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No quise probar la merienda que la señora Zhong preparó a media tarde; tampoco quise salir de mi cuarto ni ver a nadie hasta la hora de arreglarme para la cena. No me encontraba bien y el esfuerzo de hablar me superaba. A pesar de lo que le había dicho al abogado, intenté pensar en soluciones para conseguir los ciento cincuenta mil francos que faltaban para saldar las deudas pero no las encontré, ya que la única realmente buena -huir a España y esconderme en algún pueblo perdido- resultaba de todo punto irrealizable. Mi país estaba muy atrasado. Sólo las grandes ciudades como Madrid o Barcelona se encontraban a nivel europeo en cuanto a higiene y cultura pero el resto agonizaba de hambre, suciedad e ignorancia. Además, ¿dónde iba una mujer sola por aquellas tierras? En el resto del mundo civilizado, la mujer había conquistado un nuevo papel en la sociedad, mucho más libre e independiente, pero en España seguía siendo un objeto, en el mejor de los casos de adorno, dominado por la Iglesia y el marido. Allí me quedaría sin alas, sin aire para respirar y aquello que veinte años atrás me había obligado a salir corriendo acabaría conmigo para siempre. ¿Una mujer pintora…? María Blanchard y yo, Elvira Aranda, éramos el ejemplo de lo que podían hacer las mujeres pintoras en España: marcharse.

Alrededor de las siete, mi sobrina entró en la habitación para recordarme que debíamos irnos. Me levanté de la cama bajo su mirada escrutadora y me dispuse a arreglarme. Fernanda permaneció inmóvil en la puerta siguiéndome con los ojos hasta que ya no pude resistirlo más:

– ¿Es que tú no tienes que vestirte? -le pregunté desabridamente.

– Estoy lista -respondió. La observé con atención pero no advertí ningún cambio significativo. Iba igual que siempre, con su vestido negro y anticuado, su moño y el sempiterno abanico en la mano.

– ¿Estás esperando algo?

– No.

– Pues vete, anda.

Pareció dudar un momento pero terminó por marcharse. Ahora pienso que quizá estaba preocupada por mí pero en aquel momento me sentía abrumada por la pena y no podía comprender lo que ocurría a mi alrededor.

Después de ondularme el pelo y perfumarlo con Quelques Fleurs, me vestí con un traje de noche encantador de seda marrón que tenía unos grandes lazos de tul en los costados. Frente al espejo, el resultado era espectacular, para qué voy a negarlo, y es que, a fin de cuentas, se trataba de mi mejor vestido, copiado de un modelo de Chanel y hecho con una pieza de seda que me había regalado Rémy. Satisfecha, me ajusté los finos tirantes sobre los hombros desnudos y, tras calzarme los zapatos de color barquillo, puse en línea recta la costura de las medias. Resultaba extraño pensar en todo lo que había sucedido a lo largo del día mientras contemplaba mi imagen. Sin duda, ponerse guapa proporciona salud porque yo me encontré mucho mejor cuando, por fin, me sujeté la onda de la frente con una horquilla en forma de delicada libélula multicolor.

Aquella noche fue la primera vez que abandonamos la Concesión Francesa. Cruzamos la verja pasando por delante del puesto de guardia a bordo de dos rickshaws y entramos en la llamada Concesión Internacional, en la que los autos más grandes y modernos -modelos norteamericanos en su mayoría- circulaban a toda velocidad por las calles con los faros encendidos. Debo decir que en Shanghai se conduce por la izquierda, al modo inglés, y que son los impresionantes policías sikhs, enviados por los británicos desde su colonia de la India, los que dirigen el tráfico. Estos súbditos de la corona inglesa, de abultados turbantes rojos y anchas barbas oscuras, utilizan unos largos bastones para realizar su trabajo, bastones que, llegado el caso, se convierten en sus manos en armas muy peligrosas.

