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– Iba a verlo una vez a la semana -dijo Lupe.

– No tenía idea de que estudiaras danza -dije.

– Yo no estudio nada, sólo iba a pisar -dijo Lupe.

– No me refería a ti sino a María -dije.

– Desde los catorce años -dijo María-. Muy tarde ya para ser una buena bailarina. Qué le vamos a hacer.

– Pero si tú bailas superbien, mana. Superraro, pero es que allí todos están medio zafados. ¿Tú la has visto bailar? -Dije que no-. Te quedarías prendado de ella.

María hizo un gesto negativo con la cabeza. Cuando llegó la mesera pedimos tres cafés con leche y Lupe pidió además una torta de queso sin frijoles.

– No los digiero bien -explicó.

– ¿Cómo sigues del estómago? -dijo María.

– Más o menos, a veces me duele mucho, otras veces me olvido de que existe. Son los nervios. Cuando no lo puedo soportar me doy un prix y asunto solucionado. ¿Y tú qué? ¿Ya no vas a la Escuela de Danza?

– Menos que antes -dijo María.

– Esta mensa me pilló una vez en la oficina de Paco Duarte -dijo Lupe.

– Casi me morí del ataque de risa -dijo María-. La verdad es que no sé por qué me puse a reír. Igual estaba enamorada de Paco y fue en realidad un ataque de histeria.

– Huy, no lo creo, mana, ese gabacho no era tu tipo.

– ¿Y qué estabas haciendo con el tal Paco Duarte? -dije yo.

– La neta, pues nada. Lo conocía de una vez en la avenida y como él no podía venir ni yo podía ir a su casa, él está casado con una gringa, pues iba yo a verlo a la Escuela de Danza. Además, creo que eso era lo que le gustaba al muy puerco. Cogerme en su oficina.

– ¿Y tu chulo te dejaba aventurarte tan lejos de tu zona? -dije.

– ¿Y tú qué sabes cuál es mi zona, chavo? ¿Tú qué sabes si tengo chulo o no tengo chulo?

– Oye, perdona si te he ofendido, pero María hace un momento dijo que tu chulo era un tipo violento, ¿no?

– Yo no tengo chulo, chavito. ¿Qué te crees, que por estar conversando conmigo ya me puedes insultar?

– Cálmate, Lupe, nadie te está insultando -dijo María.

– Este buey ha insultado a mi hombre -dijo Lupe-. Si él te llega a oír te da cran, chavito, te vence en un tris tras. Seguro que a ti te gustaba la verga de mi hombre.

– Oye, yo no soy homosexual.

– Todos los amigos de María son putos, eso es sabido.

– Lupe, no te metas con mis amigos. Cuando ésta estuvo enferma -me dijo María-, entre Ernesto y yo la llevamos a un hospital para que la curaran. Hay que ver qué pronto olvidan los favores algunas personas.

– ¿Ernesto San Epifanio? -dije yo.

– Sí -dijo María.

– ¿Él también estudia danza?

– Estudiaba -dijo María.

– Ay, Ernesto, qué buenos recuerdos tengo de él. Me acuerdo que me levantó él sólito y me metió en volandas en un taxi. Ernesto es puto -me explicó Lupe-, pero es fuerte.

– No fue Ernesto el que te metió en el taxi, cabrona, fui yo -dijo María.

– Esa noche pensé que me iba a morir -dijo Lupe-. Estaba puestísima y de pronto me encontré con mareos y vomitando sangre. Cubos de sangre. Yo creo que en el fondo no me hubiera importado morirme. Lo único que hacía era acordarme de mi hijo y de la promesa rota y de la Virgen de Guadalupe. Había inflado hasta que salió la luna, poco a poco, y como no me encontraba bien la enana que viste hace un rato me convidó un poco de flexo. En mala hora, el cemento debía estar babeado o yo ya estaba muy mal, el caso es que me empecé a morir en un banco de la plaza San Fernando y fue entonces cuando apareció aquí mi cuatacha y su amigo el puto angelical.

