Teresa quedó momentáneamente sorprendida. Luego sonrió y dijo: “comprendo”, mientras el murciano parecía reflexionar, con los ojos en el suelo y los brazos en jarras. Miró a la muchacha. Aquellas gafas negras. Siempre le había irritado hablar con la gente que esconde sus ojos detrás de gafas negras. Tres días horribles, desesperantes, sin saber si había dejado a Maruja viva o muerta y ahora tenía que adivinarlo a través de unas malditas gafas negras. “¡Eh, chavales, a correr, largo de aquí!”, gritó a los niños, que apenas se movieron.
– Comprendo -volvió a decir Teresa-. Pero no tienes nada que temer. -Y en el mismo tono intencionado que un día le dijo “todos estamos con usted”, añadió-. Puedes estar tranquilo, lo sé todo.
Él le volvió la espalda y, repentinamente, acarició la cabeza rizada del niño que tenía más cerca: seguía asustado. ¿Qué pretendía la rubia? ¿Qué sabía?
– Está muy grave -dijo ella-. Resbaló en el embarcadero. Se golpeó la cabeza y lleva varios días sin conocimiento. Te llama…
El murciano había empezado a ponerse el niki (era negro, de manga muy corta, con una rosa de los vientos estampada en el pecho), lo tenía sobre su cabeza mientras tanteaba las mangas; los flancos del tórax y el revés de sus brazos eran de un color moreno pálido, casi luminoso. “¿Se cayó dónde?”, preguntó, ya más tranquilo. Pero ella parecía repentinamente abatida y le estaba hablando de otra cosa: “… culpa mía, en realidad, sólo mía, porque si no le hubiese regalado aquellas sandalias, si no le hubiese metido prisa… Ella es tan complaciente, tú ya la conoces “
– ¿Donde está? ¿En la villa?
– No, aquí, en una clínica. Chico, qué desgracia. Pensé que había que avisarte, que desearías verla…
– Pues claro.
– ¿Vamos ahora?
Él avanzó unos pasos hacia la carretera, los niños se apartaron, pasó junto a Teresa y se paró. Aún no comprendía nada, nada… Vio el coche sport estacionado a unos cincuenta metros y rodeado de mirones (libre de la Rosa por un rato -el tiempo de un vermut en el bar Delicias- allí estaba también Bernardo con su curiosidad simiesca, ya totalmente inofensivo, admirando las rutilantes formas del automóvil) y un poco más lejos, en la puerta del taller, a su hermano disponiéndose a cerrar.
– ¿Ahora? -meditó él-. ¿Tenemos tiempo?
– Si quieres -propuso Teresa poniéndose a su lado-, luego puedo acompañarte.
– ¿No te molesta?
– Oh, no, en absoluto. Tengo todo el día para mí. -Y había algo muy personal en la voz, que no le pasó por alto al joven del Sur, cuando añadió-: Se puede decir que estoy sola en Barcelona. Es la primera vez que me ocurre en época de vacaciones. -Y para equilibrar quien sabe qué misterioso sobresalto emotivo-: Bah, antes me habría puesto la mar de contenta, pero ahora, no sé… Me da lo mismo. Además, pienso en Maruja.
El tapizado del coche desprendía un olor dulzón a cremas. El pobre Bernardo estaba sencillamente anonadado cuando se apartó para dejar paso a Manolo: se movió un rato en torno al Floride, a distancia, como un lobo viejo y achacoso alrededor del rebaño que ya no puede apresar. El Pijoaparte cerró mal la puerta (tal como temía), con una torpeza que, contrariamente a lo que creía, a ella le pareció encantadora. “Deja, no te preocupes -dijo Teresa inclinándose hacia él (su hombro fragante le rozó la barbilla) para volver a abrir-. Así, ¿ves? Fuerte”, y cerró de golpe. El coche se puso en marcha y los niños corrieron tras él hasta la primera revuelta de la carretera, donde se pararon para seguirlo con los ojos mientras serpenteaba lentamente carretera abajo.
Antes de llegar al Parque Güell, Teresa ya le había contado la caída de Maruja en el embarcadero y cómo fue hallada al día siguiente en la cama, sin sentido, quince horas después de ocurrido el accidente. Se reservó para más adelante decirle que sabía que él, Manolo, había estado con Maruja aquella noche. Él la escuchaba mirando al frente con expresión grave, los brazos cruzados sobre su rosa de los vientos. Todo aquello resultaba bastante complicado. Cerró los ojos y vio otra vez a Maruja entrando en su cuarto con la mirada febril, somnolienta, caminando sin fuerzas: así pues, ya llevaba el mal dentro, y él no tenía la culpa. Lo que no comprendía era cómo Teresa y su amigo podían invitar a una criada en sus paseos en canoa, y por qué no la habían obligado a volver a casa después de la caída (una cosa estaba clara: por alguna razón, por negligencia quizá, a Maruja le habían hecho la pascua). “Eres boba, a ti siempre te engañarán”, recordó haberle dicho más de una vez. De nuevo sintió pena por ella y al mismo tiempo un alivio, ya que aquella noche, cuando la dejó abandonada en la cama, la creía muerta. Entre tanto, Teresa conducía su automóvil con una deliciosa idea mítica de las manos, se adornaba en torno al volante con todo el ceremonial que requería el momento, la compañía y el hermoso panorama de la ciudad extendiéndose a sus pies: expresaba una íntima satisfacción en cada curva, con el chirrido de los neumáticos, con los cambios de marcha, y sin darse cuenta fue adquiriendo velocidad. Manolo estaba atento a la carretera y al perfil de Teresa. Viéndola así, de perfil, el joven del Sur empezó a barajar nuevamente su preciosa colección de postales azulinas: un accidente, Teresa malherida, el coche arde, él la salva…
– Estás muy callado -dijo ella-. Afectado por lo de Maruja, ¿verdad?