El consulado español no estaba muy lejos. En seguida nos encontramos frente a una moderna villa de estilo mediterráneo y frondoso jardín, iluminada como uno de esos brillantes farolillos chinos, en la que flameaba de un mástil situado en el primer piso la bandera de España. Dos o tres coches muy lujosos dormían estacionados a un lado del parque, señal de que otros invitados ya habían hecho acto de presencia. Mi sobrina, curiosamente, estaba hecha un manojo de nervios -no paraba de abrir y cerrar el abanico con golpes secos- y, en cuanto descendió del rickshaw, empezó a parlotear en nuestra lengua de manera incontrolada. Esto me alegró y me di cuenta, conmovida, de que en un día tan raro y aciago como aquél cualquier pamplina pueril servía para levantarme el ánimo.

El cónsul de España, Julio Palencia y Tubau, resultó ser un hombre extraordinario [3] , de gran personalidad y cariñosísimas maneras, hijo de la famosa actriz española María Tubau y del dramaturgo Ceferino Palencia. Pero aún había más: su hermano, llamado también Ceferino, estaba casado con mi muy admirada escritora Isabel de Oyarzábal [4] , a quien había tenido el inmenso gusto de conocer dos años atrás, en el curso de una interesantísima conferencia que dio ella en París. Entre otras muchas actividades igualmente loables, Isabel era la presidenta de la Asociación Nacional de Mujeres Españolas, entidad que luchaba por la igualdad de derechos en un país tan difícil como el nuestro. Era una mujer cultísima que tenía la firme convicción de que era posible cambiar el mundo. Fue una alegría para mí descubrir este parentesco del cónsul, lo que me llevó a simpatizar rápidamente con él y con su esposa, una elegante dama de origen griego. Y mientras yo departía con ellos y con algunos de los invitados (empresarios españoles que habían hecho grandes fortunas en Shanghai, acompañados por sus mujeres), Fernanda estaba disfrutando de lo lindo en compañía de un sacerdote de barbita quijotesca y cabeza abultada y completamente calva. La distribución de los invitados en la mesa les permitió seguir conversando sin parar. Se trataba, según supe, del padre Castrillo, superior de la misión de los agustinos de El Escorial y distinguido hombre de negocios, que había sabido utilizar el dinero de su comunidad adquiriendo terrenos en Shanghai cuando no costaban ni un céntimo para venderlos a precio de oro en años posteriores, convirtiendo así a los agustinos en propietarios de muchos de los principales edificios de la ciudad.

Otro personaje singular que asistía a aquella cena era un irlandés calvo y cincuentón que deambuló a mi alrededor buena parte de la noche. Se llamaba Patrick Tichborne y el cónsul me lo presentó como un lejano familiar político de su esposa. Tichborne tenía una gran barriga de bebedor y la piel atezada de un campesino y, puesto que era periodista, trabajaba como corresponsal para varios periódicos ingleses aunque, sobre todo, lo hacía para el Journal de la Royal Geographical Society. Estuvo toda la noche siguiéndome, dando vueltas a mi alrededor y escapando torpemente en cuanto nuestras miradas se cruzaban. Tan pesado se puso que llegó a incomodarme y poco faltó para que le hiciera alguna observación al cónsul.

Acababa de terminar una charla muy interesante con la esposa de un tal Ramos, el acaudalado propietario de seis de las mejores salas de cinematógrafo de Shanghai, cuando Tichborne se me acercó, rápido como una exhalación. El resto de invitados estaba ocupado en otras conversaciones así que me temí lo peor y puse, a modo de defensa, un gesto áspero en la cara.

– Si me permite unos minutos, Mme. De Poulain… -farfulló en francés. El aliento le hedía a alcohol.

– Usted dirá -repuse haciendo un mohín de desagrado-. Pero dese prisa.

– Sí, sí… Tengo que ser muy rápido. Lo que voy a decirle no puede escucharlo nadie más.

