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A la enfermera mallorquina le bastó una larga mirada a los ojos del novio para comprender lo que había pasado. Y como ella tenía sus ideas y su retórica acerca de los amantes pobres que se rebelan contra el dolor y la muerte, amonestó al chico:

– Tonto. ¿Ves lo que has conseguido? Comprendo lo que te pasa, pero nada ganarás desesperándote y haciendo escenas de mal gusto. -Además de menospreciar el espectáculo (carecía de imaginación plástica, sólo era sensitiva y melómana, como sus amigos los médicos, y además nunca se había visto envuelta en un verdadero olor a almendras amargas) se iba a equivocar igualmente en lo que añadió, ahora mirando a Teresa-: Y menos echando la culpa a quien no la tiene. Las desgracias ocurren de la manera más extraña, tu novia se cayó ella sola y nadie en aquel momento hubiese sido capaz de saber lo que iba a pasar… Tonto, más que tonto. Si vuelve a suceder esto avisaré al doctor y no permitiré que vengas a ver a tu novia. ¿No sabes que está muy enferma? Te has hecho una buena herida, y total, para qué. -Al terminar de vendarle la mano se dirigió hacia el cuarto de Maruja; antes de abrir se volvió-: ¿Entendido? A ver si sabes comportarte…

– Lo siento. No quería hacerlo.

– No ha sido nada -terció Teresa. Le temblaba la voz-. Los nervios…

La enfermera le guiñó un ojo, dándole a entender que la comprendía perfectamente. ¿Quién no sabe lo que es el amor? Y entró en la habitación de Maruja.

Teresa se arregló el vestido y los cabellos. Manolo seguía en la butaca, deprimido, con la frente entre las manos.

– Perdóname -murmuró-, no quería gritarte. La culpa ha sido mía. ¿Te he hecho daño?

– No…

– Sí, te he hecho daño. Lo siento.

Teresa se sentó frente a él y sacó cigarrillos. “No te preocupes por mí”. Sus manos temblaban. “¿Quieres fumar?” El Pijoaparte le ofreció lumbre y ella se aproximó. Oyeron el ruido metálico de un carrito rodando por el pasillo. Era la hora del almuerzo. “Bien, coño, bien”, murmuró él, levantándose. Teresa miraba su mano vendada.

– ¿Te duele?

– No. Vámonos.

Salió a buen paso, seguido de Teresa. Sobre sus hombros, mientras bajaba las escaleras, flotaba un aire de pesadumbre. En la calle, cuando ella (que no le quitaba el ojo, cómo si esperara verle derrumbarse de un momento a otro a causa de una pena) se adelantó para abrir la puerta del coche, él se inmovilizó sobre la acera.

– ¿Te encuentras mal? -preguntó Teresa.

– Sube tú primero.

– Sé que no es el momento -dijo Teresa- y además no nos conocemos mucho, pero quisiera hablarte de algo, Manolo… ¿Te llevo al Carmelo? -Puso el motor en marcha y luego le miró-. Se trata de Maruja y de ti. -Manolo se sentó a su lado. Esta vez cerró la puerta con seguridad y firmeza. Iba a decir algo pero ella se le adelantó-: No, no me refiero a vuestras citas en la villa (él la miró de reojo, sorprendido). Estoy enterada, hace mucho tiempo que lo descubrí, pero tranquilízate, en casa no lo sabe nadie más que yo. No, me refiero a lo otro…

– ¿A lo otro?

– Ya sabes.

El murciano no sabía, pero tenía buen olfato para el peligro.

– Otro día -propuso-. Si no te importa, hablaremos de eso otro día.

El coche arrancó con una brusca sacudida.

Maruja me habló mucho de ti -dijo Teresa mientras ponía la segunda-. Pero no te enfades con ella…

– También hablaba de ti, no creas. Sabemos la clase de estudiante que eres, revoltosa y todo eso… ¿No puedes correr más? Tengo prisa.

