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Hemos caído muy bajo, decía Pereda a su auditorio, pero aún podemos levantarnos como hombres y buscar una muerte de hombres. Para sobrevivir, él también tuvo que poner trampas para conejos. Durante los atardeceres, cuando salían de la estancia, a menudo dejaba que fueran José y Campodónico, más otro gaucho que se les había unido, apodado el Viejo, quienes vaciaran las trampas, y él enfilaba en dirección a las taperas. La gente que encontraba allí era gente joven, más joven que ellos, pero al mismo tiempo era gente tan mal dispuesta al diálogo, tan nerviosa, que no valía la pena ni siquiera invitarla a comer. Los cercos de alambre, en algunas partes, aún se mantenían en pie. De vez en cuando se acercaba a la línea férrea y se quedaba largo rato esperando que pasara el tren, sin desmontarse del caballo, comiendo ambos briznas de hierba, y en no pocas ocasiones el tren no pasó nunca, como si ese pedazo de Argentina se hubiera borrado no sólo del mapa sino de la memoria.

Una tarde, mientras trataba inútilmente de que su potro montara a la yegua, vio un auto que atravesaba la pampa y se dirigía directamente a Álamo Negro. El auto se detuvo en el patio y de él descendieron cuatro hombres. Le costó reconocer a su hijo. Lo mismo le pasó al Bebe cuando vio a aquel viejo barbado y de larga melena enmarañada que vestía bombachas y llevaba el torso desnudo y requemado por el sol. Hijo de mi alma, dijo Pereda al abrazarlo, sangre de mi sangre, justificación de mis días, y habría podido seguir si el Bebe no lo hubiera detenido para presentarle a sus amigos, dos escritores de Buenos Aires y el editor Ibarrola, que amaba los libros y la naturaleza y subvencionaba el viaje. En honor a los invitados de su hijo, aquella noche el abogado mandó hacer una gran fogata en el patio y trajo de Capitán Jourdan al gaucho que mejor rasgueaba la guitarra, advirtiéndole antes que se limitara estrictamente a eso, a rasguearla, sin emprender ninguna canción en particular, tal como correspondía hacer en el campo.

De Capitán Jourdan, asimismo, le enviaron diez litros de vino y un litro de aguardiente, que Campodónico y José trajeron en la camioneta del intendente. También hizo acopio de conejos y asó uno por persona, aunque la gente de la ciudad no mostró un entusiasmo muy grande por dicho tipo de carne. Aquella noche, además de sus gauchos y de los porteños, se juntaron más de treinta personas alrededor de la fogata. Antes de que empezara la fiesta Pereda, en voz alta, advirtió que no quería peleas, algo que estaba fuera de lugar, pues los lugareños eran gente pacífica, a la que le costaba trabajo matar a un conejo. Pese a esto, sin embargo, el abogado pensó en habilitar uno de los innumerables cuartos para que quienes se sumaran al jolgorio depositaran allí los cuchillitos y facas, pero luego pensó que tal medida, ciertamente, era un poco exagerada.

A las tres de la mañana los hombres de respeto habían emprendido el camino de vuelta a Capitán Jourdan y en la estancia sólo quedaban algunos jóvenes que no sabían qué hacer, pues ya se había acabado la comida y la bebida y los porteños hacía rato que dormían. Por la mañana el Bebe intentó convencer a su padre de que regresara con él a Buenos Aires. Las cosas, allí, le dijo, poco a poco se estaban solucionando y a él, personalmente, no le iba mal. Le entregó un libro, uno de los muchos regalos que le había traído, y le dijo que se había publicado en España. Ahora soy un escritor reconocido en toda Latinoamérica, le aseguró. El abogado, francamente, no sabía de qué le hablaba. Cuando le preguntó si se había casado y el Bebe respondió que no, le recomendó que se buscara una india y que se viniera a vivir a Álamo Negro.

