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Era obsesionante: como el repiqueteo de las gotas de lluvia sobre una lápida o la tos metálica de una metralleta en la noche (bien las recuerdo de la guerra). Pero mejor: una vieja máquina de escribir manejada por las huesudas manos de la muerte, tecla tras tecla, escribiendo ¿qué?

Los últimos días de la vida de Paz.

El texto comenzaba, sin duda, con la palabra «Eres», señalando a la pobre chica como un rayo de luna. «Mira, observa cómo, mediante golpes sordos y repetidos, puedo machacar otra vida -me decía mi inagotable carnicero-. Su vida está bajo sus propios pies: y ella la destroza incesante.»

Cuando me marché a casa aquella noche no pude evitar repetir durante todo el camino, con la punta de mi bastón, el tenebroso aunque pegadizo ritmo: toc, toc, toc-toc (a veces ocurre así con ciertas músicas malditas, que no parecen querer abandonarnos nunca, y también con algunas ideas demasiado cariñosas, cuyos abrazos terminan por ahogarnos). Ya en la cama, recordé la leyenda de las danzas de la muerte medievales: un esqueleto invitaba a bailar a un cura, a un señor feudal, a un cortesano, a una puta y a un caballero y marcaba el ritmo con su propia guadaña. Y de todo esto nada sabía el ingenuo de Casimiro, más ingenuo y ciego que los besugos que vendía en su tienda. La pena me hizo ir a decírselo y la misma pena me lo impidió… pero también algo extraño que sucedió entonces, más terrible que todo cuanto había advertido hasta ese momento.

Le hallé al día siguiente (mañana espléndida de mayo, víspera de los festejos) sumergido en el hediondo océano del mercado de la plaza, que en realidad son tres o cuatro tiendas juntas en un semisótano, pero que parecen cien por la aglomeración de gente, la penumbra y la suciedad. Casimiro hacía rodajas un tronco de pez espada con un enorme cuchillo de psicópata mientras hablaba a voces con la señora Asunción Portero y otra amiga, que esperaban para ser servidas. Me acerqué con lentitud, pensando en qué le diría y cómo, pero sus propias palabras me evitaron el dilema. Hablaba de su hija.

– ¡Qué me van a contar, si ya lo sé! ¡Un día de éstos le voy a enseñar yo a beber alcohol! ¡Se lo tengo dicho! ¡Lo que pasa es que uno no puede ir detrás de ella todas las noches, como un perro guardián!

– Claro -asentía doña Asunción.

– Diga que sí -coreaba su amiga.

– ¡Además, toda la culpa no es suya! ¡Ni nuestra tampoco, porque educación ha recibido…!

Casimiro descargó otro golpe de machete en el pez espada. De vez en cuando se llevaba el dorso de la manaza al bigote color barro que le cruzaba la cara (también se había dejado las patillas largas).

– ¡Cómo quieren después que eduquemos, si no somos nosotros, es la sociedad la que pervierte! ¿Qué se nos puede pedir a nosotros, los padres? ¡Trabajamos para llevarles el alimento a la boca, como los gorriones, y ellos se creen que cae de los árboles…! Pero, claro, tampoco puedes encerrarla en casa como un sultán y decirle: «Eh, que no sales hasta que cumplas dieciocho», ni decirle: «Sales, pero te diviertes como yo quiera». ¡Eso no se puede decir!

– Claro que no.

– Diga que no.

– ¡El mucho cariño, el demasiado cariño, eso es lo malo! -Se limpió con la manaza las salpicaduras del pez mutilado, que le habían rebotado en la cara-. ¡Les queremos tanto que…! Y es que los tiempos son diferentes: en nuestra época no nos movíamos de una baldosa y andábamos más derechos que una vela, pero no había libertad, como ahora, y eso no estaba bien, qué caramba. Es fácil educar cuando solo tienes que decirle a tu hijo: «Trabaja». Pero ahora la juventud se divierte… y eso no es malo… Yo le he dicho a mi hija: «Estás en la mejor época de tu vida, ¡pues anda y disfrútala!».