– ¿Tienes un hijo, Lupe?

– Mi hijo se murió -dijo Lupe mirándome fijamente a los ojos.

– ¿Pero qué edad tienes entonces?

Lupe me sonrió. Su sonrisa era grande y bonita.

– ¿Qué edad me calculas?

Preferí no arriesgarme y no dije nada. María le pasó una mano por el hombro. Ambas se miraron y se sonrieron o se guiñaron un ojo, no sé.

– Un año menos que María. Dieciocho.

– Las dos somos Leo -dijo María.

– ¿Tú qué signo eres? -preguntó Lupe.

– No sé, la verdad es que nunca me ha preocupado eso.

– Pues entonces eres el único mexicano que no sabe su signo -dijo Lupe.

– ¿En qué mes naciste, García Madero? -dijo María.

– En enero, el seis de enero.

– Eres Capricornio, como Ulises Lima.

– ¿El famoso Ulises Lima? -dijo Lupe.

Le pregunté si lo conocía. Temí que me dijeran que Ulises Lima también iba a la Escuela de Danza. ¡Me vi a mí mismo, en una microfracción de segundo, bailando en las puntas de los pies en un gimnasio vacío! Pero Lupe dijo que sólo de oídas, que María y Ernesto San Epifanio hablaban a menudo de él.

Después Lupe se puso a hablar de su hijo muerto. El bebé tenía cuatro meses cuando murió. Había nacido enfermo y Lupe le había prometido a la Virgen que dejaría la calle si su hijo se curaba. Los tres primeros meses mantuvo la promesa y el niño, según ella, pareció mejorar. Pero al cuarto mes tuvo que volver a hacer la calle y el niño se murió. Me lo quitó la Virgen por haber roto mi juramento. Por aquel tiempo Lupe vivía en un edificio de Paraguay, cerca de la plaza de Santa Catarina, y le dejaba el niño a una vieja para que se lo cuidara por las noches. Una mañana, al volver, le dijeron que su hijo se había muerto. Y eso fue todo, dijo Lupe.

– La culpa no es tuya, no seas supersticiosa -dijo María.

– ¿Cómo no va a ser mía, quién rompió su promesa, quién dijo que iba a dejar esta vida y luego no cumplió?

– ¿Y por qué entonces la Virgen no te mató a ti y sí a tu niño?

– La Virgen no mató a mi hijo -dijo Lupe-. Se lo llevó, que es bien distinto, mana. A mí me castigó sin su presencia, a él se lo llevó a una vida mejor.

– Ah, bueno, si lo ves así no hay ningún problema, ¿verdad?

– Claro, así está todo solucionado -dije yo-. ¿Y ustedes cuándo se conocieron, antes o después del niño?

– Después -dijo María-, cuando ésta iba de torpedo loco por la vida. Yo creo que querías morirte, Lupe.

– Si no hubiera sido por Alberto hubiera felpado -suspiró Lupe.

– Alberto es tu… novio, supongo -dije yo-. ¿Lo conoces? -le pregunté a María y ésta hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Es su padrote -dijo María.

– Pero la tiene más grande que tu amiguito -dijo Lupe.

– ¿No te estarás refiriendo a mí, verdad? -dije yo.

María se rió.

– Se está refiriendo a ti, por supuesto, estúpido -dijo.

Me puse colorado y luego me reí. María y Lupe también se

rieron.

– ¿De qué tamaño la tiene Alberto? -dijo María.

– Del mismo que su cuchillo.

– ¿Y de qué tamaño es su cuchillo? -dijo María.

– Así.

– No exageres -dije yo aunque más me hubiera valido cambiar de conversación. Para intentar remediar lo irremediable, dije-: No hay cuchillos tan grandes. -Me sentí peor.

– Ay, mana, ¿y cómo estás tan segura con eso del cuchillo? -dijo María.

– Tiene el cuchillo desde los quince años, se lo regaló una puta de la Bondojo, una ruca que ya se murió.

