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Paddy alargó una mano, cogió el cheque, lo abrió muy despacio y leyó la cifra que yo había escrito. Se quedó lívido y empezó a sudar de tal manera que tuvo que pasarse por la frente, temblando, un pañuelo mugriento que sacó de un bolsillo del pantalón.

– No… No es… No es posible -balbuceó.

– Sí que lo es. En Pekín vendimos todas las joyas que habíamos sacado del mausoleo y dividimos en tres partes iguales la cantidad obtenida: una para Wudang, otra para usted y otra para mí.

– ¿Y los niños?

– Los niños se quedan conmigo.

– Pero yo no corrí tantos riesgos como ustedes, yo no llegué al mausoleo, yo…

– ¿Quiere callarse, Paddy? Usted perdió una pierna por salvarnos la vida, algo que nunca podremos agradecerle bastante, así que no se hable más.

Sonrió ampliamente y metió el cheque en el mismo bolsillo donde acababa de guardar el pañuelo.

– Tendré que ir al banco -murmuró.

– Tendrá usted que asearse antes -le recomendé-. Y, hágame caso, Paddy: váyase de China. No podemos fiarnos de la Banda Verde y usted es muy conocido en Shanghai. Coja un barco y vuelva a irlanda. No necesita seguir trabajando. Podría comprarse un castillo en su país y dedicarse a escribir libros. Nada me gustaría más que leer esta historia del tesoro del Primer Emperador en una buena novela que compraré en alguna de mis librerías preferidas de París. Los niños y yo podríamos visitarle de vez en cuando y usted podría venir a nuestra casa y quedarse con nosotros todo el tiempo que quisiera.

Le vi fruncir el entrecejo. No había continuado bebiendo. El vaso, lleno, permanecía abandonado sobre la mesa.

– Tendrá usted que conseguir los papeles de Biao -comentó preocupado-, si es que existen. No podrá salir de China sin documentación.

– Hablaré esta tarde con el padre Castrillo, superior de la misión de los agustinos de El Escorial -admití-, pero no me preocupa lo que me diga. El niño tiene ciertos contactos y podría conseguir documentación falsa en unas pocas horas. El dinero no es problema.

– ¡Cómo ha cambiado usted, Elvira! -exclamó, soltando una carcajada-. Antes era tan remilgada, tan timorata -Se dio cuenta de pronto de las insolencias que estaba diciendo y replegó velas-. Discúlpeme, no quería ofenderla.

– No me ofende, Paddy. -Era mentira, claro, pero había que decir eso-. Tiene usted razón. He cambiado muchísimo, más de lo que se imagina. Y para bien. Estoy contenta. Sólo hay algo que me preocupa.

– ¿Puedo ayudarla?

– No, no puede -repuse, contrariada-, salvo que esté en sus manos cambiar el mundo y conseguir que Biao no sea rechazado en París por ser chino.

– ¡Ah, eso va a ser muy difícil! -exclamó, quedándose pensativo.

– No sé cómo voy a resolver este problema. Biao tiene que estudiar. Es increíblemente inteligente. Cualquier especialidad de ciencias será perfecta para él.

– ¿Sabe de qué me estoy acordando? -murmuró Paddy-. Del «incidente de Lyon».

– ¿«Incidente de Lyon»?

– Sí, ¿no lo recuerda? Ocurrió hace un par de años, a finales de 1921. Después de la guerra en Europa, Francia reclamó mano de obra a sus colonias en China para cubrir el déficit de las fábricas. Se enviaron ciento cuarenta mil culíes. Al mismo tiempo, como propaganda, se invitó también a los mejores alumnos de todas las universidades de este país a continuar sus estudios en Francia, con la intención, decían, de promover las relaciones y el contacto entre ambas culturas. No quiera saber cómo terminó aquella historia -gruñó, retrepándose en el asiento-. A los pocos meses de llegar los primeros becarios, la Sociedad de Estudios Franco-Chinos estaba en bancarrota, no había ni un franco para pagar los gastos de estudios e internados. Los jóvenes, casi todos de buenas familias o especialmente inteligentes, como Biao, tuvieron que ponerse a trabajar en las fábricas junto a los culíes para poder comer y otros, con más suerte, encontraron trabajo como lavaplatos. Los demás se convirtieron en pordioseros que vagaban por las calles de París, Montargis, Fontainebleau o Le Creusot. El embajador de China en Francia, Tcheng Lou, se lavó las manos como Pilatos y anunció que no pensaba hacerse cargo de aquellos desgraciados entre los que, además, empezaban a hacer furor los ideales comunistas transmitidos, todo hay que decirlo, por el propio Partido Comunista Francés, que encontró en ellos un campo abonado y listo para sembrar.

