– Saldremos mañana al amanecer -anunció Lao Jiang-. Debemos mandar recado a nuestros soldados en Junzhou para que vayan hacia el norte. Nos encontraremos con ellos en Shiyan. Sería absurdo retroceder para recogerlos.
– Mañana es un día propicio para partir -dijo el maestro Jade Rojo-. Tendremos un buen viaje.
– Eso espero… -murmuré no muy convencida.
Aquella noche la cena fue muy triste. Fernanda seguía enfadada y se negaba a hablar. Comió frugalmente un poco de tofu con verduras y setas y, con lágrimas en los ojos, se fue a dormir. Cuando entré en la habitación, yacía de cara a la pared.
– ¿Estás despierta? -murmuré sentándome en el borde de su k'ang; no me respondió-. Volveremos pronto, Fernanda. Aprende y estudia, aprovecha el tiempo que vas a pasar en Wudang. Voy a dejarte escrita una carta para el cónsul español en Shanghai, don Julio Palencia. Si me pasara algo… Si a mí me pasara algo, regresa a Shanghai con Biao y entrégale la carta. Él te ayudará a volver a España.
Una respiración profunda fue toda la respuesta que obtuve. Quizá dormía de verdad. Me levanté y subí a la habitación de estudio para escribir la carta.
Antes del amanecer de aquel martes, 30 de octubre, todavía con noche cerrada y con los niños durmiendo, Lao Jiang, los dos monjes gemelos y yo partimos del monasterio a paso ligero cargando nuestros fardos al hombro. Hacía un frío terrible aunque, por suerte, no llovía; lo último que deseábamos era un aguacero sobre nuestras cabezas en pleno descenso de la Montaña Misteriosa. Conforme el sol se fue alzando en el cielo despejado, la profecía del maestro Jade Rojo sobre un día propicio pareció cumplirse a rajatabla.
Mientras caminábamos en silencio íbamos dejando atrás los hermosos picos de Wudang, los templos y los palacios, las grandes escalinatas, las estatuas de grullas y tigres, los océanos de nubes y los bosques cerrados e impenetrables de hermosos tonos verdes y ocres. Sólo habíamos pasado allí cinco días pero sentía que era una especie de hogar al que siempre me gustaría volver y que cuando estuviera en París, en mitad del ruido de los autos, de las luces nocturnas de las calles, de las voces de la gente y del ajetreo cotidiano de una gran ciudad occidental, recordaría Wudang como un paraíso secreto donde la vida estaría transcurriendo de otra manera, a otra velocidad. Los monos chillaban como si nos despidieran y yo sólo pensaba en regresar pronto para recoger a Fernanda y no porque tuviera miedo de lo que nos esperaba, que lo tenía, sino porque ya echaba de menos a la niña y quería estar de vuelta con todo el asunto resuelto.
Cerca del anochecer cruzamos otra de aquellas exóticas puertas que daban acceso a la Montaña Misteriosa. Ésta era un poco diferente, más pequeña quizá que aquella por la que entramos cerca de Junzhou, menos decorada, pero igual de antigua e imponente. Hicimos noche en un lü kuan de peregrinos y, por primera vez desde hacía mucho tiempo, tuve una habitación para mí sola. Me pregunté cómo estaría la niña, cómo habrían pasado el día Biao y ella. Por desgracia, Lao Jiang y los maestros Rojo y Negro -ese mismo día empecé a llamarlos así en recuerdo de Le rouge et le noir, la conocida novela de Stendhal- no eran una compañía demasiado agradable. Dormí poco y mal, aunque me levanté a tiempo para sumarme al grupo de ejercicios taichi que se había formado en el patio del albergue.
