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La primera llamada fue sencilla: era la revisión mensual de un anciano (con esa barba blanca del descuido, los ojos brillantes como los de los propios peces, las venas rígidas como cordajes) restringido por una parálisis hemicorporal. La casita en la que vivía con su mujer daba a un patio compartido con sus vecinos «de siempre» que se asomaban, pendientes de mis palabras (una barahúnda de niños y el más pequeño, casi simbólico, en los brazos de la madre), por saber qué le decía yo «al abuelo».

La segunda llamada empezó con las mismas apariencias: era una niña, la hija pequeña del dueño de uno de los bares, que había amanecido caliente como la playa. Nada más entrar (era una casa de una planta con dos ventanas a la calle, enrejadas, donde languidecían geranios presos, y un vestíbulo fresco y oscuro) me recibió un grupo indeterminado de vecinos y familiares entre los que divisé la angosta altitud de Juan, el farmacéutico.

– Hombre, Marcelo, buenos días. A ver qué le pasa a esta niña.

Con aquellas palabras parecía cederme una jerarquía que hasta mi llegada nadie le había disputado. Saludé a todos y todos me saludaron. Alguien (alguna voz) me recordó que yo no conocía el camino y fue la primera (detrás, todo un coro) en advertirme:

– A la izquierda, doctor. Al fondo a la izquierda.

Y por allí avancé (era un pasillo breve) bajo todo un palio de miradas solemnes y atentas, con Juan siguiéndome ala distancia del aliento.

– Yo creo que es gripe, pero los padres están muy asustados. Le he dado un salicilato infantil porque tenía más de treinta y nueve. No sé si he hecho bien.

– Muy bien, Juan, muy bien.

– Soy amigo de la familia -me respondió a la pregunta que no le había hecho-. Me avisaron y prometí llegarme en cuanto cerrara la farmacia.

La habitación en la que entramos era pequeña y olía a una agradable clausura. La ventana daba a la calle posterior (o a una de las laterales) y el sol desparramaba los rayos sin dirección, como si alguien lo hubiera arrojado dentro, dorando paredes y suelo. Una repisita blanca y pequeña como una casa de muñecas guardaba la cercanía de la puerta y apenas más allá se encogía, de breve que era, una cama artesanal (me supuse que sería manufactura familiar, quizá paterna) sobre la que se extendía una colcha bordada con corazones rojos. Bajo la colcha, un bulto. La madre entró con nosotros y se nos adelantó (era, aún era, bonita, de pómulos altos y ojos ligeramente orientales, el pelo manchado de canas y alborotado por una noche inquieta) para descubrirnos lo que había debajo.

Se sentía antes la fiebre, la enfermedad, los olores rancios pero no repugnantes, y después se veía a la niña.

Era linda y flacucha, de largos cabellos negros lavados por el sudor y la calentura, la gran mirada febril y asustadiza como un conejo sorprendido. No tendría más de ocho años. Envolvía entre sus brazos la peor muñequita de todas las que había en la habitación (esa apetencia de los niños por lo más simple nunca deja de sorprenderme): una figura de trapo sin cara con hilachas amarillas y falda a cuadros.

– A ver, Verónica, que está aquí el médico.

Pero Verónica se encogió más en la cama sin despegar los ojos de mí. Su rostro era un susto gracioso.

– Verónica, niña -le regañó la madre sin ganas-. Que este señor te va a poner buena.

– Está asustada -dijo Juan sobre mi hombro.

En una diminuta mesita de noche (también blanca) junto a la cama, se erguían un vaso de colorines y un reloj con cara de payaso de cuya narizota roja emergían finas manecillas. Producía un ruido fuerte y acompasado de tictac. La niña pareció refugiarse en su contemplación, aún temerosa. Aprovechando esa tregua de su vigilancia, dejé mi maletín a los pies de la cama, donde ella no pudiese verlo, y le pedí a la madre en voz baja una cuchara. Entonces le indiqué con gestos a los curiosos que se retiraran hasta el umbral (incluyendo a Juan) y le hablé sin moverme, sin acercarme aún, como el que espera capturar con las manos un pajarito, algo que puede romperse si se es brusco:

– Verónica, hola.

La niña no me miraba. Miraba su reloj y abrazaba a su muñeca.

– Qué reloj tan bonito, Verónica.

Hubo movimientos a mi espalda, que yo traduje como signos de inquietud por el estado de la niña o de impaciencia por mi labor. Proseguí con tranquilidad:

– ¿Te despierta todos los días?

Siguió sin mirarme y sin decir nada. Junto a mí flotó de repente una cucharita metálica: la madre, detrás, sin atreverse a interrumpirme, la sostenía por un extremo con dos dedos, como si quemara. La cogí y le di las gracias, indicándole con gestos que se acercara. Entonces me agaché cuidadosamente junto a la cama.

– Ahora voy a ver qué hora es, Verónica.

El reloj tenía un asa grande y verde que simulaba el sombrero hueco del payaso. Lo cogí de ella y lo sostuve frente a la niña como un péndulo. Confiaba en que siguiera mirándolo, distraída, y así poder examinarle la garganta con más comodidad. Ella quiso quitármelo, pero débilmente como si prefiriera contemplarlo desde lejos.

– Mira, hace tictac. Dilo tú también: tictac.

Acerqué la cucharita tentativamente. La niña tenía la cabeza en la posición correcta pero no despegaba los labios. Sabía que al final terminaríamos haciéndolo por la fuerza, pero preferí esperar.