¡Oh, oh! Mal había empezado el irlandés.

– Un amigo de su marido necesita hablar urgentemente con usted.

– No entiendo tanto secretismo, mister Tichborne. Si quiere verme, que deje su tarjeta en mi casa.

El hombre empezó a impacientarse, echando miradas furtivas a derecha e izquierda.

– El señor Jiang no puede ir a su casa, madame. Usted está siendo vigilada de día y de noche.

– ¿Qué dice? -me indigné; había conocido muchas formas en las que un hombre aborda a una mujer pero aquélla era la más descabellada de todas-. Creo, mister Tichborne, que ha bebido usted demasiado.

– ¡Escuche! -exclamó él, aferrándome nerviosamente por el brazo; me zafé con un gesto brusco e intenté alejarme en dirección al cónsul pero Tichborne volvió a sujetarme, obligándome a mirarle-. ¡No sea necia, madame, está usted en peligro! ¡Escúcheme!

– Como vuelva a insultarme -declaré gélidamente-, se lo comunicaré al cónsul de manera inmediata.

– Mire, no tengo tiempo para tonterías -afirmó, soltándome-. A su marido no lo mataron unos ladrones, Mme. De Poulain, sino los sicarios de la Green Gang , la Banda Verde, la mafia más peligrosa de Shanghai. Entraron en su casa buscando algo muy importante que no encontraron y torturaron a su marido hasta la muerte para que les confesara dónde estaba. Pero Rémy estaba nghien, madame, y no pudo decirles nada. Ahora van a por usted. La están siguiendo desde que bajó ayer del barco. Volverán a intentarlo, no lo dude, y su vida y la de su sobrina corren un gran peligro.

– ¿De qué está hablando?

– Si no me cree -repuso, altanero-, interrogue a sus criados. No acepte la versión oficial sin investigar. Averigüe la verdad con una buena vara en la mano; los amarillos no hablarán si no es por miedo. La Banda Verde es muy poderosa.

– Pero ¿y la policía? El cónsul de Francia me ha dicho hoy que en el informe…

El irlandés soltó una carcajada.

– ¿Sabe quién es el jefe de la brigada policial de la Concesión Francesa, madame ? Huang Jin Rong, más conocido como Surcos Huang porque tiene la cara picada de viruela, y Surcos Huang es también el jefe de la Banda Verde. Él controla el tráfico de opio, la prostitución, las apuestas y también la policía que vigila su casa y que escribió el informe sobre la muerte de su marido. Usted no sabe cómo son las cosas en Shanghai, madame, pero va a tener que aprenderlo rápidamente si quiere sobrevivir aquí.

De pronto, la angustia que había llevado conmigo todo el día desde que había hablado con el abogado por la mañana volvió de una forma exagerada. Notaba otra vez los ahogos y las palpitaciones.

– ¿Habla usted en serio, mister Tichborne?

– Mire, madame, yo siempre hablo en serio menos cuando estoy borracho. Debe usted encontrarse con el señor Jiang. Es un respetable anticuario de la calle Nanking al que le unía una gran amistad de muchos años con su marido. Como a usted la están siguiendo, el señor Jiang no puede ir a su casa ni usted a su tienda. Tienen que encontrarse en algún lugar donde los chinos tengan prohibida la entrada, de ese modo sus perseguidores se verán obligados a permanecer fuera, como ahora, esperando a que usted salga.

[3] Julio Palencia (1884-1952), como embajador español en Bulgaria, se enfrentó valerosamente a las autoridades nazis durante la II Guerra Mundial para impedir el exterminio de los judíos de este país. Gracias a sus esfuerzos, más de 600 personas salvaron la vida.


[4] Sería imposible, por extensa, ofrecer una biografía de Isabel de Oyarzábal (Málaga, 1878-México, 1974), periodista, escritora y la segunda mujer diplomática del mundo -primera española- con el cargo de embajadora de la República en Estocolmo.


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