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Se había creado tal batiburrillo de conceptos en mi cabeza que ya no era capaz de entender lo que iba traduciendo Biao. Me conformaba, desde luego, con tenerlo anotado. Algún día, en París, todo aquello daría su fruto y la gente nunca sabría el origen de mi inspiración, como no sabían tampoco que el llamado Cubismo, inventado por mi compatriota Picasso, había nacido de una exposición de máscaras africanas que él había visitado en repetidas ocasiones en el Museo de la Humanidad de París. Sólo hacía falta ver las caras de su famoso cuadro Las señoritas de Avignon, primer lienzo cubista del mundo, para descubrir cuánto le debía Pablo al arte africano.

De todas formas, y viendo el angustioso aburrimiento del pobre Biao, pensé que ya estaba bien de filosofía taoísta por un día y que era hora de ponernos de nuevo en marcha para encontrar un monje que tuviera ganas de charlar con una extranjera y un niño sobre los objetivos de su vida. Guardé mi libreta -mi más preciado tesoro- en uno de los muchos bolsillos de mis calzones chinos y, con los pies todavía húmedos, recuperamos nuestras sombrillas de papel aceitado que aún chorreaban agua de lluvia sobre el suelo de piedra. Aquel tiempo era una calamidad y no parecía que fuera a parar de llover en los próximos días.

Como era de esperar, el niño y yo tuvimos muy poca suerte. Cerca del mediodía nos sentamos junto a una vieja monjita que pasaba el tiempo contemplando los picos de las montañas cercanas sentada con las piernas cruzadas sobre un bonito cojín de satén en la entrada de un templo. Era tan vieja y tan diminuta que los ojos apenas se le distinguían entre las arrugas de la cara. Llevaba el pelo canoso recogido en un moño y las uñas muy largas. La pobre mujer desvariaba. Decía que había nacido bajo el mandato del Cielo del emperador Jiaqing [35] y que tenía ciento doce años. Quiso saber nuestro lugar de origen pero no pudo comprender el mío pues, para ella, fuera del Imperio Medio no existía nada y, por lo tanto, yo no podía venir de allí. Hizo un gesto despectivo con la mano para darme a entender que yo era una mentirosa y que no iba a creerse mis ridículas falsedades. Antes de que la conversación se estropease, quise que Biao le preguntara, con todo el respeto del mundo y destacando mucho que, a una edad tan avanzada como la suya y con tanta experiencia, seguramente sus palabras resolverían mis dudas, si conseguir la longevidad era más importante que tener buena salud.

La anciana se revolvió en su cojín y dejó ver unos ojillos blanquinosos antes de decir, muy enfadada:

– ¡No entiendes nada, pobre tonta! ¡Vaya pregunta! ¡Lo más importante de la vida es la felicidad! ¿De qué te sirve la salud o la longevidad si eres desgraciada? Aspira siempre y ante todo a la felicidad. Sea tu vida larga o corta, saludable o enfermiza, procura ser feliz. Y, ahora, dejadme. Estoy cansada de tanto hablar.

Nos despidió con un gesto y se concentró nuevamente en las montañas cercanas. Lo cierto es que no debía de verlas en absoluto: estaba claro que la cortina blanca que velaba sus ojos la había dejado ciega mucho tiempo atrás. Sin embargo, sonreía mientras Biao y yo nos alejábamos en dirección a nuestra casa. Realmente, parecía feliz. ¿Sería la felicidad el primer ideograma que podíamos colocar en su sitio?

Encontré a Lao Jiang en el cuarto de estudio del piso superior, leyendo al calor de un brasero de carbón. Ambos estuvimos de acuerdo en que había que empezar por ahí. Sin duda, la aspiración principal de cualquier ser humano era la felicidad y, aunque nos costara comprenderlo, los monjes de Wudang, con su vida retirada, también deseaban lo mismo.

– Lo malo es que sólo tenemos una oportunidad -comenté-. Si nos equivocamos, no habrá forma de conseguir el tercer pedazo del jiance.

– No hace falta que me recuerde lo evidente -gruñó.

– Si usted fuera muy feliz, ¿qué querría después? ¿Salud, paz o longevidad?

– Mire, Elvira -rezongó el anticuario, dejando caer la mano sobre uno de los volúmenes que tenía abiertos encima de la mesa-, no se trata sólo de averiguar cuál es el orden de prioridades vitales de los taoístas de Wudang. Esa anciana monja ha podido darle, en efecto, el primero de los cuatro ideogramas, pero lo realmente importante es conseguir pruebas que avalen esa disposición. No tenemos margen para el error. El abad no admitirá ni un solo fallo. Necesitamos pruebas, ¿comprende?, pruebas que respalden el orden de los caracteres.

En el almuerzo, al que no asistió Fernanda, tomamos fideos de harina de garbanzos, vegetales y un pan de forma y sabor extraños. Los pequeños novicios aparecieron a media tarde para llevarse los cuencos, barrer de nuevo la casa (lo hacían dos veces al día) y fumigar la habitación de estudio con unos vasos que desprendían vapor de agua aromatizado con hierbas que, al parecer, servía para proteger los libros de los gusanos que se comían el papel. Como Biao y yo no salimos aquella tarde por culpa del mal tiempo -llovía torrencialmente-, Lao Jiang nos estuvo contando algunas cosas sobre uno de los textos clásicos en los que trabajaba. Se trataba del Qin Lang Jin, escrito durante la dinastía Qin, la del Primer Emperador, que versaba sobre algo llamado K'an-yu, una filosofía milenaria muy importante que había cambiado de nombre con los siglos pasando a llamarse «Viento y agua» o, lo que es lo mismo, Feng Shui, y que trataba de las energías de la tierra y de la armonía del ser humano con la naturaleza y con su entorno. Lao Jiang, naturalmente, no había tenido tiempo de leerlo entero porque, además de ser difícil de comprender por su lenguaje arcaico y oscuro, quería hacerlo con mucha atención; estaba seguro de poder encontrar en él lo que buscábamos, ya que había descubierto repetidas menciones a los cuatro conceptos de los ideogramas.