Una india, repitió el Bebe con una voz que al abogado le pareció soñadora.

Entre los otros regalos que le trajo su hijo estaba una pistola Beretta 92, con dos cargadores y una caja de munición. El abogado miró la pistola con asombro. Francamente, ¿crees que la voy a precisar?, dijo. Eso nunca se sabe. Aquí estás muy solo, dijo el Bebe. En lo que quedaba de mañana le ensillaron la yegua a Ibarrola, que quería echar una miradita a los campos, y Pereda lo acompañó montado en José Bianco. Durante dos horas el editor se deshizo en elogios de la vida bucólica y asilvestrada que, según él, hacían los vecinos de Capitán Jourdan. Cuando vio la primera tapera echó a galopar pero antes de llegar a ésta, que estaba mucho más lejos de lo que había imaginado, un conejo le saltó al cuello y le mordió. El grito del editor se apagó de inmediato en la inmensidad.

Desde su posición, Pereda sólo vio una mancha oscura que salía del suelo, trazaba un arco hasta la cabeza del editor y luego desaparecía. Vasco de mierda, pensó. Espoleó a José Bianco y cuando alcanzó a Ibarrola, éste se cubría el cuello con una mano y la cara con la otra. Sin una sola palabra le apartó la mano. Debajo de la oreja tenía un arañazo y sangraba. Le preguntó si tenía un pañuelo. El editor respondió afirmativamente y sólo entonces se dio cuenta de que estaba llorando. Póngase el pañuelo en la herida, le dijo. Luego cogió las riendas de la yegua y se acercaron a la tapera. No había nadie y no descabalgaron. Mientras volvían a la estancia el pañuelo que Ibarrola sujetaba contra la herida se fue tiñendo de rojo. No hablaron. Ya en la estancia, Pereda ordenó a sus gauchos que desvistieran de cintura para arriba al editor y lo tumbaran sobre una mesa en el patio, luego le lavó la herida, calentó un cuchillo y con la hoja al rojo vivo procedió a cauterizarla y finalmente le improvisó un apósito con otro pañuelo que sujetó con un vendaje improvisado: una de sus camisas viejas, que hizo empapar en aguardiente, en el poco aguardiente que quedaba, una medida más ritual que efectiva, pero que con probarla nada se perdía.

Cuando su hijo y los dos escritores regresaron de dar un paseo por Capitán Jourdan encontraron a Ibarrola desmayado aún sobre la mesa y a Pereda sentado en una silla junto a él, mirándolo con la misma concentración que un estudiante de medicina. Detrás de Pereda, absortos asimismo en el herido, estaban los tres gauchos de la estancia.

Sobre el patio caía un sol inmisericorde. La madre que lo parió, gritó uno de los amigos del Bebe, tu papá nos ha matado al editor. Pero el editor no estaba muerto y cuando se recuperó, salvo por la cicatriz, que solía mostrar con orgullo y que explicaba era debida a la picadura de una culebra saltadora y a su posterior cauterización, dijo sentirse mejor que nunca, aunque esa misma noche se marchó con los escritores a Buenos Aires.

A partir de ese momento las visitas de la ciudad no escasearon. En ocasiones aparecía el Bebe solo, con su traje de montar y sus cuadernos en donde escribía historias vagamente policiales y melancólicas. En otras ocasiones llegaba el Bebe con personalidades porteñas, que generalmente eran escritores pero entre las que no era raro encontrar a un pintor, que era el tipo de invitado que Pereda más apreciaba, pues los pintores, vaya uno a saber por qué, sabían mucho más de carpintería y albañilería que el gauchaje que solía mosconear todo el día alrededor de Álamo Negro.