– ¿Pero tú le has medido la cosita con el cuchillo o hablas sólo a tientas?

– Un cuchillo tan grande es un estorbo -insistí yo.

– Se lo mide él, no necesito medírselo yo, a mí qué más me da, se lo mide él mismo y se lo mide a cada rato, una vez al día, lo menos, dice que para comprobar que no se le ha achicado.

– ¿Tiene miedo de que se le reduzca la pilila? -dijo María.

– Alberto no tiene miedo de nada, es un gandalla de los de verdad.

– ¿Entonces por qué lo del cuchillo? La verdad es que yo no lo entiendo -dijo María-. ¿Y nunca, por casualidad, se ha cortado?

– Alguna vez, pero adrede. El cuchillo lo maneja muy bien.

– ¿Quieres decirme que tu pinche padrote a veces se hace cortes en el pene por gusto? -dijo María.

– Pues sí.

– No me lo puedo creer.

– La neta. Le da por ahí, no todos los días, ¿eh?, sólo cuando está nervioso o muy pasado. Pero medírsela, lo que se dice medírsela, pues casi siempre. Dice que es bueno para su hombría. Dice que es una costumbre que aprendió en el tambo.

– Ese cabrón debe ser un psicópata -dijo María.

– Tú es que eres muy delicada, mana, y no entiendes estas cosas. ¿Qué tiene de malo, digo yo? Todos los pinches hombres siempre están midiéndose la verga. El mío lo hace de verdad. Y con un cuchillo. Además, es el cuchillo que le regaló su primera piel, que para él más bien fue como una madre.

– ¿Y de verdad lo tiene tan grande?

María y Lupe se rieron. La imagen de Alberto se fue agrandando y adquiriendo un carácter amenazador. Ya no deseé que apareciera por allí ni defender a todo trance a las muchachas.

– Una vez, en Azcapotzalco, en un garito dedicado al asunto, hicieron un reventón de mamadas y había una ruca de por ahí que las ganaba todas. No había ninguna pulga que pudiera tragarse enteras las vergas que la ruca aquella se tragaba. Entonces Alberto se levantó de la mesa en donde estábamos y dijo espérenme un momentito, que voy a solucionar un negocio. Los que estaban en nuestra mesa le dijeron ya rugiste, Alberto, se ve que lo conocían. Yo mentalmente supe que la pobre ruca ya estaba derrotada. Alberto se plantó en medio de la pista, se sacó el vergajo, lo puso en acción con un par de golpecitos y se lo metió en la boca a la campeona. Ésta era dura de verdad y le hizo el esfuerzo. Poquito a poco empezó a tragarse la verga entre las exclamaciones de asombro. Entonces Alberto la cogió de las orejas y se la metió entera. Para luego es tarde, dijo y todos se rieron. Hasta yo me reí aunque la verdad es que también sentía algo de vergüenza y algo de celos. En los primeros segundos la ruca pareció que aguantaba, pero luego se atragantó y empezó a ahogarse…

– Carajo, qué bestia es tu Alberto -dije.

– Pero sigue contando, ¿qué pasó? -dijo María.

– Pues nada. La ruca empezó a golpear a Alberto, a intentar separarse de él, y Alberto empezó a reírse y a decirle so, yegua, so, yegua, como si estuviera montando una yegua brava, ¿me entiendes, no?

– Claro, como si estuviera en un rodeo -dije.

– A mí eso no me gustó nada y le grité déjala, Alberto, que la vas a desgraciar. Pero yo creo que él ni me oyó. Mientras tanto la cara de la ruca cada vez estaba más congestionada, roja, con los ojos muy abiertos (cuando hacía los guagüis los cerraba) y empujaba a Alberto por las ingles, lo tironeaba desde los bolsillos hasta el cinturón, digamos. Inútilmente, claro, porque a cada tirón que ella daba para separarse Alberto le daba otro de las orejas para impedírselo. Y él llevaba todas las de ganar, eso se veía enseguida.

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