– Quiero que sepas lo que hacía en aquella fábrica del Pueblo Seco. Te equivocas si crees que iba a divertirme…

– No me interesa. Me lo explicarás otro día.

Él, con los ojos bajos, miraba las rodillas bronceadas de la joven universitaria.

– ¿Vendrás mañana a ver a Maruja? -preguntó ella.

– No lo sé. -Y después de un silencio-: ¿XII vienes cada día?

– Claro.

Cuando ya subían por la carretera del Carmelo, Teresa miró la mano vendada del chico y volvió a preguntar:

– ¿Te duele?

Esta vez, el Píjoaparte no pudo contenerse:

– Sí. Ahora empieza.

Maruja seguía en estado estacionario

¡Adivinas los cuerpos!

Como un insecto herido de mandatos,

adivinas el centro de la sangre y vigilas

los músculos que postergan la aurora.

Pablo Neruda

Maruja seguía en estado estacionario. Tenía mal color pero respiraba acompasadamente. Recibía alimentación líquida cada tres horas a base de caldos y batidos de carne. Dormía y dormía sin cesar, y de vez en cuando mostraba una expresión molesta, como por un sufrimiento pasajero. Los movimientos del matrimonio Serrat en torno al lecho de la enferma empezaron a adquirir poco a poco una resignación expectante, ordenada y mecánica. Deseaban vivamente verla recuperada, eso era todo lo que podían hacer por ella. Sólo Teresa iba a la clínica cada día, generalmente a primera hora de la tarde. Con una elegancia agresiva, inquietante, vestida de corsario (blusa y pantalón negros, pañuelo rojo en la cabeza) recorría los pasillos escudada en sus gafas de sol, con un libro bajo el brazo y una serena resolución en el semblante; una tristeza epidérmica sazonaba su juvenil belleza, dignificándola, y la hacía vivir por vez primera el caluroso verano de la ciudad con una nueva y extraña conciencia de su cuerpo, constante y temeraria, como ciertos seres viven su juventud: como si nunca tuviera que acabarse. No le importaba haber tenido que interrumpir sus vacaciones en la costa. Su padre, que alternaba sus ocupaciones con los fines de semana en la villa, recalaba alguna mañana en la clínica, siempre con prisas, más para hablar con el doctor Saladich que para ver a la criada. A Teresa sólo la veía durante las horas de comer. La primera semana, la señora Serrat visitó a Maruja dos veces, una de ellas en compañía de su hermana Isabel. Se inquietó no sólo por el estado de la enferma sino también por el de su hija (somnolienta, con ojeras, caprichosamente vestida: “terca, finalmente te has salido con la tuya, te has comprado esos horribles pantalones”) y quiso llevársela consigo a Blanes. “No insistas, mamá.

No pienso moverme de aquí hasta que Maruja se ponga bien”.

Por su parte, el impetuoso y afligido novio de la criada aparecía por la clínica diariamente, alrededor de las cinco de la tarde, silencioso y digno, portador de especiales amarguras e inculpaciones generales. Al verle entrar, Teresa cerraba el libro que estaba leyendo para no perder detalle de un espectáculo que día a día ganaba en sugestión: el muchacho se aproximaba respetuosamente al lecho de Maruja y se quedaba inmóvil junto a la cabecera, de pie, con aire de abatimiento; era el momento en que su mano herida (cuyo vendaje aparatoso y desmesurado, glorificación de un sentido heroico de la vida, alguien le cambiaba diariamente) colgaba inerte y rendida como en amoroso holocausto junto a la almohada de Maruja, y tan cerca de la faz macilenta de la enferma que se hacía, por decirlo así, solidaria con ésta. La piel morena del brazo contrastaba con el blanco espumoso de la gasa, cuyas vueltas y más vueltas le llegaban casi hasta el codo. Por lo demás, el rostro oscuro y hermético, la actitud estática del murciano mientras permanecía de pie mirando a Maruja (eran cuatro o cinco minutos) no reflejaba nada excepto la nobleza propia de los rasgos. Luego el muchacho se apartaba lentamente del lecho y, con los pulgares engarfiados en los bolsillos traseros del pantalón, se interesaba por el estado de la enferma; hablaba poco, con una voz extrañamente baja, dirigía todas las preguntas a la enfermera y apenas miraba a Teresa. Finalmente saludaba y se iba. Durante varios días, su comportamiento no varió. Teresa Serrat seguía preguntándose hasta qué punto el chico todavía la consideraba responsable de lo ocurrido.

