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– ¿Y a que no se imagina, madame, cómo es el puente que lleva al pabellón de la isla? -preguntó Paddy.

No tuve que pensar mucho.

– ¿Zigzagueante?

– ¡Premio!

– Es una suerte magnífica que el primer pedazo se encuentre aquí, en Shanghai -señalé-, ya que, si no está, significará que el texto es falso y no habrá que hacer ningún viaje, ¿verdad?

Ambos volvieron a cruzar una mirada de complicidad. Se veía en sus caras que no estaban dispuestos a dar cuartelillo a mi idea. Pero otro pensamiento, más preocupante, ocupaba ya mi cabeza cuando dejaron de mirarse y se volvieron hacia mí.

– ¿Cómo voy a escabullirme de los vigilantes de la Banda Verde? Si me están siguiendo a todas partes, va a resultar imposible esquivarlos para escapar sin que se den cuenta. Una cosa es dejarlos en la puerta, esperando como ahora, y, otra, abandonar Shanghai delante de sus narices.

– En eso tiene usted razón, madame -aceptó el señor Jiang, quien, por unos momentos quedó sumido en una profunda reflexión, al cabo de la cual, me miró con ojos brillantes-. Ya sé lo que vamos a hacer. Hable con la señora Zhong y pídale que, discretamente, consiga ropa china para su sobrina y para usted. No creo que le resulte difícil hacerse con algunas prendas de las criadas. Además, sus pies grandes las ayudarán mucho a dar la imagen de sirvientas. Intenten también arreglarse el pelo como lo haría una mujer china, aunque va a ser difícil teniendo usted el pelo corto y ondulado, y, por supuesto, maquíllense de manera que sus ojos occidentales no resulten tan evidentes. Por último, salgan de la casa en compañía de varios criados, de manera que pasen ustedes desapercibidas dentro del grupo y, con todo esto, confío en que no las descubran.

Estaba horrorizada. ¿Cuándo se había visto que una mujer de buena familia se disfrazase de sirvienta doméstica y, además, de otra raza distinta a la suya? Ni siquiera durante el Carnaval, en Europa, se daban situaciones así. Hubiera resultado zafio.

– ¿Qué les parece si terminamos la reunión? -bramó el gordo irlandés desde el fondo de su asiento-. Resulta que son las nueve de la noche y estamos sin cenar.

En eso tenía razón. Si yo sentía ya un poco de hambre y seguía guiándome, más o menos, por el tardío horario español de comidas (no había conseguido acostumbrarme al europeo), ellos debían de estar famélicos.

– Espere noticias mías, madame -terminó el señor Jiang, incorporándose lleno de entusiasmo-. Tenemos un gran viaje por delante.

Un viaje de miles de kilómetros por un país desconocido, pensé. Una amarga sonrisa se me dibujó en los labios sin querer al recordar que había planeado comprar los billetes para el primer paquebote que saliera de Shanghai en los días siguientes. Seguía sin ver la hora de marcharme de China, pero, si todo salía bien, podría deshacerme de las deudas de Rémy y recuperar para siempre mi vida tranquila en París, paseando por la rive gauche los domingos por la mañana. La seguridad de Fernanda era lo que más me preocupaba de todo aquel asunto. La niña, por poco que la apreciara, no dejaba de ser una pieza inocente de mi ruina económica y, cuando se enterase de que debía disfrazarse de china y viajar en barco por el Yangtsé para recuperar los pedazos de un viejo libro, escapando de los mismos asesinos que habían terminado con la vida de Rémy, iba a protestar enérgicamente y con toda la razón. ¿Qué podría decirle para que entendiera que, si se quedaba en Shanghai, corría mucho más peligro? De repente, se me ocurrió la solución: ¿por qué no se quedaba con el padre Castrillo, en la misión de los agustinos, mientras yo estaba fuera? Sería perfecto.

– ¡Ah, no, de eso nada! -exclamó, ofendida, cuando se lo propuse. Estábamos en el pequeño gabinete contiguo al despacho de Rémy (también allí, como en el resto de la casa, todo era simétrico y equilibrado), sentadas en un par de sillas de altos respaldos suavemente curvados, junto a un biombo plegadizo que ocultaba un ma-t'ung. La había hecho levantar de la cama cuando regresé y la pobre llevaba puesto un camisón horrible bajo una bata más fea aún y el pelo extrañamente suelto. A la luz de las velas parecía un espectro salido de los infiernos. Mientras cenaba rápidamente una torta rellena de pato con guarnición de setas y unos huevos de milano, le había contado, a grandes trazos y sin conseguir recordar esos complicados nombres chinos, la leyenda del Príncipe de Gui y el secreto de la tumba del Primer Emperador.

– No hay nada más que hablar -repuse, decidida-. Te quedas en la misión bajo la protección del padre Castrillo. Hablaré con él mañana por la mañana. Te acompañaré a misa y le pediré el favor.

– Yo voy con usted.

– Te estoy diciendo que no, Fernanda. No se hable más.

– Y yo le digo que sí, que voy con usted.

– Muy bien, insiste si quieres, pero mi decisión está tomada y no vamos a perder toda la noche discutiendo. Estoy realmente cansada. El único rato de paz que he tenido desde que desembarcamos ha sido el de esta tarde en el jardín. No puedo con mi alma, Fernanda, así que no me hagas pelear.