Preocupada por la ausencia de Fernanda, cuando salimos del cuarto de estudio le dije a Biao que la buscara y la trajera inmediatamente a casa. Era muy tarde ya y la niña llevaba fuera todo el día. Además, se había marchado enfadada y triste y no quería que hiciera alguna tontería. Así que Biao partió a la carrera en busca de su Joven Ama y yo me quedé sola en el patio, bajo el porche, oyendo el potente ruido de la lluvia y mirando cómo el agua regaba las plantas y las flores. De repente, el corazón me dio un salto en el pecho y se me desbocaron las palpitaciones. Hacía tanto tiempo que no había tenido trastornos cardíacos que me asusté muchísimo. Empecé a dar vueltas como una loca de un lado a otro, luchando contra la idea de que iba a morir en aquel mismo instante fulminada por un ataque al corazón. Intentaba decirme que sólo era una de mis crisis neurasténicas, pero eso ya lo sabía y saberlo no me servía de nada. ¡Qué poco me habían durado los efectos saludables del viaje! En cuanto me había establecido de nuevo en una casa, la hipocondría se había adueñado otra vez de mí. Acallada por las distracciones de los últimos meses, la vieja enemiga se alzaba ahora poderosa aprovechando la primera ocasión. Por suerte, la niña y Biao hicieron su entrada por la puerta armando mucho alboroto y distrayéndome de mis negros pensamientos.

– ¡Ha sido estupendo, tía! -exclamaba Fernanda sacudiéndose el agua de encima como un perro. Estaba absolutamente empapada y traía las mejillas y las orejas encendidas. Pequeño Tigre la miraba con envidia-. ¡He pasado todo el día en un patio muy grande con otros novicios y novicias, haciendo una gimnasia muy parecida a los ejercicios taichi!

Lao Jiang se asomó desde la galería del piso superior con cara de pocos amigos.

– ¿Se puede saber qué ocurre?

– Fernanda ha vuelto encantada de su primer día como novicia de Wudang -comenté en tono de broma sin dejar de contemplar a la niña. Daba gusto verla tan contenta. No era lo normal.

El anticuario, de pronto muy satisfecho, empezó a bajar la escalera hacia nosotros.

– Eso es magnífico -comentó sonriente.

– Será magnífico -atajé muy seria, dirigiéndome a mi sobrina-, pero ahora vas a ir a secarte y a cambiarte de ropa antes de coger una pulmonía.

La cara de Fernanda se ensombreció.

– ¿Ahora?

– Ahora mismo -le ordené señalando con el dedo la entrada de nuestra habitación.

Como la lluvia hacía mucho ruido, mientras la niña volvía nos dirigimos hacia el cuarto de Biao, el de recibir a las visitas, y nos sentamos en el suelo, sobre cojines de raso hermosamente bordados. Lao Jiang me miraba sonriente.

– Creo que este viaje -dijo complacido- va a ser muy enriquecedor para usted y para la hija de su hermana.

– ¿Sabe lo que yo he aprendido hoy? -repuse-. La extraña teoría del yin y el yang y los Cinco Elementos.

Sonrió ampliamente, con manifiesto orgullo.

– Están conociendo ustedes muchas cosas importantes de la cultura china, las ideas principales que han dado lugar a los grandes modelos filosóficos y que han servido de base para la medicina, la música, las matemáticas…

Fernanda apareció como una tromba en ese momento, secándose el pelo con una fina tela de algodón.

– O sea -dijo mientras entraba y tomaba asiento-, estaba claro que yo no iba a entender nada, ¿verdad? Todos eran chinos y hablaban en chino y yo pensaba que aquello era una tontería. Además, llovía a mares y quería volver aquí. Pero, entonces, el maestro, el shifu, se me acercó y, con mucha paciencia, empezó a repetir una y otra vez los nombres y los movimientos hasta que fui capaz de imitarlos bastante bien. El resto de los novicios nos seguía pero, al principio, se reían de mí. Sin embargo, al ver que shifu les ignoraba y que sólo estaba conmigo, empezaron a trabajar en serio.

Tiró la larga toalla sobre una mesita de té y se puso en pie de un salto en el centro de la habitación.

– No irás a escenificarnos lo que has aprendido, ¿verdad? -me espanté. Le vi en la cara una primera reacción de rabia pero la presencia del anticuario la contuvo.

– Quisiera acompañar mañana a la Joven Ama -declaró Biao en ese momento.

– ¿Qué has dicho? -repuso Lao Jiang, mirando al niño con severidad.

– Que quiero acompañar mañana a la Joven Ama. ¿Por qué no puedo aprender yo también artes marciales?

Por muy alto que fuera, sólo tenía trece años y aquel día, conmigo, se había aburrido demasiado.

– Por supuesto que no. Tu deber es servir de intérprete a tu Ama Mayor.

– ¡Pero yo quiero aprender lucha! -protestó Pequeño Tigre, tan enfadado que me sorprendió.

– ¿Qué es esto? -bramó el anticuario, mirándome-. ¿Va usted a consentir que un criado se tome estas confianzas?

[35] Emperador de China desde 1796 hasta 1820. Séptimo de la dinastía Qing.


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