Una tarde, Manolo llegó antes que Teresa. Entró sin mirar a nadie, murmurando un ronco “buenas” (había gente en el saloncito, distinguió vagamente la silueta elegante de una señora que se calló al verle entrar) y se plantó ante el lecho de Maruja. Al cabo de un rato notó pasos tras él y oyó la voz de la enfermera, que informaba a alguien sobre los vómitos que tenía Maruja, generalmente por la mañana, al cambiarla de posición. Luego la oyó decir: “es su novio”, en voz baja. Entonces notó a su lado una suave y perfumada presencia, el tintineo de unos brazaletes. Se hizo un largo silencio, pero él no se movió ni dijo nada, siguió mirando el rostro de Maruja (oscuramente pensó que cada día se parecía más a una máscara) al tiempo que notaba en el lado izquierdo de la cara la agradable presión de unos femeninos ojos interesados en su perfil; probablemente eran los de la desconocida. La madre de

Teresa, pensó. Cuando volvió la cabeza, la señora había desaparecido y la enfermera estaba sentada junto a la ventana. En este momento entró Teresa.

– Hola -saludó-. Mamá acaba de preguntarme por ti. -Ya la he informado -dijo la enfermera.

Manolo se volvió para mirarla con una curiosa desconfianza, como si quisiera poner de manifiesto su asombro ante el hecho de que las enfermeras hablen. Luego se dirigió hacia la puerta. Teresa le acompañó hasta el pasillo y le preguntó si seguía enfadado con ella.

– ¿Yo? ¿Por qué? -respondió él apoyando la mano vendada en la puerta, junto a los rubios cabellos de la muchacha, que captó de nuevo aquel aroma de almendras amargas.

– No sé… Lo parece -dijo Teresa-. Quiero que sepas que nadie tiene la culpa de lo que le ha pasado a Maruja, y menos yo… Y acerca de eso quisiera hablar contigo, porque tú también tienes cosas que explicar. Puedo llevarte a casa, si quieres.

El muchacho parecía contrariado.

– Gracias. El caso es que… no voy a casa. Otro día. -Y después de reflexionar unos segundos, fríamente-: Hoy tengo algo importante que hacer.

Una semana después de haber dado la sorpresa del bautizo de sangre, el afligido novio dio otra al presentarse inesperadamente con un magnífico traje gris perla, nuevo, de corte perfecto, y el brazo en cabestrillo. Respetuoso, impecablemente vestido, mientras permaneció ante Maruja concentrado en aquella actitud casi religiosa (sus visitas empezaban realmente a tener algo de las visitas al sagrario), Teresa no pudo apartar los ojos de él. Qué sugestión la nueva línea de sus hombros, qué misterio su espalda recta, autoritaria, insospechadamente elegante. Y el brazo en cabestrillo: ¿se le había infectado la herida? El pañuelo de seda color chocolate que sostenía su mano vendada fue inmediatamente reconocido por Teresa: era un pañuelo que ella había regalado a Maruja hacía tiempo. Al verle por primera vez tan bien vestido, Teresa se inquietó sin saber por qué; había una nueva y extraña relación entre la admirable cualidad hierática de este cuerpo y el excelente traje que lo cubría, como si entre los dos elementos -que hasta hoy se habían desconocido entre sí- acabara de realizarse un pacto que en algún sentido resultaba alarmante e implicaba peligro. La aventura era inminente.

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