Marchamos durante todo el día, parando sólo un momento para comer. Tampoco es que hablásemos mucho durante aquel rato pero, en fin…, comimos y volvimos al camino. El tiempo mejoraba conforme nos alejábamos de las montañas; las nubes más negras, las de lluvia, parecían quedarse enredadas en los picos de Wudang sin poder avanzar en ninguna dirección. Verme de nuevo recorriendo aquellos senderos de China con los ojos rasgados por la tinta me provocó una fuerte sensación de déjà vu que se intensificó cuando, a media tarde, tras cruzar un pequeño río, divisamos por fin el pueblecito de Shiyan donde, a las afueras, en torno a un fuego, nos esperaban los cinco soldados del Kuomintang y los siete miembros del ejército revolucionario comunista en aparente camaradería, con nuestros caballos y mulas pastando tranquilamente en las cercanías.
Por la noche, cenando, los soldados nos informaron de que ningún miembro de la Banda Verde había asomado la nariz por aquellos parajes mientras estábamos fuera. No habían visto nada sospechoso ni nadie les había hablado de la presencia de gentes que no fueran peregrinos que iban o venían del monasterio. Parecían contentos, demasiado contentos, como si aquello se hubiera transformado en un viaje de placer del que estaban disfrutando de lo lindo. Reían groseramente y bebían licor de sorgo con excesiva alegría para mi gusto y, al parecer, habían comprado grandes cantidades de este licor en Junzhou para añadirlo a las provisiones del equipaje. Me alegré inmensamente de haber dejado a Fernanda en el monasterio, a salvo de todo aquello. No podía ni imaginar a mi sobrina sentada a mi lado contemplando aquella escena. Hicimos noche allí mismo, en un miserable lü kuan que invadimos al completo y, de amanecida, iniciamos camino hacia Yunxian, «a escasos cuarenta y ocho li de distancia», según el maestro Rojo, que era el que más hablaba de los dos gemelos (y eso que casi no abría la boca).
Los caminos no eran peores que los de Hankow a Wudang. Incluso diría que circulábamos mejor porque en esta ruta no se veían aquellas tristes caravanas de campesinos que huían en masa de las guerras. Lo malo empezaría con las nevadas pero, para entonces, nos habríamos alejado también de los puntos conflictivos más peligrosos al dirigirnos hacia zonas montañosas que apenas interesaban a los señores de la guerra. Y podía comprenderse perfectamente ese desinterés tanto al contemplar la humilde aldea montañesa de Yunxian, emplazada en una intersección de caminos y rodeada por un río, como transitando por los penosos senderos que llevaban hasta ella. Tardamos tanto en recorrer aquellos «escasos cuarenta y ocho li» que llegamos muy avanzada la noche y sin posibilidad alguna de encontrar alojamiento. Nos vimos obligados a acampar a la intemperie y a luchar contra el terrible frío nocturno con grandes hogueras y todas las mantas que teníamos. Apenas había conseguido pillar el sueño cuando un gran escándalo (gritos, golpes, voces de alarma…) me hizo saltar del jergón con el corazón en la garganta.
– ¿Qué pasa? -grité repetidamente. El problema fue que, en mitad del fragor y del susto, sin darme cuenta lo estaba preguntando en castellano y, claro, ni Lao Jiang, que estaba de pie junto a mí, ni los monjes Rojo y Negro ni, por supuesto, los soldados, que corrían de un lado para otro con las armas en la mano, entendían lo que yo estaba diciendo. Debía de tratarse, sin duda, de un ataque de la Banda Verde, así que tironeé de la manga de Lao Jiang para que me prestara atención y le dije (en francés)-: Deberíamos escondernos, Lao Jiang. Estamos al descubierto.
Pero, en lugar de hacerme caso, se giró hacia el soldado al que aquella noche le había tocado el primer turno de guardia. El muchacho caminaba muy resuelto y divertido hacia nosotros con… Fernanda y Biao sujetos por el cuello. Dejé escapar una exclamación de asombro. No podía creer lo que estaba viendo.
– ¿Se puede saber qué narices…? -empecé a chillar, enfurecida.
– ¡No se enfade, tía, no se enfade! -imploraba, llorando, la tonta de mi sobrina a la que jamás había visto tan mugrienta y andrajosa. El corazón se me paró en el pecho. ¿Les habría pasado algo? ¿Cómo habían llegado hasta allí?
El revuelo en el campamento estaba disminuyendo. Ahora todo lo que se oía eran carcajadas. Vi, de reojo, que algunos soldados se esforzaban por calmar a los animales.
