Ella se inclinó hasta tocar el suelo con la frente y permaneció silenciosa en esa postura. Su moño negro estaba atravesado por un par de finos estiletes cruzados.
– De manera que estaba profundamente drogado cuando llegaron los matones de la Banda Verde -reflexioné en voz alta, mientras cogía la bandeja con las dos manos y me incorporaba para dejarla sobre la mesa-, así que, aunque le golpearon y torturaron, no consiguieron arrancarle la información que buscaban porque Rémy no podía hablar, no estaba en condiciones de hacerlo. Quizá por eso se ensañaron… -Me dirigí hacia el bishachu movida por una intuición: según Tichborne, los asesinos habían entrado en la casa buscando algo muy importante que no encontraron y, también según Tichborne, el señor Jiang, el anticuario, estaba convencido de que la Banda Verde buscaba una obra de arte. Además, la señora Zhong había comentado que la noche del asesinato los sicarios se entretuvieron removiendo y desordenando todas las cosas del despacho, así que, sumando dos más dos, acababa de darme cuenta de que, seguramente, lo que codiciaban era un objeto muy valioso por el que se podía llegar a matar. Rémy podía ser muchas cosas -entre ellas, tonto- pero no hubiera dejado algo así a la vista.
Me incliné sobre el anaquel de la librería para mirar en el interior del agujero y la repisa vacía en la que había estado la bandeja quedó a la altura de mis ojos; intenté moverla y descubrí que estaba suelta. La levanté muy despacio. Debajo de ella, en un hueco hondo y oscuro, una forma rectangular, apenas perceptible, se esbozó con la luz que le llegaba desde la habitación. Cuidadosamente, introduje la mano hasta que alcancé a rozarla con la yema de los dedos. Tenía un tacto rugoso y un suave aroma a sándalo subía desde el fondo. Retiré el brazo y volví a poner la repisa en su sitio, girándome hacia la niña que me miraba en silencio con el ceño fruncido. Le hice una seña para que no preguntara nada.
– Gracias, señora Zhong -dije con amabilidad a la vieja criada, que continuaba con la cara pegada al suelo-. Tengo que pensar detenidamente en todo lo que nos ha contado. Es una historia muy triste para mí. Le ruego que se retire y me deje a solas con mi sobrina.
– ¿Seguiré a su servicio, tai-tai ? -preguntó, temerosa.
Me incliné hacia ella, sonriente, y la ayudé a levantarse mientras le decía:
– No se preocupe, señora Zhong. Nadie va a ser despedido -No, yo no echaría a nadie a la calle, tan sólo vendería la casa y les dejaría a merced del próximo dueño-. Por favor, recuerde que dentro de una hora, más o menos, Fernanda y yo saldremos para visitar a un amigo que vive en el Bund.
– Gracias, tai-tai -exclamó, y cruzó más tranquila la puerta de luna llena del despacho de Rémy haciendo reverencias con las dos manos unidas a la altura de la cabeza.
– Tenía usted razón, tía -admitió Fernanda a regañadientes en cuanto la señora Zhong puso el pie en el jardín-. La historia de ese inglés…
– Irlandés.
– … era cierta. Así que, en verdad, nos están vigilando. ¿Cree usted prudente que salgamos de la casa para acudir a esa peligrosa cita?
No le contesté. Regresé junto al bishachu y levanté de nuevo la tabla de la repisa. Ahora sí podía coger aquel objeto, sacarlo y examinarlo detenidamente. Me costó un poco porque la profundidad del chiribitil estaba pensada para un brazo más largo que el mío, pero, por fin, conseguí atrapar aquella cosa de madera que, al tacto, parecía un joyero pequeño o una cajita de costura. Para mi sorpresa, cuando la luz le dio de lleno, descubrí que se trataba de un cofre, un bellísimo cofre chino tan antiguo que creí que se iba a deshacer bajo la presión de mis dedos. Fernanda se levantó de un salto y se puso a mi lado, llena de curiosidad.
– ¿Qué es? -preguntó.
– No tengo la menor idea -repuse dejando el cofre sobre el escritorio, junto a una pequeña percha de la que colgaban los pinceles de caligrafía de Rémy. Sobre la tapa, un exquisito dragón dorado se contorsionaba formando volutas. Sólo podía pensar en lo hermosa que era aquella pieza, en la abundancia de detalles de sus dibujos, en esas extrañas tiras de papel amarillo con caracteres en tinta roja que debieron de sellarlo algún día y que ahora colgaban blandamente de sus extremos, en el olor a sándalo que aún desprendía su madera. ¡Qué perfección! Me asombraba la meticulosidad del artesano que lo había realizado, la paciencia que había debido de tener para llevarlo a cabo. Y, en éstas, Fernanda lo abrió con sus manazas regordetas sin el menor miramiento. ¡Señor, qué falta le hacía a esta niña un poco de cultura y sensibilidad artística!
– Mire, tía, está lleno de cajitas.
No era exactamente así, pero, como explicación, podía servir. Al abrirlo, se habían desplegado, a modo de escalera, una serie de peldaños divididos en docenas de pequeñas casillas, cada una de las cuales contenía un minúsculo y precioso objeto que la niña y yo empezamos a coger y a examinar nerviosamente sin dar crédito a lo que veían nuestros ojos: un pequeño jarrón de porcelana que sólo podía haber sido fabricado bajo una poderosa lente de aumento, una edición miniaturizada de un libro chino que se desplegaba de igual manera que los grandes y que, al parecer, contenía el texto íntegro de alguna obra literaria, una bolita de marfil exquisita e increíblemente tallada, un sello de jade negro, la mitad longitudinal de un menudo tigre de oro con una fila de inscripciones en el lomo, un hueso de melocotón en el que, al principio, no advertimos nada hasta que, a contraluz, descubrimos que estaba totalmente cubierto por caracteres chinos del tamaño de medio grano de arroz -caracteres que también aparecían en un puñadito de pepitas de calabaza que ocupaban otra de las casillas-, una moneda redonda de bronce con un agujero cuadrado en el centro, un caballito también de bronce, un pañuelo de seda que no me atreví a desplegar por miedo a que se desmenuzara, un anillo de jade verde, otro de oro, perlas de variados tamaños y colores, pendientes, tiras de papel enrolladas en finos carretes de madera que, al extenderse, exhibían dibujos a tinta de unos paisajes increíbles… En fin, imposible describir todo lo que había y mucho menos nuestro asombro ante semejantes objetos.
