Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¿Qué ha ocurrido? -le preguntó ella señalando el brazo en cabestrillo-. Dina ha salido un momento…

– ¿Quién es Dina?

– La enfermera. No tardará en volver. ¿Por qué no le enseñas la mano?

– No es nada -dijo él-. Es que así voy más descansado.

Se quedó un rato sentado junto a Teresa, hojeando distraídamente algunas revistas. Sin embargo, pese a que hoy esperaba y deseaba que Teresa Serrat se ofreciera a llevarle a casa en coche, ni siquiera fue acompañado a la puerta. Debe tener algún compromiso, pensó.

Fue al día siguiente. Salieron juntos de la clínica, y como era temprano y él no tenía nada que hacer (“estoy de vacaciones”, dijo) le propuso a la muchacha hacer un alto en el camino para tomar un refresco. No pareció que ella tuviera mucho interés, pero tampoco dijo que no. Era partidaria de algún bar en el Monte Carmelo, lo cual extrañó a Manolo.

– Allí no tenemos nada que valga la pena -dijo él-. Pero conozco un sitio que está cerca, nos pilla de paso.

Había recordado el Tibet, al pie del Carmelo. Rincón sofisticado (falsa cabaña, troncos barnizados, techo de paja, luz embotellada) en la terraza de una vieja torre de los años treinta convertida en residencia y restaurant. Un altavoz emitía una música suave. El sitio era tranquilo, solitario, y a Teresa le encantó. Ocuparon una mesa junto a la veranda que daba sobre la carretera, más allá de la cual se veían huertas y algarrobos, con una balsa de agua que centelleaba al sol como un espejo y una antigua masía que hacía años había sido apresada por la ciudad. Al atardecer verían el cielo encendiéndose sobre el Parque Güell, tras el cerro llamado Tres Cruces. Teresa estuvo largo rato admirando el paisaje, de codos en la veranda, junto a Manolo.

– Me gusta tu barrio.

– ¿Ves aquellas pistas de tenis, allá abajo, entre los árboles? -Manolo señalaba con el brazo-. Es el Club de Tenis La Salud. De niño trabajé en las pistas, recogía pelotas, como Santana… A que nunca habías estado aquí.

– No creas -dijo ella mirando la colina del Carmelo-, en cierto modo todo eso me es familiar. No siempre he vivido en San Gervasio. Cuando niña vivíamos en la plaza de Joanich, en Gracia. Era después de la guerra, recuerdo que yo me escapaba a jugar a la calle, había unos chicos malísimos, pero a mí no me daban miedo. -Se echó a reír-. Mamá estaba aterrada por mi atrevimiento, y hoy todavía lo está, opina que no he cambiado nada. Allí fue donde un día, en la escalera de casa, un chico del Carmelo me tiró de las trenzas. Me hizo su prisionera y me tuvo detrás de la puerta un buen rato, hasta que pronuncié una contraseña, la palabra secreta. -Miró al muchacho con una sonrisa divertida-. Quién sabe, a lo mejor aquel chico eras tú.

– No -rió él-. Yo no vivía entonces en Barcelona. -¿De dónde eres, Manolo?

– De Málaga… Oye ¿tus padres son catalanes?

– Mi padre sí. Mamá es medio mallorquina, pero se crió aquí.

– ¿Nos sentamos? Anda, ven. ¿Qué bebes?

– No sé, un cuba-libre. Háblame de Maruja, de vosotros… Tú trabajas en una fábrica, ¿no?

Se sentaron frente por frente. Manolo puso una expresión de sorpresa:

– ¿Yo en una fábrica? ¡Ni que me maten! ¿Quién te ha dicho esa burrada?

Aunque sonreía, la cosa no parecía hacerle mucha gracia. Teresa se desconcertó.

– Maruja.

– Nunca entenderé a esa chica. Trabajo en los negocios de mi hermano. Compra-venta de coches. Se acabaron los malos tiempos.

Mentía, evidentemente, y Teresa Serrat creía saber por qué: “¿exceso de precauciones? -pensó-. Qué ridículo. No le he dado motivo para desconfiar de mí, al contrario”. Pero ya había decidido no meterse en esto y respetar la secreta condición del novio de Maruja. Lo que se proponía era otra cosa.

– ¿Recuerdas -empezó echándose hacia atrás en la silla y poniéndose las gafas de sol- que el primer día que fuimos juntos a la clínica, al salir, en el coche, te dije que quería hablarte de algo importante…? Pues lo he pensado mejor. Veo que no te gusta que me meta en tus cosas.