– ¿Qué ha pasado? -pregunté a los niños intentando controlar mis nervios-. ¿Estáis bien?
Biao asintió con la cabeza, taciturno y, desde luego, sucio a más no poder. Fernanda se secó las lágrimas con la gran manga del abrigo chino y aspiró ruidosamente, intentando controlar los sollozos.
– Pero ¿qué demonios hacéis vosotros dos aquí? ¡Quiero una explicación ahora! ¡Ya!
– Queríamos venir -murmuró Biao con voz grave sin levantar la vista del suelo. Era tan alto que yo tenía que alzar un poco la barbilla para verle la cara.
– ¡No te he oído! -grité para alegría de la divertida concurrencia, que empezaba a tomar asiento a nuestro alrededor como si estuviera disfrutando de un gran espectáculo. Y era lógico, porque mis gritos agudos podían pasar por maullidos operísticos chinos.
– He dicho que queríamos venir -repitió el niño.
– ¡No teníais permiso! ¡Os dejamos al cuidado del abad!
Ambos guardaron silencio.
– Déjelo ya, Elvira -me sugirió Lao Jiang-. Mañana castigaré a Biao como se merece.
– ¡Usted no le pegará con la vara! -exploté, gritándole en el mismo tono con que les estaba gritando a los niños.
– ¡Sí, tai-tai, por favor! -suplicó Biao-. ¡Lo merezco!
– ¡En este país todo el mundo está loco! -proferí hecha una energúmena. Se oyeron más risas a mis espaldas-. ¡Se acabó! ¡A dormir! Mañana hablaremos de todo esto.
– Tenemos hambre -confesó mi sobrina en ese momento con una voz completamente normal. Ya se le había pasado el disgusto y ahora venían las exigencias. Pues hasta ahí podíamos llegar. Tenía la cara lo suficientemente roñosa como para no inspirarme ninguna compasión.
– Hoy ya no hay comida para nadie -exclamé con los brazos en jarras-. ¡A dormir todo el mundo!
– ¡Pero no hemos comido desde ayer! -protestó, airada.
– ¡Me da exactamente lo mismo! ¡No os vais a morir por estar dos días con el estómago vacío! ¿Y vuestras bolsas?
– Donde nos descubrió el centinela -se apresuró a decir Biao.
– ¡Pues, hala, traedlo todo! -Di media vuelta y empecé a alejarme-. Mañana será otro día y ya no querré matar a nadie. ¡Venga, rapidito!
No sé lo que pasó a continuación. Yo me metí en el k'ang y no quise abrir los ojos ni siquiera cuando escuché cómo aquellos dos irresponsables preparaban sus camas a mi lado. Les oí susurrar durante un rato y luego, poco a poco, todo quedó nuevamente en silencio. Aparenté que dormía porque no me quedaba otro remedio, pero no pude pegar ojo en toda la noche pensando en cómo hacerlos volver a Wudang a la mañana siguiente.
Pero cuando el soldado del último turno de guardia nos despertó y les vi allí tumbados, dormidos como marmotas, pensé que bien podían acompañarnos hasta Xi'an y quedarse en la ciudad mientras Lao Jiang, los monjes y yo entrábamos en el mausoleo. En definitiva, mi obligación era cuidar de mi sobrina y mantenerla a mi lado mientras no corriera peligro. Estaba mejor conmigo que en un monasterio taoísta y eso no me lo iba a discutir ningún buen ciudadano occidental. Resultó gracioso descubrir que ahora éramos seis haciendo taichi por las mañanas. Fernanda y Biao, por mucho frío que hiciera e, incluso, por mucha nieve que hubiera, se unían a los ejercicios matinales con sincero entusiasmo y, para cuando, a finales de noviembre, llegamos a una ciudad llamada Shang-hsien [43] , tras casi un mes de duras jornadas atravesando terribles puertos de montaña entre vientos gélidos, borrascas y desprendimientos, los niños, el anticuario, los monjes y yo ofrecíamos una magnífica exhibición de armonía y coordinación de movimientos.