Le escuchaba horrorizada, imaginando a Biao en semejante situación. ¿Qué sería considerado el niño en Francia? ¿Un culí chino, un lavaplatos, un obrero de fábrica, un revolucionario comunista…?

– A finales de septiembre de 1921 -siguió contándome Paddy-, los estudiantes organizaron una manifestación frente a las puertas del Instituto Franco-Chino de Lyon, ubicado en el fuerte Saint-Irénée. El embajador Tcheng manifestó que el Imperio Medio no pensaba hacerse cargo de aquellos agitadores así que, tras una dura carga policial en la que hubo bastantes heridos, algunos de aquellos estudiantes fueron expulsados del país y otros consiguieron que sus familias les mandaran dinero para pagarse el billete de regreso.

– ¿Intenta decirme que sería mejor dejar a Biao en Shanghai? -me angustié.

– No, Elvira. Le informo de lo que el niño se va a encontrar en Europa. No se trata sólo de Francia. La mentalidad colonial europea es un muro muy alto contra el que Biao va a tener que enfrentarse. Da igual que sea listo, bueno, honrado…, incluso rico. Da igual. Es chino, es amarillo, tiene los ojos rasgados. Es diferente, es de las colonias, es inferior. Siempre se pararán a mirarlo cuando vaya por la calle y le señalarán con el dedo en Francia, en Alemania, en Bélgica, en Italia, en Inglaterra, en España…

– Creo que es usted demasiado pesimista, Paddy -me sublevé-. Sí, será diferente, pero acabarán acostumbrándose a su diferencia. Llegará un momento en que las personas más cercanas, sus compañeros de aula, sus profesores, sus amigos no notarán que tiene los ojos rasgados. Será sólo Biao.

– Y, además, necesitará un apellido -apuntó Paddy-. ¿Le adoptará usted? ¿Se convertirá en la madre legal de un chino?

Ya sabía yo que iba a llegar ese momento.

– Si es necesario, lo haré -repuse.

Me miró largamente, no sé si con lástima o con admiración, y, luego, haciendo un gran esfuerzo, se incorporó y recogió sus muletas. Yo también me puse en pie.

– Cuente con mi ayuda -dijo sin más-. Ahora, voy a asearme, como usted me ha sugerido que haga, y voy a ir al banco. Me compraré ropa y un pasaje para Inglaterra. Después, pasaré por su hotel, aunque no me ha dicho dónde se aloja…

– En el Astor House.

– Me pasaré, pues, por el Astor y… No, mejor aún, me alojaré yo también en el Astor House y volveremos a hablar sobre este asunto. Gracias, Elvira -murmuró, tendiéndome una mano. Se la estreché con calor y me dirigí a la puerta, seguida por los rítmicos taconazos de sus muletas.

– Nos encontraremos, pues, en el hotel -dije a modo de despedida. Él sonrió.

– Hasta luego.

Pero ya no volvimos a verle. Aquella tarde, a la vuelta del orfanato tras arreglar todo el asunto de la documentación de Biao con el padre Castrillo, el conserje me entregó un sobre con los billetes de primera clase que M. Julliard había adquirido para los niños y para mí en el paquebote Dumont d'Urville que salía al día siguiente, miércoles 19 de diciembre, a las siete de la mañana, en dirección al puerto de Marsella. Junto al sobre del abogado, había otro con una nota firmada por Patrick Tichborne en la que me pedía disculpas por no acudir a la cita; había tenido la gran suerte de encontrar pasaje en un vapor que partía esa misma noche rumbo a Yokohama. Tras mucho pensar, había decidido marcharse a Estados Unidos, a Nueva York, donde podría conseguir que le pusieran la mejor pierna ortopédica del mundo. Prometía localizarme en París en cuanto volviese a Europa.