– Cierto -aventuró él, que ya husmeaba el peligro.

– Pero hay algo que debes saber, algo referente a lo que me dijiste cuando querías estrangularme, en la habitación… -Se echó a reír y él la imitó-. Me reprochabas mis relaciones con un chico que trabaja en la fábrica del padre de Luis Trías, en el Pueblo Seco. ¿Cómo supiste eso?

– Ah, misterio -dijo él sonriendo.

– Bueno, tampoco me extraña, con los contactos que debes tener… Pero es que no sabes toda la verdad, de lo contrario no me habrías hablado de aquel modo. Y hay que aclarar esto, no me gustan los malentendidos. Todo lo que te hayan contado de mí y de aquel chico, de nuestros encuentros, me tiene completamente sin cuidado, en el fondo. Pero anda por ahí mucho carca disfrazado de progresista, Manolo, te lo advierto.

– Yo salgo con quién me gusta y no tengo por qué dar cuentas a nadie.

– Yo no te he preguntado nada, Teresa. Está rico el cuba-libre.

– Por otra parte -añadió la joven universitaria bajando la cabeza- he decidido que esto se acabó. No quiero volver a saber nada con los cretinos de la Facultad… ni con nadie. Hay cosas más importantes que hacer-. Al decir eso le miró muy seria, solidaria, acercando el vaso a sus labios-. ¿No crees?

– Bueno, depende.

– Últimamente he tenido una experiencia de esas que no se olvidan en la vida. -Tras las gafas de sol, los ojos de Teresa apenas eran visibles. Sus labios adquirieron de pronto una expresión ultrajada. “Si te contara”, murmuró. “Cuenta, cuenta”, dijo él. “Prefiero no hablar de ello”.

Bebió muy lentamente del vaso, mientras Manolo la observaba en silencio. Luego ella sacó un paquete de Chester y fumaron. Teresa añadió que sólo de pensar en aquello sentía asco, y que pasarían años antes de que nadie volviera a ponerle las manos encima. “Pero se trata de una decisión personal mía que no altera el valor de las cosas -dijo en tono resuelto-. A lo que iba: aquel chico que tanto parece interesarte, el de las citas en el portal de las oficinas, me lo presentó Luis Trías. Se llama Rafa, es muy simpático…” A partir de este momento, Manolo concentró toda su atención y se esforzó por penetrar de algún modo la extraña relación de afectos y desafectos que trenzaban las palabras de la universitaria. El relato era por demás complicado: ella, según decía, se había decidido a contarle todo eso no porque tuviese mala conciencia, sino para que no creyera, como otros habían creído, que hizo amistad con Rafa sólo para darse el pico con él. Añadió que este chico era el encargado o cosa así de la Sección Cultural de la empresa, y que se ocupaba de la biblioteca y dirigía un grupo teatral. El pobre no tenía mucha preparación, pero sí una gran voluntad, y en ciertos aspectos valía más que algunos estudiantes de buena familia que ella conocía. “Una amiga mía y yo -siguió diciendo Teresa- le aconsejamos que intentara representar alguna cosilla de Brecht. “¿Conoces a Brecht?”. “Sigue, sigue”, dijo él. Teresa aseguraba que el chico se interesó muchísimo por la idea, aunque no era fácil ponerla en práctica. Ella le prestó libros, revistas, y se veían a menudo y hablaban de estas cosas. Un día se le ocurrió que podían organizar círculos de estudios, después de los ensayos. Por ejemplo, si no se podía representar a Brecht, por lo menos sí leerlo (“no sé si sabes lo que pasa con Brecht aquí…”, empezó. “Sigue, sigue”, insistía Manolo). Desgraciadamente, añadió la muchacha, todo acabó en nada, en parte por culpa de Luis Trías, que se desinteresó en seguida… “Pero ésta es otra historia. Mi idea era buena, aunque quizá prematura. Se me criticó, si supieras, pero yo sigo pensando que representar a Brecht en la Universidad no tiene la menor importancia, y en cambio en un centro obrero, fíjate…”

– Sí, pero ¿qué pasó con el Rafa? -preguntó Manolo.

– Nada. Nos vimos durante un par de semanas, ya te he dicho que era muy simpático y agradable. Pero las malas lenguas se soltaron; y a eso quería llegar: que en toda esta historia, lo único importante fue lo que se intentó, aunque no saliera bien, y que lo demás, lo que hubo entre yo y aquel chico, pues nada, es que no lo comprendo, vamos ¡ni que hubiésemos puesto en peligro el futuro de la revolución! -exclamó indignada-. Es absurdo tanto dogmatismo ¿no te parece?