– Sí.
Pasaron junto a la explanada donde la maltrecha banda seguía tocando bajo el sol.
– Mira, qué maravilla -exclamó Teresa-. Me encanta tu barrio. ¿Por qué tocan? ¿Quiénes son?
El Pijoaparte la miró con el rabillo del ojo.
– Meningíticos. Hijos de la sífilis, del hambre y todo eso. De ahí, del Cottolengo. Unos desgraciados.
– Ah.
– ¿Cómo supo usted… cómo supiste dónde vivo?
– Por Maruja. Lo sé desde hace tiempo. Sé muchas cosas de vosotros… Oye, ¿por qué has dicho antes que no sois novios?
– Porque es la verdad… Las cosas a veces no son lo que parecen. Yo no estoy comprometido con nadie, nunca lo estuve, no puedo. No sé lo que ella te habrá contado, pero sólo somos… amigos.
Teresa aprovechó una recta, en llano, para mirar al chico y poner la tercera. “Comprendo”, dijo y dio todo el gas. La sacudida echó a Manolo hacia atrás. “Chica moderna, sí señor, con otra cultura” pensó él. Pero lo que dijo fue:
– Sólo amigos. Una cosa corriente en la juventud de hoy.
– No disimules, hombre -dijo Teresa-. Ya te he dicho que lo sé todo.
El murciano decidió cambiar de tema.
Entonces, ¿Maruja está grave?
– No sabría decirte, está sin sentido. Pero yo creo que sufre mucho…
Así debía ser, porque al entrar en la habitación (la enfermera salió diciendo que tenía que hacer unas llamadas telefónicas) y ver a Maruja postrada, tan pálida, se impresionó mucho más de lo que había supuesto. Un delgado tubo de goma le salía de la nariz, quedaba sujeto a su frente con una tira de esparadrapo y caía sobre la almohada con una pinza en la punta. Parecía no sólo muerta, sino maltratada, ultrajada y luego olvidada, como si ya llevara años allí. ¿Qué extraña enfermedad era aquella? ¿Qué le había hecho? Sufría, en efecto (no había más que mirar su ceño fruncido) pero mucho antes de experimentar este sufrimiento y este abandono, mucho antes de ser una chica triste y de pocas luces, incluso mucho antes de tener conciencia de que ella nunca sería nada ni nadie, parecía ya como si algo espantoso se le hubiese hecho a la muchacha, algo sordo y sin nombre. Allí tendida, recogida en su silencio, inofensiva y frágil, sudando y sudando un sudor macilento y frío, no parecía ya tener vínculos con nadie, ni con aquel trémulo mañana que ella había soñado para los dos, ni con la esperanza, ni con el amor, ni siquiera con él (¿él la había amado alguna vez?, se preguntó) nada que le permaneciera fiel de algún modo. ¿Hasta qué punto también su mano, abofeteándola, la había postrado en esta cama?
Se sorprendió sentado en una silla y con la mano de Maruja entre las suyas, acariciándola. Un ardor le subía por el pecho. Notó una mancha rosa y perfumada desplazándose tras él con sigilo: la falda de Teresa. Guardó silencio durante mucho rato, y a una pregunta que le hizo Teresa en voz baja: “¿Por qué no pruebas a llamarla?”, cerró los ojos. Se le apareció durante un segundo aquella cabecita despeinada y húmeda, pero hundida en otra almohada, y escuchó un rumor de olas, un jadeo de cuerpos enlazados. “Marujita, chiquilla… ¿qué te han hecho?”. Entonces notó la mano de Teresa en su hombro. Y ante el temor de que la ternura o la compasión acabaran por jugarle una mala pasada, concentró su impulso vital, reprimido durante tres días a causa del miedo y los remordimientos, en un arrebato de indignación. Teresa, que se había quedado quieta tras él, apoyada de espaldas a la puerta, le vio levantarse de pronto y echársele violentamente encima: “¿Qué te pasa?”.
