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– Nada de todo esto tiene aparentemente relación con las ballestas -seguía diciendo el maestro Rojo-. En cambio, sí la tiene una de las más importantes hazañas del emperador Yu: contener y controlar los desbordamientos de las aguas. La suya fue la época de las grandes inundaciones que asolaron la tierra. Las lluvias y las crecidas de los ríos y de los mares mataban a muchas personas y destrozaban las cosechas. Según cuenta el Shanhai Jing, el «Libro de los Montes y los Mares»…

– ¿También tienen una copia de…?

– ¡Lao Jiang, por favor! -le atajé en seco. ¿Es que no había ni un solo libro antiguo que no le interesara?

– … los emperadores del Cielo y los espíritus celestiales ordenaron a Yu librar al mundo del peligro de las aguas. Pero ¿por qué se lo ordenaron a Yu? Pues porque conocían a Yu, que viajaba al cielo con frecuencia para visitarlos.

– ¿Y cómo viajaba hasta el cielo? -preguntó Fernanda, muy interesada.

– Con una danza -dije yo, recordando lo que me había contado el maestro Tzau; el maestro Rojo sonrió y asintió con la cabeza-. Yu bailaba una danza mágica que le llevaba hasta las estrellas.

– Una danza que sólo conocemos algunos pocos practicantes de las artes internas y que se llama «El Ritmo de Yu» o «Los Pasos de Yu».

– Sigo sin ver la relación -protestó el anticuario.

– Una danza, Lao Jiang -exclamé, encarándome con él-. Danza, pasos… -Me miró como si me hubiera vuelto loca-. ¡Pasos, pisadas, baldosas, ballestas, dragones…!

Sus ojos se agrandaron demostrando que, por fin, había comprendido lo que quería decirle.

– Ya lo entiendo -murmuró-. Pero sólo usted conoce los pasos de esa danza, maestro Jade Rojo y no vamos a empezar nosotros a aprenderla ahora.

– Cierto, es un poco difícil -admitió el maestro-, pero pueden seguirme. Pueden pisar donde yo vaya pisando imitando mis gestos.

– Lo de los gestos no será necesario -comenté.

– ¿Podremos recuperar nuestras bolsas? -preguntó Fernanda.

– Eso va a ser un problema -admití con remordimientos. Como no pasáramos danzando cerca de ellas, las habíamos perdido para siempre por culpa mía, por lanzarlas alegremente para hacer pruebas.

– ¿Empezamos? -nos animó el maestro.

– Pero ¿y si la danza no es la solución correcta? -se inquietó Biao. Además de las teorías de Lao Jiang, también se le iban pegando mis manías.

– Pues ya pensaremos en otra cosa -le dije, poniéndole una mano en la espalda y empujándolo hacia las puertas-. Lo que ahora me preocupa es que no sabemos cuál es el punto de inicio, la baldosa para dar el primer paso.

Pero el maestro Rojo ya había pensado en ello. Le vi inclinarse y coger sin aprensión un largo hueso de alguno de los siervos Han que habían quedado cerca del dintel después de que yo los escampara con la flecha.

– Pónganse contra las paredes, lejos de las puertas -nos recomendó. Cualquier dardo que saliese de la pared norte y no encontrase en el salón nada contra lo que clavarse, saldría disparado hacia la explanada de abajo llevándose por delante a quien estuviese en su camino. Era mejor no jugársela. Quien sí iba a correr ese peligro era el maestro Rojo, aunque se tiró al suelo, ocultándose tras el madero del umbral, y se parapetó también detrás de su hato por si las moscas. Con el hueso en la mano derecha fue golpeando, una a una, las losetas de la primera fila, arrastrándose como una culebra desde la primera puerta de la derecha hasta la última de la izquierda, la más cercana a nosotros. El primer baquetazo nos alegró el corazón: no se disparó ningún dardo, pero es que el maestro había golpeado con demasiada suavidad porque no se fiaba de la solidez del hueso. El segundo, sin embargo, provocó el esperado disparo desde la pared norte y el dardo salió por la puerta y pasó por encima de la barandilla de piedra de la terraza. Lo mismo sucedió con la siguiente baldosa, y también con la siguiente, y con la siguiente… Las flechas volaban ahora hacia las escalinatas que tanto nos había costado subir. Pero no nos desanimábamos aunque se fueran terminando las oportunidades; sabíamos que estábamos en el buen camino y, por eso, cuando el maestro Rojo golpeó dos veces la misma baldosa sin que ninguna saeta se disparase desde el fondo, todos soltamos una exclamación de alegría.

