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– ¿Y si informa a la Banda Verde de nuestra presencia en su establecimiento? -le pregunté, intranquila, mientras él tomaba asiento y, con los palillos, cogía un gran trozo de carne de cerdo.

– ¡Oh! No dudo de que lo hará -me respondió amablemente-. Pero no esta noche. No ahora. De modo que tomemos el té con tranquilidad y déjenme contarles lo que he averiguado.

Biao, que había cenado en un patio trasero con los demás criados, se presentó, mugriento aún y apestoso, con una tetera de agua caliente para la infusión. Todo el mundo parecía contento aquella noche. Quizá me estaba preocupando en exceso.

Un chino viejo y ciego entró de pronto en el comedor y tomó asiento junto a una columna. De un estuche que dejó en el suelo extrajo una especie de pequeño violín de mástil largo cuya caja estaba hecha con la concha de una tortuga y, cogiéndolo verticalmente, empezó a rasgar las cuerdas con un arco y a entonar (si es que a eso se le podía llamar entonar) una canción extraña, quizá melancólica, en un agudo falsete. Algunos comensales siguieron el ritmo con golpes sobre las mesas, encantados por el entretenimiento y tanto el anticuario como el irlandés esbozaron grandes sonrisas de alegría mirando al músico.

– La situación es ésta -empezó a decir el señor Jiang reclamando nuestra atención-. La gran mayoría de las puertas de la antigua muralla Ming que rodea la ciudad han cambiado de nombre desde su construcción. Por eso yo no recordaba ninguna Puerta Jubao, como dice el mensaje del Príncipe de Gui, y el posadero tampoco conoce ninguna, pero está convencido de que se trata de Nan-men, la Puerta de la Ciudad, también llamada Puerta Zhongkua, es decir, Zhonghua Men, la puerta más grande de toda China, porque hay un montecito llamado Jubao frente a ella, al otro lado del río Qinhuai que sirvió de foso a la muralla. Sería la puerta principal de la vieja ciudadela de Nanking, la puerta sur, que fue construida en la segunda mitad del siglo xiv por orden del primer emperador Ming, Zhu Yuan Zhang.

– ¿Cuántas puertas tiene la muralla? -preguntó Tichborne.

– En origen tenía muchas, más de veinte. En la época Ming, Nanking era la ciudad fortificada más grande del país y tenía dos murallas, la interior y la exterior, de la que no queda nada. La interior, que es de la que estamos hablando, tenía casi sesenta y ocho li [20] , es decir, treinta y cuatro kilómetros, de los que hoy sólo se conservan unos veinte. De las puertas, quedarán siete u ocho. Cuando yo me examiné había doce, pero las últimas revueltas y los levantamientos han dañado muchas de ellas. Zhonghua Men, sin embargo, está en perfecto estado.

– Pero no estamos seguros de que esa Zhonghua Men sea la Puerta Jubao, ¿verdad?

– Debe de serlo, madame. El hecho de que exista un monte Jubao frente a ella resulta bastante significativo.

– Y, exactamente, ¿qué decía el mensaje del Príncipe de Gui? Deben disculparme pero no lo recuerdo.

Paddy resopló. Tenía la cara muy pálida y unas grandes bolsas negras le colgaban debajo de los ojos hinchados y enrojecidos.

– El príncipe le decía al médico Yao que buscara «en la Puerta Jubao la marca del artesano Wei, de la región de Xin'an, provincia de Chekiang», para esconder su fragmento. En China, el ladrillo es el elemento de construcción más utilizado después de la madera y los artesanos que los fabricaban para el Estado estaban obligados a escribir en ellos su nombre y provincia de procedencia. Así se les podía localizar y castigar si el material no era de buena calidad.

– ¿Y el Príncipe de Gui conocía a todos los suministradores? -me extrañé-. Resulta curioso que, entre todos los artesanos que fabricaron ladrillos para las murallas y las puertas de Nanking, que debieron de ser muchos, el último emperador Ming conociera la existencia de ese anónimo obrero Wei de la región de Xin'an muerto tres siglos atrás.

– Está claro que aquí hay más de lo que vemos, madame -repuso Lao Jiang-. No adelantemos acontecimientos. Todo se aclarará cuando resolvamos el problema. Ahora, lo importante es que ustedes aprendan a identificar los caracteres chinos que representan Wei, Xin'an y Chekiang. Nosotros, los hijos de Han, utilizamos las mismas sílabas para nombrar muchas cosas distintas. Sólo la entonación con que las pronunciamos diferencia a unas de otras. Por eso nuestro idioma tiene una musicalidad tan insólita para los Yang-kwei, ya que si pronunciamos una palabra-sílaba con una entonación equivocada la frase dice otra cosa completamente distinta de lo que quería decir. La única posibilidad que tenemos de ser precisos es con la escritura. Los ideogramas son diferentes para cada concepto. Escribiendo, podemos entendernos entre nosotros aunque procedamos de regiones diferentes del Imperio Medio e, incluso, podemos entendernos con los japoneses y con los coreanos, aunque hablen otros idiomas, porque adoptaron nuestro sistema de escritura muchos siglos atrás.

– ¡Menudo discurso! -se burló Tichborne-. A mí me costó tres años hablar tu maldita lengua y aprender los pocos caracteres que sé.