El cuchillo, mientras tanto, no dejaba de caer. El pez era cada vez menos, las rodajas cada vez más. El afilado martillo golpeaba sobre el tajo, sin rozar en ningún momento los expuestos dedazos de Casimiro, amoratados por el frío.

Dejé de escuchar el debate para concentrarme en aquel peculiar ruido: chac, chac, chac-chac. «¡Y las réplicas de Asunción y su amiga! ¡Y las carcajadas de los clientes de la carne!¡Y el hacha del carnicero marcando el compás, y el cuchillo del pescadero en contrapunto! Antonio, el bailarín, disfrazado de esqueleto, hubiera podido representarlo: cuchillo, risas, respuestas, una coral de verdugos. ¡Pobre Casimiro: y no se da cuenta de que su hija se hace trizas bajo su machete!» Esto escribí esa misma noche, pálido y agarrotado por la inquietud tras comprobar que el ritmo terrible de los pasos de mi asesino se había extendido como un cáncer por todo el pueblo, ¡y que incluso el padre de la futura víctima lo interpretaba a cuchillazos en su tienda! ¡Qué te iba yo a contar, Casimiro, si ya el pez espada que machacabas sobre el tajo, las preciosas pepitas de plata de su cuerpo desparramadas, la carne rosada y el ojo oscuro de la espina (otra vez la oquedad central) rotos por tu energía indiferente, te lo contaba todo a cada golpe que le dabas…!

Y el coro, burlón, cantaba:

– ¡Sí!

– ¡ No!

– ¡Qué va!

Y el cuchillo:

– ¡Chac, chac, chac-chac!

Y el carnicero:

– Ja, ja, ja ja!

Sintiéndome gobernado por un poderoso vértigo, escapé a toda prisa del mercado y me refugié por un instante en la plaza cubierta de sol. «En algún lugar de este pueblo -pensé, apoyándome en el borde de piedra de la fuente de los peces-, pobrecita Paz, te encuentras adherida a la telaraña, y el coro ya te amortaja con su canción fúnebre… ¡Hasta tu propio padre la canta sin saberlo, o quizá sabiéndolo pero sin quererla escuchar! ¡Y tú, pobrecita, como los sagrados pasos de las procesiones, te detienes en tu vía crucis ante esta terrible saeta!»

Unos niños, hijos de vecinos que yo conocía, jugaban cerca de la fuente. Me vieron y me señalaron con el dedo, riéndose:

– ¡El loco! ¡El loco!

– ¡El loco! ¡El loco del cementerio!

Cuando me volví hacia ellos echaron a correr como ciervos por la calle Principal hacia abajo. El más pequeño (no tendría más de cinco años), que iba el último, se detuvo en la esquina, antes de desaparecer con los demás, y me gritó:

– ¡El… oco!

Me senté en el borde de la fuente y empecé a echarme fresco con el sombrero. Así estuve hasta que el mareo aflojó. Después lloré un poco, porque el día era tan lindo que me parecía increíble hallarme tan abandonado. Hubo un tiempo en mi vida en el que cielos como el que contemplaba en aquel momento, estampados en azul puro, me ponían alegre y de buen ánimo. ¡Mala cosa es desarraigarnos del paisaje! ¡Malo es oscurecernos cuando amanece, tener frío cuando sale el sol, hallarnos solos en la muchedumbre! ¡Malo sentir que ni el sol, ni la primavera, ni el mar de verano ni la risa de los niños nos entran dentro, porque no les pertenecemos! «Pero también lloré por ti, Paz, tan inocente y solitaria en este mundo -anoté en mi cuaderno esa noche de angustia-. ¡Qué fácil sería salvarte si todos percibiéramos los mismos detalles!» Y añadí:

Nuestras vidas están escritas con la sutileza con que un guitarrista rasguea una guitarra sin cuerdas. ¡Hay que saber oler flores invisibles, libarlas con los ojos y saborear gota a gota esa miel delicada! ¡Todo es, de repente, tan importante entonces! Lo más ínfimo resulta decisivo. Lo diminuto, contemplado desde lejos, forma parte del gran dibujo: cada acontecimiento es una pincelada, cada gesto un color nuevo. Pero ¿qué sabe la cuenta cristalina de la figura que forma al girar con otras en el caleidoscopio?