– Es aquí-dijo muy seguro-. La siguiente tampoco debería provocar una descarga.

Y, en efecto, le asestó un golpe y no hubo dardo cruzando el aire.

– Este es el lugar donde empieza la danza -anunció poniéndose en pie.

– ¿No debería golpear también las que faltan para comprobar que no se equivoca? -insinué mientras nos colocábamos detrás de él.

– Las que faltan, madame, provocarían disparos.

– ¿Está seguro? Entonces, ¿cómo piensa avanzar?

– Tía, por favor, espérese un poco. Ya veremos qué pasa.

El maestro, demostrando un arrojo sorprendente, levantó una pierna y luego la otra y puso un pie en cada una de las dos losas contiguas que no habían hecho saltar las bolas metálicas de las bocas de los dragones. Lo había conseguido. Estaba dentro y, en apariencia, a salvo.

– Echaos al suelo, niños -ordené, tirándome yo también y viendo cómo Lao Jiang me imitaba-. Maestro Rojo, por favor, compruebe antes con el hueso la siguiente baldosa que vaya a pisar e intente alejarse del ángulo de tiro.

Como no nos atrevimos a levantar las cabezas, no pudimos ver lo que estaba ocurriendo. Sólo escuchamos los golpes que iba dando el maestro y, por el momento, no se oía el silbido de ningún dardo. Los golpes se alejaban. El maestro seguía avanzando por el salón.

– ¿Se encuentra bien, maestro Jade Rojo? -pregunté a gritos.

– Muy bien, gracias -respondió-. Estoy llegando a los primeros escalones.

– ¿Cómo le vamos a seguir nosotros? -se inquietó mi sobrina.

– Supongo que nos dirá el camino cuando llegue al final.

– Pues será muy fácil equivocarse -objetó ella-. Una losa errónea y se acabó.

Tenía razón. Había que cambiar de estrategia.

– ¡Maestro Jade Rojo! -llamé-. ¿Podría volver?

– ¿Que vuelva? -se sorprendió. Su voz sonaba muy lejana.

– Sí, por favor -le pedí. Esperamos pacientemente, sin movernos, hasta que le oímos llegar. Sólo entonces nos incorporamos con un suspiro de alivio.

– Ha ido bien, ¿verdad? -preguntó Lao Jiang, satisfecho.

– Muy bien -asintió el maestro-. «Los Pasos de Yu» funcionan.

– Tome, maestro Jade Rojo -dije yo entregándole mi caja de lápices-. Marque las baldosas seguras con cruces de colores para que nosotros sepamos dónde debemos pisar.

– Pero si pueden seguirme -objetó-. No corren ningún peligro. Vengan conmigo ahora.

No me gustaba la idea. No me gustaba nada.

– El maestro tiene razón -indicó el anticuario-. Vayamos con él.

– De todas formas, marcaré el suelo -dije, terca, sin querer admitir que me iba a resultar imposible hacerlo-, por si debemos dar la vuelta y salir corriendo.

De ese modo fue como tuvimos el gran honor de conocer y seguir «Los Pasos de Yu», una danza mágica de cuatro mil años de antigüedad que podía llevar hasta el cielo a los antiguos chamanes chinos (porque no estaba demostrado que llevase a los monjes taoístas y, desde luego, a nosotros no nos llevó).

