastrando el cinturón por el suelo, el rojo pañuelo de seda colgando de su bolsillo…) Teresa abrió la puerta con la llave y le hizo pasar a un amplio salón lleno de luz.

– Ponte cómodo -dijo descalzándose-. Y sírvete una copa si quieres, ahí tienes todo. No tardo ni un minuto. No mires los cuadros, son horribles.

Desapareció por el recibidor, con los zapatos en una mano y desabrochándose el vestido con la otra, en el costado. Se oyó su voz mientras subía unas escaleras: “Vicenta, soy yo”. Manolo paseó por el salón. En las paredes había paisajes suizos, que a él no le parecían tan horribles, y el retrato de una señora que le miraba satisfecha desde azules regiones placenteras; el cuello esbelto, rosado, surgía de las gasas lilas que envolvían sus frágiles hombros. Debía ser mamá. Qué guapa, qué dulce su expresión. La casa se hallaba sumida en el más completo silencio; un silencio, sin embargo, que no se parecía a ningún otro: el silencio de las casas de ricos era para él como una sugestiva fuerza dormida, algo así como un silencio de ventiladores parados o un vago rumor subterráneo de calefacción. Un cuadro grande sobre el hogar: perros cazadores; pues tampoco estaba mal, debía hacer mucha compañía en invierno, al sentarse frente a la lumbre, después de un día agotador por los negocios… Se sentó en el diván, ante el hogar, y cruzó las piernas con deleitosa lentitud. De pronto oyó a su izquierda, sobre las relucientes losas, aproximándose, un alegre trotecillo de pezuñas: un pequeño fox-terrier de fosca pelambrera, la cabeza un poco ladeada, consideraba con aire tristón al desconocido visitante, le miraba fijamente con sus ojillos recelosos, apenas visibles detrás de la cortina de pelos. Manolo le observó un rato con simpatía y luego tendió la mano para acariciarle, pero el animal, irguiendo la cabeza, retrocedió y dio un par de vueltas en torno al diván. Su aire de desconfianza se acentuó curiosamente cuando, rehuyendo un segundo gesto amistoso, se sentó sobre los cuartos traseros y volvió la cabeza en dirección a la puerta del salón, esperando ver aparecer a alguien de la casa, visiblemente desinteresado, o más bien dominado por serias dudas ante la personalidad del intruso. Ahora Manolo pudo observar que se trataba de una perra. Su graciosa cabeza, que exhibía un aire de chiquilla alocada pero listísima, seguía desdeñosamente vuelta hacia un lado, y sólo de vez en cuando, bruscamente -como si quisiera atajar algún reproche incluso antes de ser formulado-se dignaba mirar al sospechoso desconocido. “Ven, chucho, ven, toma…”, murmuraba Manolo. La perrita se le acercó despacio, sin mirarle, husmeó concienzudamente la pernera de los tejanos, las zapatillas de goma, la tenebrosa mano que pretendía acariciarla, y luego, cabizbaja -como si el examen no hubiese hecho más que aumentar sus dudas- dio media vuelta y regresó a su sitio. Manolo recostó cansadamente la cabeza en el respaldo del diván y contempló de nuevo los luminosos cuadros de las paredes y la intimidad tranquila del hogar con una curiosidad vagamente insatisfecha y obsesionante, pero muy grata. Le apetecía fumarse un pitillo.

Resultaba curiosa esta sensación de seguridad que experimentaba aquí, en medio de este orden y este silencio confortables, en relación con la torpeza y dificultad cada vez mayor con que de un tiempo a esta parte se desenvolvía en su ambiente habitual, en su casa, en el mismo bar Delicias, o con el Cardenal y su sobrina (recordó la última visita que les hizo, y lo malamente que había sacado dinero), era como si hubiese perdido parte de su influencia y de su poder frente a ellos, por negligencia, por descuido, una sensación como de excesiva rapidez, de haber olvidado algo con las prisas, de haber cometido algún error que en el momento de la llegada (¿llegada adónde?) se lo iban a recordar y le pedirían cuentas. Tal vez por eso, a modo de aviso, se presentaban ahora inesperadamente las hermanas Sisters en funciones de su cargo. La tarde iba a resultar pródiga en sorpresas.

Había que aceptarlo serenamente, como un sarcasmo del destino: él, tras haberse ganado definitivamente la sumisión de la perrita, se hallaba de espaldas a la ventana abierta que daba al jardín, de pie ante el piano (no se decidía a pulsar unas teclas), por lo que no pudo ver, entre los árboles, más allá de la doble hilera de geranios, las dos figuras que bajo el sol de la tarde cruzaban en este momento la verja de la calle en dirección a la casa. Eran dos muchachas en tecnicolor (brazos y piernas de chocolate, labios violeta, ojos ribeteados de azul hasta las sienes, como diminutos antifaces), con altos peinados gonflés, rígidos, que despedían destellos, y ligeros y chillones vestidos de verano ceñidos al cuerpo como una piel. Sus rostros redondos tenían ese color moreno demasiado intenso y oscuro, que revela exceso de sustancias oleosas y de horas de sol en el terrado, y que produce acné. En su trotecillo rápido y nervioso había cierta determinación urgente, pero ficticia, que contrastaba con la expresión indiferente e incluso aburrida de sus caras de luna. Una de ellas, la más bajita, llevaba un enorme capazo de palma con dibujos de colores, y se cogía las caderas como si temiera dejar caer alguna prenda interior a causa de la prisa. Manolo oyó sonar el timbre. Nadie acudía a abrir. No vio llegar a las dos muchachas. De haberlas visto habría adivinado inmediatamente a qué venían y habría podido salirles al paso en el jardín. Afortunadamente, sin embargo, la vieja sirvienta se tomó su tiempo en acudir a abrir: ello hizo que el muchacho se decidiera a salir al recibidor en el momento en que ella ya acudía presurosa, moviendo con pesadez sus grandes caderas dentro del uniforme gris. Al pasar dirigió a Manolo una leve sonrisa convencional. Abrió. El chorro de luz fue lo primero, y por un instante a él apenas le dejó ver nada: desde la puerta del salón, vuelto a medias hacia dentro (se disponía a entrar de nuevo, ya vagamente decidido a pulsar unas teclas del piano), al reconocer a las dos golfas, Manolo se quedó helado: aquello no podía ser, aquello era sin duda una broma pesada, la suerte negra que persigue a los pobres, no la simple casualidad, sino tal vez un aviso, una advertencia que le llegaba desde su propio barrio.

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