El anticuario apartó a un lado de la mesa los cuencos de la cena y sacó de uno de sus bolsillos una cajita rectangular forrada de seda roja que contenía, en tamaño reducido, lo que los celestes llaman los «Cuatro Tesoros Literarios», es decir, los pinceles de pelo, la pastilla de tinta, el soporte para fabricarla y el papel, un rollo pequeño de papel de arroz que extendió y aseguró en sus esquinas con los cuencos de la cena. Se arremango y dejó caer unas gotas de agua de la tetera en el soporte para la tinta; seguidamente, cogió la pastilla y, con movimientos metódicos, la frotó hasta que la brillante emulsión negra adquirió la densidad que deseaba y, a continuación, sujetó el pincel en posición vertical con todos los dedos de la mano derecha mientras que con la izquierda retiraba la manga del brazo que escribía para que no arrastrara y estropeara los trazos; empapó el pincel en la tinta y lo apoyó sobre la superficie blanca. ¡Con cuánta unción realizó estos gestos! Parecía un sacerdote ejecutando un rito sagrado. Y lo que dibujó fue algo así:

Todo bajo el Cielo - pic_4.jpg

– Éste es el carácter Wei -dijo, levantando la cabeza y entregando el pincel a Paddy que se dispuso a copiarlo rápidamente al lado del de Lao Jiang, aunque con menos seguridad y gracia-. Wei, el apellido de nuestro artesano. Su significado es «rodear», «cercar», «cerco»…, como bien se adivina por su forma. Memorícenlo. Intenten dibujarlo para así recordarlo mejor. De todas formas, mañana, antes de salir hacia la Puerta Jubao, volveré a enseñárselo.

Yo saqué mi Moleskine y copié el carácter con sanguina, en grande. Fernanda me contemplaba con cierta envidia.

– ¿Me deja usted una hoja, tía? -preguntó humildemente. Sabía que era mi libreta de dibujo y que lo que me pedía era un sacrificio para mí.

– Toma -dije arrancándola con cuidado, suavemente, de arriba hacia abajo-. Y toma este lápiz también. Y tú, Biao, ¿quieres otra hoja y otro lápiz?

Pequeño Tigre desvió la mirada.

– No, gracias -rehusó-. Ya lo he memorizado.

Algo se barruntó Lao Jiang porque giró suspicazmente la cabeza hacia él.

– ¿Sabes escribir chino? -preguntó con cierta violencia-. ¿Cuántos caracteres conoces ya?

El niño se asustó.

– En el orfanato sólo nos enseñan la caligrafía extranjera.

Los ojos de Lao Jiang lanzaron chispas y centellas y soltó los útiles de escritura para apoyar las palmas de las manos contra la mesa como si quisiera aplastarla.

– ¿No conoces ningún carácter de tu lengua? -Nunca había visto al anticuario tan enfadado.

– Sí, éste -musitó el pobre Biao señalando con el dedo el apellido del artesano.

Paddy apoyó tranquilizadoramente la mano sobre el hombro del señor Jiang.

– Déjalo. No vale la pena -gangoseó-. Enséñale tú y no le des más vueltas.

El anticuario respiró hondo y exhaló muy despacio el aire por la boca. Con una cara que daba miedo, volvió a sujetar el pincel de aquella curiosa manera vertical y lo empapó de tinta. Su rostro cambió entonces y se serenó. Parecía que no pudiera escribir estando enfadado, que tuviera que concentrarse y mantener un estado de ánimo tranquilo para empezar a realizar aquellos complicados ideogramas que requerían trazos lentos y rápidos, largos y cortos, suaves y enérgicos. Observándole, se comprendía por qué los celestes habían hecho un arte de su caligrafía y, al mismo tiempo, por qué nosotros no.

– Así se escribe el nombre de Xin'an -dijo complacido- y así el de la provincia de Chekiang. Chekiang sigue llamándose igual pero a Xin'an hoy se la conoce como Quzhou. En cualquier caso, debemos buscarla por su antigua denominación, que es la que nos interesa. Este grupo de caracteres que acabo de escribir debe encontrarse forzosamente unido a Wei en los ladrillos que buscamos.

Aplicadamente, los alumnos de aquella improvisada escuela inclinamos la cabeza sobre la mesa para copiar los nuevos trazos con diligencia. Incluso Biao, que antes había rehusado mi oferta de papel y lápiz, se afanaba ahora en el trabajo con verdadero interés. Sentí una cierta pena por Pequeño Tigre. Era un pobre expósito de trece años atrapado entre dos culturas, la oriental y la occidental, que se enfrentaban violentamente entre sí desde hacía mucho tiempo y que, para él, estaban representadas por el padre Castrillo y el señor Jiang, y a los dos les tenía miedo.

Para mi alegría, después de la lección pude darme, al fin, un baño caliente: una vieja criada me tiraba por encima de la cabeza los baldes de agua humeante que traía de la cocina y que iban rellenando la gran tina de madera que servía de bañera. El jabón, por suerte, no era demasiado malo a pesar de su desagradable aspecto, aunque me dejó la piel seca y escamada, y los trapos que me trajeron para secarme estaban limpios, al contrario que mi ropa, que, sucia y todo, regresó a mi cuerpo por unos cuantos días más. Breve para mi disgusto (los demás esperaban su turno cayéndose de sueño), el baño me dejó fresca y renovada. Sin embargo, esta buena disposición se fue rápidamente al garete en cuanto vi la miserable habitación en la que Fernanda y yo íbamos a dormir -de techo tan bajo que se podía tocar con las manos y con las paredes de adobe sucias y desconchadas- y no digamos el sórdido k’ang de bambú colocado sobre un horno de ladrillos -apagado, por suerte- en el que tendría que acostarme.

[20] Medida china de longitud. Un li es igual a 500 metros.


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