Tras el maestro Rojo iba Lao Jiang, después yo, después Fernanda y, por último, el niño. Cuando me llegó el turno, puse los pies sobre las dos primeras baldosas temblando de arriba abajo. Lo siguiente fue dar un paso en diagonal hacia la izquierda con un solo pie y, saltando a la pata coja, avanzar dos baldosas más. A continuación, con otro desvío en diagonal hacia la derecha, tres pasos más con el pie derecho; otros tres con el izquierdo; de nuevo tres con el derecho; otros tres con el izquierdo y, por fin, parada con los dos pies apoyados uno junto a otro como al principio. El maestro Rojo nos había dicho que esta primera secuencia se llamaba «Peldaños de la Escala Celeste» y que la siguiente era la «Fanega del Norte» [50] que consistía en dar un salto en diagonal a la derecha, otro hacia adelante, otro más hacia la izquierda y tres adelante, como dibujando la silueta de un cazo.

A grandes rasgos, éstos eran «Los Pasos de Yu» y, repitiendo ambas series, llegamos hasta los primeros escalones donde comprobamos con alivio que no había ballestas apuntando hacia nosotros. A esas alturas habíamos recuperado mi bolsa y la de Biao, pero no la de Fernanda, que había quedado situada bastante lejos del camino trazado por la danza. La niña estaba enfurruñada y me miraba insistentemente de un modo que me hizo sospechar que, si no hacía algo por devolverle lo que le había quitado, tendría que aguantar sus reproches durante el resto de mi vida y, claro, eso no era conveniente para mi salud, así que me puse a pensar como una loca en cómo rescatar aquel hato abandonado. Consulté en voz baja con Lao Jiang que, tras opinar que tal esfuerzo era una tontería, me aseguró, molesto, que él se encargaría del asunto. Abrió su bolsa de las sorpresas y extrajo el «cofre de las cien joyas» y, luego, una cuerda muy fina y extremadamente larga en uno de cuyos cabos anudó uno de los varios pendientes de oro del cofre que tenía el gancho para la oreja con forma de anzuelo de pesca.

– Si lo engancha con eso -le avisé-, provocará que se disparen las ballestas de todas las baldosas por donde pase la bolsa.

– ¿Se le ocurre otra manera mejor?

– Deberíamos tumbarnos sobre los escalones -dije, volviéndome hacia los demás, que se precipitaron a obedecer mi sugerencia dado lo vulnerable de nuestra posición. Sólo había tres escalones pero, como eran tan largos, cabíamos todos en el primero, que era el más seguro. Lao Jiang se alejó de la bolsa desplazándose hacia la izquierda por el segundo peldaño, de tal manera que la cuerda, al lanzarla, quedase prácticamente horizontal y, desde allí, realizó el primer intento. Por suerte, el pendiente no pesaba lo bastante como para provocar la vibración de las bolas del sismoscopio porque la puntería del anticuario dejaba mucho que desear. Cuando, por fin, enganchó el saco de Fernanda (más por la tosquedad de la tela, que se prestaba a ello, que por su habilidad), volvieron a escucharse repetidamente los desagradables ruidos de cadenas y los agudos silbidos de los dardos pasando esta vez a poca distancia de nuestras cabezas.

No mucho después, Fernanda rebosaba de satisfacción cargando nuevamente con su bolsa a la espalda y todos habíamos reemprendido la danza de «Los Pasos de Yu» después de encontrar las dos primeras baldosas seguras de aquel nuevo tramo de salón. Saltar a la pata coja con los sacos no era fácil pero la alternativa de caer o de pisar la baldosa vecina era tan sumamente peligrosa que todos llevábamos muchísimo cuidado y avanzábamos concentrados por entero en lo que hacíamos.

[50] La constelación de la Osa Mayor.


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