No sé si ya he comentado que las chinerías nunca me habían gustado demasiado a pesar de los fervores que despertaban por toda Europa, sin embargo debía reconocer que jamás había visto nada parecido a lo que tenía delante, mil veces más exquisito y hermoso que cualquiera de las burdas bagatelas que se vendían a precio de oro en París, Madrid o Londres. Creo, profundamente, en el conocimiento sensible, el conocimiento a través de los sentidos y de los sentimientos que, aunque imperfectos, nos transmiten la belleza. ¿De qué otro modo podríamos disfrutar con un cuadro, un libro o una pieza musical? El arte que no conmueve, que no dice nada, no es arte, es moda, pero cada uno de aquellos pequeños objetos del cofre contenía la magia de mil sensaciones que, como los vidrios de colores de un caleidoscopio, al unirse, formaban una imagen única y hermosa.
– ¿Qué va usted a hacer con todo esto, tía?
¿Hacer? ¿Que qué iba yo a hacer? Pues, vaya…, venderlo, desde luego. Necesitaba dinero desesperadamente.
– Ya veremos… -murmuré, empezando a colocar otra vez las pequeñas joyas en su sitio-. De momento, guardarlo todo y dejarlo donde estaba. Y mantener el secreto, ¿me oyes? No le digas nada a nadie, ni al padre Castrillo ni a la señora Zhong.
Poco después, abandonábamos la casa en dirección al Bund, cada una en un rickshaw. El calor del mediodía era terrible. Una especie de vaho ardiente flotaba en el aire, desfigurando las calles y los edificios, y el asfalto del suelo parecía derretirse cual goma bajo los pies descalzos de los pobres y sudorosos culíes, atacados, como nosotras, por unas repugnantes moscas, gordas e irisadas. Empleados municipales echaban continuamente agua sobre los raíles del tranvía y las puertas y ventanas de las casas aparecían cubiertas por persianas de bambú y esteras de paja de arroz para proteger el interior de las altas temperaturas. Qué poca inteligencia había demostrado Tichborne citándome a esas horas imposibles. La única alegría que sentía era la que me procuraba la malvada idea de que también nuestros seguidores, fueran quienes fuesen, se estarían friendo en aceite como nosotras.
Dejamos atrás la frontera de alambradas de la Concesión Francesa y alcanzamos el Bund internacional en diez o quince minutos. Vimos entonces las aguas rielantes del sucio Huangpu estropeando la impresionante majestuosidad de la gran avenida por la que paseaban celestes casi desnudos y europeos en mangas de camisa cubiertos por salacots de corcho. Y entonces los rickshaws se pararon, es decir, que no siguieron Bund arriba como yo esperaba sino que los culíes dejaron de correr y soltaron los varales frente a una grandiosa escalera de mármol custodiada por unos muy británicos porteros vestidos con librea de franela roja y sombreros de copa con los distintivos del Shanghai Club. Recuerdo haber pensado que debían de estar sudando a mares bajo aquella vestimenta tan fresca y tan acertada para una época como aquélla. Pero, en fin, noblesse oblige.
Fernanda y yo ascendimos la escalinata para entrar en un lujoso recibidor dominado por el busto del rey Jorge V donde el aire, muy fresco (casi helado en comparación con el exterior) olía a tabaco de hebra. Aspiré con gusto y me dirigí hacia el conserje para preguntarle por la habitación de mister Tichborne. El empleado me sometió a un elegante interrogatorio al que respondí amablemente enseñándole el libro que el irlandés me había facilitado el día anterior para que me sirviera de excusa. No sé si me creyó o sólo aparentó hacerlo pero, en cualquier caso, avisó al periodista de nuestra llegada y nos rogó que tomáramos asiento en unos cercanos butacones de cuero. Ciertamente, allí no había demasiadas mujeres, según pude comprobar en el breve lapso de tiempo que estuvimos esperando a nuestro anfitrión. Varias dependencias, entre las que había una barbería, se abrían a un lado y a otro del hall y una multitud exclusivamente masculina deambulaba silenciosamente entre unas y otras con la pipa en la boca y el periódico bajo el brazo: todo hombres, ninguna mujer. Muy típico de los misóginos clubes ingleses.
El calvo y gordo irlandés apareció de repente detrás de una columna y se acercó a saludarnos. Se comportó muy correctamente con Fernanda, a la que trató con el respeto debido a una mujer adulta, aunque, en voz baja, me avisó de que no era posible dejar a la niña sola en el recibidor y que, por lo tanto, debería acompañarnos, como si eso fuera un imponderable que estropeara la reunión. Hice un gesto de asentimiento con la cabeza para que entendiera sin más explicaciones que tal era, precisamente, mi propósito y, así, entramos los tres en el majestuoso ascensor de hierro alrededor del cual giraba una ancha escalera de mármol blanco y nos dirigimos a la habitación del periodista. Al parecer, allí nos estaba esperando ya el anticuario amigo de Rémy, el señor Jiang.