Manolo reflexionaba. Aplastó el cigarrillo en el cenicero.

– Lo que yo digo es que no hay que mezclar la obligación con la devoción. Hay un momento para todas las cosas, ¿estamos? Porque vamos a ver, ¿tú qué querías del Rafa, prestarle libros o besarle?

Teresa quedó un rato en suspenso, luego se echó a reír.

– ¡Qué tontería! ¿Interesa tanto lo que yo haga o deje de hacer? Porque ¡hay que ver, chico, incluso tú has tenido que enterarte! -Cerró los ojos un momento, pero sus labios seguían sonriendo-. A lo mejor hasta existe un detallado informe acerca de mí y de mis amantes. ¡Sería divertido! Y perdona que insista, pero es que me tienes intrigadísima: ¿cómo lo has sabido?

Él sonrió ligeramente: “Adelante, chaval”, se dijo, y tendió la mano por encima de la mesa, despacio, le quitó las gafas de sol, clavó sus ojos en los de ella y dijo:

– Todo se sabe en esta vida. Yo estaba más cerca de ti de lo que te imaginas. Así estás mejor.

– Que estoy hablando en serio, Manolo.

– Yo también. Pero ya pasó, dejémoslo.

– Pues el otro día, en la clínica, te portaste conmigo como un verdadero comisario político. Todavía tengo la señal en el brazo, mira. Y fue por eso, reconócelo. A que sí.

A falta de algo mejor, el murciano optó por sonreír. Teresa le miró fijamente, adelantando el rostro, y añadió:

– ¿Por qué siempre te haces el longuis? No temas, hombre, no te preguntaré nada que pueda comprometerte. Hablemos de otra cosa, si quieres. De tu familia, de tus amigos…

De nuevo recostada en la silla, alzó los brazos y se desperezó, riendo, voluptuosa. ¡Esta es la Teresa alegre y graciosa, la auténtica, la que resulta tan fácil de amar!, piensa él, y procura complacerla hablando de su barrio: adivina oscuramente, en la atención maravillada que le dispensa ahora la muchacha, no sólo una nostalgia del suburbio, sino también cierto conflicto cultural cuya naturaleza aún le es extraña. Ve en sus profundos ojos azules, soñadores y confiados, anidar esa misma luz pura y suspendida de la tarde. ¿Qué extrañas suspicacias y esperanzas, qué sentimientos y emociones flotan dentro de este cálido, envolvente fluido azul de su mirada? A ratos le escucha como una colegiala aplicada y estudiosa, de codos en la mesa y con. el mentón en las manos, otros con esa languidez rosada de la dispersión emotiva, de la evocación fugaz que ya ha pasado, siempre con su expresión serena, pura, mirándole fijamente; su actitud meditativa, ligeramente embelesada, contrasta con la simplicidad del tema y algunas incoherencias (involuntarias, por supuesto) de parte del murciano: Teresa busca no exactamente el sentido de las palabras, sino lo que flota debajo o en torno a ellas, una corriente de fondo o un tejido sutil de ideas y emociones que ella misma, sin saberlo, va trenzando con sus preguntas; busca un acorde que irá creciendo, espesándose en el aire, en medio de los dos, en el pequeño espacio (cada vez más pequeño) que les separa por encima de la mesa, y que acabará envolviendo sus cabezas como una nubecilla invisible. Hace muchas preguntas, pero son puramente sensitivas, buscan no la verdad, sino más bien un clima ideal para la verdad; no obedecen a un deseo de saber, sino a un cordial deseo de confirmación: porque Teresa Serrat ya sabe, ya tiene su idea y su dulce veredicto sobre la vida de un joven como éste en un suburbio. Así, ciertas opiniones expresadas entusiásticamente por ella (“la vida de un pecé, de todos modos, ha de ser estupenda e incluso divertida en tu barrio, las noches del verano, con los compañeros, las discusiones en el café…”) merecían, por confusas, una inmediata y rotunda negativa del murciano (“¡qué peces de colores ni qué noches de verano, si allí sólo hay aburrimiento y miseria!”), pero esta negativa no hacía sino resbalar sobre su sonrisa feliz, no la inducía a ningún cambio de criterio, a la más leve alteración en su escala de valores; su límpida y risueña mirada seguía afirmando: “Sí, qué maravilla tu barrio”.

33
{"b":"87972","o":1}