Esa misma noche, como yo había supuesto, se completó un poco más la inexorable endecha. Era una declaración, quizá de amor o quizá de muerte, que todo el pueblo le dedicaba a Paz sin ella saberlo.

– ¡Mía! -decía esa noche la voz del pueblo con sus muchas bocas. Un niño salía de un portal a jugar y lo decía. Una vieja elevaba a la luna sus ojos blancos y lo decía. Un pescador escupía en el suelo un trozo de cigarrillo y lo decía. Iba de labios a oídos como un telégrafo invisible, se entrometía en las conversaciones, de corrillo en corrillo, graciosa y mágica como un acento regional, entre murmullos, risas, piropos, llanto de bebés, estornudos y blasfemias-: ¡Mía! ¡Mía…!

¡Y yo, el único traductor de la canción que mi verdugo componía, intentaba predecir el texto completo! Recordaba la palabra del día anterior, «Eres». Había que añadirle la siguiente: «Eres mía». Como en esas sesiones espiritistas donde el muerto mueve los dedos de los vivos para formar frases, así se movía el pueblo en una sola boca trémula, a las órdenes de aquel fúnebre autor.

«¡Para!», fue la exclamación que más escuché la mañana del día siguiente, el primero de las fiestas de los Reyes de Mayo. «¡Para!», se gritaba por calles, plazas y ventanas. «Siempre»: intuí que ésta era la palabra final, reservada para la noche. Cuando esa palabra, como una golondrina negra, recorriera cada casa, de voz en voz, lanzada al aire por todos los habitantes de Roquedal, la niña Paz alcanzaría la paz eterna, simbolizada ya en el íntimo significado de aquella expresión. El verso, pues, sería: «Eres mía para siempre», y quedaba tan solo una palabra para que llegara a cumplirse.

Decidí hacer lo único que se me ocurrió: impedir que la muchacha bailara la tonadilla de su propia muerte.

Sabía que, en cuanto comenzara la arrastrá de los Reyes de Mayo y el Rey gigante de rostro negro se llevara a su real consorte calle Principal abajo, hacia la playa, Paz y sus amigos correrían tras ellos, como hace la juventud del pueblo. Probablemente se detendrían en la Trocha para reanimar el cuerpo con unas litronas antes del verdadero julepe, que tendría lugar sobre la arena, de chiringuito en chiringuito, donde se desarrollaban las parás . Así que me vi en la necesidad de adelantarme a los acontecimientos.

A eso de las seis de la tarde, dos horas antes de la arrastrá , me instalé cómodamente en una mesa vacía del bar de la Trocha y le pedí un poleo a Joaquín.

– ¿No se anima a ir a la plaza, don Baltasar? -me dijo el buen hombre-. ¡Para ver a los Reyes!

– Ya he visto la fiesta demasiados años, Joaquín.

– Pero siempre se puede hacer algo nuevo. Bailar en las parás , por ejemplo…

– Hoy no debería bailar nadie -repliqué, lúgubre.

– ¿Y eso?

Limpiaba el fondo de un vaso con el trapo mientras me hablaba, y percibí, aterrorizado, el chirrido de mi grillo negro, la voz rítmica e infalible de mi enemigo: ñic, ñic, ñic-ñic. Me entró una dentera helada: como si escuchase a un cadáver deslizar las uñas por la tapa del ataúd. ¡Y el pobre Joaquín, involuntario tocador de la siniestra zampoña, sin enterarse!

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