Una vez llegó el Bebe con una psiquiatra. La psiquiatra era rubia y tenía los ojos azules acerados y los pómulos altos, como una figurante de El anillo de los Nibelungos. Su único defecto, según Pereda, era que hablaba mucho. Una mañana la invitó a salir a dar un paseo. La psiquiatra aceptó. Le ensillaran la yegua y Pereda montó a José Bianco y partieron en dirección oeste. Durante el paseo la psiquiatra le habló de su trabajo en un sanatorio de Buenos Aires. La gente, le dijo o se lo dijo a los conejos que a veces, subrepticiamente, acompañaban durante un trecho a los jinetes, estaba cada día más desequilibrada, hecho comprobado que llevaba a la psiquiatra a deducir que tal vez el desequilibrio mental no fuera una enfermedad sino una forma de normalidad subyacente, una normalidad vecina a la normalidad que el común de los mortales admitía. A Pereda estas palabras le sonaban a chino, pero como la belleza de la invitada de su hijo lo cohibía se guardó de realizar ningún comentario al respecto. Al mediodía se detuvieron y comieron charqui de conejo y vino. El vino y la carne, una carne oscura que brillaba como el alabastro al ser tocada por la luz y que parecía hervir literalmente de proteínas, propiciaron en la psiquiatra la vena poética y a partir de entonces, según pudo apreciar con el rabillo del ojo Pereda, se desmelenó.

Con voz bien timbrada se puso a citar versos de Hernández y de Lugones. Se preguntó en voz alta dónde se había equivocado Sarmiento. Enumeró bibliografías y gestas mientras los caballos, a buen trote, seguían impertérritos hacia el oeste, hasta lugares adonde el mismo Pereda no había llegado nunca y a los cuales se alegraba de encaminarse en tan buena aunque en ocasiones latosa compañía. A eso de las cinco de la tarde divisaron en el horizonte el esqueleto de una estancia. Felices, espolearon a sus cabalgaduras en aquella dirección, pero cuando dieron las seis aún no habían llegado, lo que llevó a la psiquiatra a observar lo engañosas que resultaban a veces las distancias. Cuando por fin llegaron salieron a recibirlos cinco o seis niños desnutridos y una mujer vestida con una pollera amplísima y excesivamente abultada, como si debajo de la pollera, enroscada sobre sus piernas, portara un animal vivo. Los niños no le quitaban ojo a la psiquiatra, la cual al principio insistió en un comportamiento maternal, del que no tardaría en renegar al sorprender en los ojos de los pequeños una intención torva, como luego le explicó a Pereda, un plan avieso escrito, según ella, en una lengua llena de consonantes, de gañidos, de rencores.

Pereda, que cada vez estaba más convencido de que la psiquiatra no estaba muy bien de la cabeza, aceptó la hospitalidad de la mujer, la cual, durante la cena, que hicieron en un cuarto lleno de fotografías antiguas, les explicó que hacía mucho tiempo que los patrones se habían marchado a la ciudad (no supo decirles qué ciudad) y que los peones de la estancia, al verse privados de un jornal mensual, poco a poco fueron desertando. También les habló de un río y de unas crecidas, aunque Pereda no tenía ni idea de dónde se encontraba ese río ni nadie en Capitán Jourdan le había hablado de crecidas. Comieron, como era de esperar, guisado de conejo, que la mujer sabía cocinar con maña. Antes de marcharse Pereda les indicó dónde estaba Álamo Negro, su estancia, por si algún día se cansaban de vivir allí. Pago poco, pero al menos hay compañía, les dijo con voz grave, como si les explicara que tras la vida venía la muerte. Luego reunió a su alrededor a los niños y procedió a darles tres consejos. Cuando hubo terminado de hablar vio que la psiquiatra y la mujer polleruda se habían quedado dormidas, sentadas en sendas sillas. Comenzaba a amanecer cuando se marcharon. Sobre la pampa rielaba la luna llena y de tanto en tanto veían el salto de algún conejo, pero Pereda no les hacía caso y tras permanecer largo rato en silencio se puso a canturrear una canción en francés que a su difunta le gustaba.

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