Los ojos se le llenaron de rabia y de resentimiento y, de un salto, se puso en pie y salió del pabellón pisando fuerte, con un orgullo tan grande como el de don Rodrigo en la horca. Pero mi decisión estaba tomada. No quería llevar ese cargo en la conciencia. La niña se quedaba en Shanghai, con el padre Castrillo. Aunque, naturalmente, cuando se atraviesa una racha de mala suerte como la mía, siempre hay que contar con que todo se tuerce para que no tengamos ni un pequeño respiro, de manera que, a las cinco de la madrugada, cuando me despertó la luz de una vela que brillaba en las manos de la señora Zhong, supe que mi plan se había desbaratado; acababa de llegar el vendedor de pescado con los primeros ejemplares capturados en Shanghai aquella noche y traía un mensaje urgente del señor Jiang:

– «A la hora del dragón en la Puerta Norte de Nantao».

Suspiré, sacando los pies de la cama.

– ¿Sería tan amable de traducirlo a un lenguaje comprensible, señora Zhong?

– A las siete de la mañana -susurró, haciendo pantalla con la mano sobre la llama y dejándome en la más siniestra oscuridad-, en la antigua puerta del norte de la ciudad china.

– ¿Y dónde está eso?

– Muy cerca de aquí, ya le explicaré cómo llegar mientras se viste. Aquí tiene la ropa que me pidió anoche. Voy a despertar a mademoiselle Fernanda mientras usted se lava.

Media hora después, al mirarme en el espejo, apenas podía creer lo que veía: enfundada en unos gastados pantalones y una blusa de descolorido algodón azul, y calzada con unos ligeros zapatos de fieltro negro, mi aspecto era el de una extraña que, gracias a un flamante flequillo de pelo lacio, a unos pómulos resaltados por el maquillaje y a unos ojos orientales delineados por unos finos bastoncillos impregnados en tinta, bien podía ser una sirvienta o una campesina natural del país. La señora Zhong añadió algunos coloridos collares que resultaron ser amuletos y que dieron un poco de vida a mi pálida cara. No daba crédito a la imagen del espejo y aún menos al aspecto de la robusta joven china que se coló en mi habitación ataviada y maquillada de igual modo aunque con una larga coleta a la espalda y, en los pies, unas viejas sandalias de cáñamo. La cara de Fernanda relucía de satisfacción igual que cuando descendimos del André Lebon. Estaba claro que lo que aquella niña necesitaba de verdad era libertad y acción. Quizá mi hermana Carmen y yo éramos, por temperamento, las caras opuestas de una misma moneda familiar pero, desde luego, su hija había nacido con las dos facetas.

A las seis y media de la mañana, en el centro de un grupo de criados a los que la señora Zhong había ordenado dirigirse a la ciudad china para comprar diversos productos que sólo allí se podían adquirir, salimos de la casa cargando al hombro unos grandes cestos vacíos que nos servirían para ocultarnos aún más a los ojos de cualquier vigilante. La calle parecía desierta, aunque del cercano Boulevard de Montigny llegaban los ruidos de la vida matinal que comenzaba. Extrañamente, me pareció distinguir al mismo par de menudas viejecitas sucias y harapientas que circulaban por delante del consulado español la noche de la recepción. Me llevé un susto de muerte: ¿eran ellas las espías de la Banda Verde? Desde luego, si eran las mismas -y lo parecían-, la cosa no ofrecía dudas. Noté que me ponía mucho más nerviosa de lo que ya estaba antes de salir de la casa y no le dije nada a Fernanda, que caminaba junto a su espigado criado Biao, el muchacho que hablaba castellano, para que no hiciera ningún gesto que pudiera despertar la atención de las ancianas. Hasta llegar a L'École Franco-Chinoise, en la esquina de Montigny con Ningpo, estuve girando la cabeza con disimulo para comprobar si nos seguían, pero no volví a verlas. Lo habíamos conseguido.

Pronto nos encontramos frente a lo que, tiempo atrás, fue la llamada Puerta Norte, es decir, la entrada posterior de la vieja ciudad china amurallada, ya que los amarillos consideran que el punto cardinal principal es el Sur (hacia donde señalan sus brújulas, al contrario que las nuestras) y, por este motivo, orientan en esa dirección las puertas delanteras de sus casas y de sus ciudades. El norte, por lo tanto, es la parte de atrás en la concepción china del espacio. Pero allí ya no había ninguna puerta, como tampoco había murallas; se trataba simplemente de una calle un poco más ancha de lo normal que se adentraba en Nantao pero que conservaba el viejo nombre y, en uno de sus lados, disfrazados como nosotras de humildes siervos celestes, esperaban unos desconocidos Lao Jiang y Paddy Tichborne -este último, con un amplio sombrero de cono en la cabeza-, a los que identifiqué porque se nos quedaron mirando con más atención de la normal. Luego supe que también a ellos les había costado reconocernos. Y no era de extrañar.

Los criados de la casa se separaron de nosotras sin alharacas ni despedidas, quitándonos de las manos los canastos y entregándonos los hatos con nuestras pertenencias para, luego, continuar tranquilamente su camino por las callejuelas estrechas, sinuosas y húmedas de la ciudad china. Entonces fue cuando me di cuenta de que Biao se había quedado junto a Fernanda.

– ¿Qué hace él aquí? -le pregunté con acritud a mi sobrina.

– Se viene con nosotras, tía -me explicó tranquilamente.

– Ya le estás mandando de vuelta a casa ahora mismo.

– Biao es mi criado e irá donde yo vaya.

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