Vio en su cara la resolución que precede a las peleas de golfos: antes de atenazarle el brazo con su fuerte mano, él frotó la palma en la deslucida pernera de sus tejanos (un trinxaraire no lo haría mejor, tuvo tiempo de pensar en ella, evocando un nebuloso verano de su infancia, cuando el hijo de un refugiado de guerra la arrinconó bajo el hueco de la escalera, y la palmeó y la lastimó hasta que nudo escapar) y la rosa de los vientos se dilató en su pecho al aspirar hondo. Teresa notó en el acto la tibia transpiración de la piel del muchacho, un olor a almendras amargas que se mezcló con su propio perfume y repentinamente lo impregnó todo, envolviéndoles a los dos. Tenía su rostro a menos de un palmo, pero no le veía bien, sólo le oía gritar mientras la zarandeaba cogida del brazo: “¡¿Por qué no se me avisó antes?! ¡Di, por qué! ¡¿Por qué no la llevaste en seguida al médico, para qué coño la querías en la canoa?! ¡ Contesta!”. Teresa le miraba asombrada. “Por favor, que me haces daño…” Tocó con la mano, por la espalda, el pomo de la puerta. “No grites, por favor, salgamos fuera…” Pero no podía moverse, no podía hacer otra cosa que intentar contener aquel ímpetu irrazonable. Estaba asustada y fascinada por el espectáculo de su rostro, ese borrón de piel morena donde brillaban unos dientes blancos, unos ojos furiosos, el mechón de negros cabellos caído sobre la frente, y palabra tas y maldiciones lanzadas al absurdo; cada vez le tenía más cerca; vio con sorpresa su propia mano sobre la rosa de los vientos, no empujando o frenando el avance del pecho, sino simplemente posada allí, como si descansara a gusto. “Cálmate, te lo ruego, Maruja está muy grave…”. A partir de este momento ya no escuchó más lo que él decía, una querella torrencial: “¡Qué puñeta haces metida siempre entre las piernas de tus amigos, en aquel portal! ¡Vamos; di!” Pero lo primero era sacarle del cuarto. Consiguió abrir un poco la puerta, arrimándose a él para desplazarle, y, al ladear el cuerpo para salir, perdió el apoyo y quedaron un momento bloqueados los dos, entre las hojas de la puerta, sin poder dar un paso adelante ni atrás y envueltos en aquella oleada azul de las almendras. “Suéltame, ¿estás loco?”. La madera de la puerta crujía. Teresa se debatió como en una pesadilla, turbada por la voz frenética y el ardor de unas preguntas inconcebibles que la acusaban, dictadas no tanto por un supuesto amor a Maruja (podía darse cuenta de ello incluso en medio de ese ardor creciente en que se debatían los dos) como por la indignación y la ira. Pero ¿cómo sabía él, qué contactos podía tener para estar enterado de sus encuentros con un obrero de la fábrica del padre de Luis Trías, y sobre todo, de sus momentos de negligencia y de irresponsabilidad? El respeto, el miedo, la impresionante autoridad moral que vio de pronto en él fue como una nueva revelación, y el brazo le dolía y sus ojos empezaron a llenarse de dulces lágrimas; dulces como nunca en la vida hubiese imaginado. Rendida, sin fuerzas, había ya apoyado la cabeza en el pecho del muchacho cuando, de pronto, se abrió la puerta del cuarto de estar y apareció la enfermera. Su rostro no expresaba ninguna sorpresa (en voz baja, como hablando consigo misma, decía: “Qué fa aquest allot? Es doctor no vol escándol… ”) mientras avanzaba hacia ellos. Lo primero que hizo fue apartarles de la puerta y cerrar la habitación de Maruja por fuera. Ellos se soltaron precipitadamente. Quedaron los tres en el saloncito. La enfermera atendió a Teresa. “No es nada”, murmuró ella. Manolo empezó a pasear de un lado a otro como un animal enjaulado, mirándolo todo como si buscara algo para romper, golpeó las paredes y los muebles mientras mentaba a Dios y al diablo en voz baja, seguido por la enfermera que intentaba sujetarle sin conseguirlo. Probablemente todo habría acabado de la manera más grotesca y humillante para él (¿cómo rematar aquellos fuegos de artificio, sino con excusas y el ridículo?) de no ser porque inesperadamente, por uno de esos golpes de suerte con que a veces el destino premia a los seres dotados de imaginación y de audacia, hizo su aparición el amor y la sangre, combinación omnipotente y omnipresente: en su formidable arrebato, al golpear la celosía con el puño y en el momento de murmurar: “Maruja, Marujilla…” como en una agonía, Manolo se hizo un profundo corte entre los nudillos. La sangre y el silencio brotaron aliviados. La enfermera se reveló algo prosaica, pero práctica: “Traiga el alcohol y la gasa, está en la habitación”, le ordenó a Teresa mientras sujetaba la muñeca del muchacho. La fascinada rubia obedeció con la rapidez del rayo. El corte se hallaba en mal sitio para cicatrizar. Y derrumbado en una butaca, vencido por los elementos, digno, pálido y ausente, el Pijoaparte se dejó curar y vendar la mano.