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Me parece que precisas una compresa, añadió todavía Pereda, con voz clara y firme, indicando la entrepierna tinta en sangre del cocainita. Mi madre, dijo éste cuando se miró. Al levantar la vista, rodeado por sus amigos y colegas, Pereda ya no estaba.

¿Qué hago, pensó el abogado mientras deambulaba por la ciudad de sus amores, desconociéndola, reconociéndola, maravillándose de ella y compadeciéndola, me quedo en Buenos Aires y me convierto en un campeón de la justicia, o me vuelvo a la pampa, de la que nada sé, y procuro hacer algo de provecho, no sé, tal vez con los conejos, tal vez con la gente, esos pobres gauchos que me aceptan y me sufren sin protestar? Las sombras de la ciudad no le ofrecieron ninguna respuesta. Calladas, como siempre, se quejó Pereda. Pero con las primeras luces del día decidió volver.

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