Pero no lo hizo. Ya no hubo más noticias de Paddy. Nunca volvimos a saber de él. Supongo que consiguió su pierna ortopédica y que se dedicó a vivir como un rey y a emborracharse en alguna parte del mundo con la fortuna conseguida en el mausoleo del Primer Emperador.

Los niños y yo regresamos a mi casa de París. Fernanda, debido a todo lo que había aprendido en China y, sin duda, a una cierta propensión familiar, desarrolló con los años un agudo sentido de la independencia que la convirtió en una mujer de genio terrible. Cuando el joven y brillante Biao entró en el afamado Lycée Condorcet, mi sobrina decidió que ella también quería estudiar. Mientras nos construían una espléndida casa en las afueras de París, me vi obligada a ponerle profesores particulares de las mismas asignaturas que tenía Biao en el lycée. Después de mudarnos, continuó estudiando y cuando Biao ingresó en l’Université de París, en La Sorbonne, para cursar ciencias físicas, ella fue la primera mujer extranjera que pudo matricularse -no sin que yo tuviera que recurrir a todas las amistades e influencias que me fueron posibles- en L'École Libre de Sciences Politiques, donde, al poco tiempo, conoció y se comprometió con un joven diplomático de ideas modernas que sabía manejarla como nadie.

Biao resistió con valentía las difíciles pruebas que tuvo que soportar en París por su condición de oriental. Nunca se tomó a mal las bromas de mal gusto ni los obstáculos que algunos idiotas pusieron en su camino. Continuó adelante como un tren sin frenos, doctorándose a los pocos años con las calificaciones más altas y todos los laudes universitarios existentes y, como en Francia no conseguía encontrar trabajo, acabó aceptando el contrato de una empresa norteamericana radicada en California que le hizo una oferta laboral digna de un emperador. Al poco de llegar a Estados Unidos conoció a una chica llamada Gladys y se casó con ella (ésa fue la primera vez que crucé el Atlántico) y un año después, Fernanda se casaba también con André, el diplomático experto en supervivencia, y se marchaba a un país impronunciable del continente africano.

¿Qué hice yo? Bueno, mientras tuve a los niños en casa, me dediqué a pintar y a comprar pintura. Gasté una considerable cantidad de dinero en adquirir cuadros de mis pintores favoritos y me convertí en una coleccionista de renombre. También abrí varias galerías de arte y una espléndida academia de pintura en la rue Saint-Guillaume. Cuando Fernanda y Biao se marcharon, me dediqué a viajar por Europa para visitar museos y exposiciones. Poco después, en 1936, un grupo de militares fascistas dio un golpe de Estado en España y comenzó la Guerra Civil. Me fui entonces al sur, a la frontera, donde colaboré personal y económicamente con los refugiados republicanos que huían del país. Era una tarea interminable, agotadora. Cruzaban a millares los Pirineos todos los días huyendo del ejército enemigo y estaban perdidos, sin dinero, sin comida y sin conocer el idioma. Llegaban sucios, enfermos, heridos, desmoralizados… Fue un trabajo muy duro que, cuando parecía tocar a su fin, tuvo su inmediata continuación en la Segunda Guerra Mundial. Para entonces yo había cumplido ya los sesenta años y Biao, que tenía dos niños de corta edad, me ordenó tajantemente que saliera de Europa y me fuera a California con su familia y con él. Fernanda, desde el país africano impronunciable, me aconsejó que lo hiciera, dijo que era lo mejor, lo más seguro, que Francia no tardaría en caer en manos de los nazis y que ella y sus dos pequeños hijos me seguirían en poco tiempo.

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