– ¿Sabes qué hora es, Verónica? -Percibí de reojo que la madre había dejado de mirar a la niña y me miraba a mí. Pensé que le intrigaba mi paciencia y sonreí-: ¿Quieres que te diga la hora, Verónica? Y después me la dices tú con la boca bien abierta.

En ese momento miré hacia el reloj para decírsela y comprobé, sorprendido, que no podía: el reloj no tenía números. Es más, poseía cinco manecillas pequeñas, de diferentes formas, y dos más grandes y sinuosas que no señalaban hacia los extremos de la circunferencia sino hacia dentro.

Y debajo, como si ostentara una marca de fabrica, sobre los labios sonrientes del payaso, un nombre en letras azules, grandes, temblorosas: ESTÍO.

Sentí como agua helada en mi columna vertebral. Se me olvidó por un instante qué hacía yo allí, con una cuchara en la mano, agachado en la cabecera de una cama. Y comprendí, creo que en el instante siguiente, con esa lucidez que da la tensión, que debía simular no haber visto nada: por suerte, la madre parecía estar ahora más pendiente de la niña que de mí, animándola para que abriera la boca.

Una fugacísima inspección (el tiempo apenas que recorrió la imagen hasta mis ojos, justo antes de que cerrara su boca por última vez) y una leve palpación de sus ganglios me convencieron de la existencia de una inflamación de las amígdalas. Mientras prescribía las medidas que me parecían oportunas, comenté como de pasada:

– Un reloj muy bonito. Si tuviera hijos, me gustaría regalarles uno igual. ¿Dónde lo compraron?

La madre me sonrió y fue a decir algo. Entonces otra voz se adelantó:

– Lo compramos hace ya tiempo, no recuerdo dónde, y lo guardamos para darle una sorpresa, pero allí se nos quedó. Y me dije: ahora que está mala, vamos a ponérselo ahí cerquita.

Debía de ser el padre: bajito y rechoncho, con una camisa que fue blanca coloreada por manchas de café y tensa en el vientre abultado, las manos húmedas y rojas caídas a ambos lados del cuerpo, como si gotearan. Tenía el pelo castaño y los ojos achinados de su esposa. Me dio la impresión de haber salido directamente del trabajo, preocupado. Todo eso supe al verle.

Y, además, supe que mentía.

Los demás (salvo Juan, que había ido a conseguir las medicinas que yo había indicado y avisar a Marta) me miraban con expectante seriedad.

– Bueno, debo irme -dije.

Nadie se movió.

Y de improviso el reloj hizo sonar unas tenues campanitas momentáneas. Fueron tan débiles como un hálito pero se me quedaron flotando cerca del oído mucho rato después de cesar: una melodía de siete u ocho notas que se me antojó familiar. No era difícil oír con la imaginación la letra adecuada:

¿Qué-son? ¿Dón-de es-tán?

¿Có-mo en-con-trar-los?

Salí de la casa entre agradecimientos y despedidas amables pero con una exasperante sensación de haber hecho algo que no debí, de haber cometido un ínfimo error, imparable ya, como el sonido de un murmullo soltado entre los desfiladeros que crece hasta el alud; una diminuta inminencia que me seguía, pegada a mí, invisible pero creciente, anunciando un holocausto incomparable (la cerilla encendida en el bosque seco). «Vete de aquí, Marcelo. Este pueblo no es bueno», oía la advertencia de Rocío como un grito silencioso: «¡Vete de aquí!».

No sabía qué conclusiones extraer, salvo que todos me mentían, probablemente desde el principio. Todo Roquedal sabía algo que callaba, algo que tenía que ver con los niños, con las canciones infantiles y los círculos de tiza, con el nombre de «Estío» (¡que tanto aterrorizó a Rocío cuando se lo dije!) y con relojes de manecillas abstractas que no marcan la hora.

Angustiado, llegué a la casa azul y le dije a Rosa que no quería almorzar. ¿Podía fiarme de ella? Decidí que no, tampoco. Subí sin prisas a mi habitación y me afané en dormir creyendo que no lo conseguiría, y me dormí incrédulo.

Soñé algo. Ahora se me ha olvidado en parte. Solo recuerdo un aire bramador salpicado de gotas de espuma, fuertes y saladas, y la presencia de alguien junto a mí. Su mirada era transparente y yo podía ver la playa tras ella, las olas enérgicas, la grava arcaica de la orilla, las trompas nacaradas de las conchas. Un regusto salitroso se me prendía en la boca mientras miraba por entre aquellos ojos. Era mirarlos y saber que no contemplaba un ser sino una búsqueda. Y desconocía si mirarlos era hallar lo que buscaba o perderlo para siempre: mi tormento residía en la terrible certeza de saber que si no miraba, nunca encontraría. Me oprimía, eso sí, una sensación agridulce de reconocimiento, de encuentro con algo tras toda una vida de distancia, una llegada amarga como una despedida. Y yo me disgustaba, porque aunque había obtenido lo que quería, ya no era. Porque aunque mi vista -fija en aquellos ojos marinos- poseía lo que buscaba, lo escapaba, lo dejaba escurrirse mirándolo (era como atrapar por un instante el viento y las olas, lograr verlos, cerrar los ojos y pensar: así son). Porque lo obtenía y lo perdía solo con mirarlo.

Desperté con el sonido de un piar frenético y un aleteo suave de pañuelos para ver a un gorrión atrapado por su propia inquietud entre el alféizar y los barrotes de mi ventana. Y como si hubiera persistido allí tan solo para que le viese y me apenase, cruzó enseguida los obstáculos y se disolvió en el aire salado.

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