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– ¿Y por qué no le mordió el aparato? -dijo María.

– Porque era un reventón de amigos. Si lo llega a hacer, Alberto la hubiera matado.

– Tú estás loca, Lupe -dijo María.

– Tú también, todas estamos locas, ¿no?

María y Lupe se rieron. Yo quise saber el final de la historia.

– No pasó nada -dijo Lupe-. La vieja no pudo más y se puso a vomitar.

– ¿Y Alberto?

– Él se retiró un poco antes, ¿no? Se dio cuenta de lo que venía y no quiso que le manchara los pantalones. Así que dio un salto como de tigre, pero para atrás, y no le cayó encima ni una gotita. La gente del reventón lo aplaudió a rabiar.

– ¿Y tú estás enamorada de ese energúmeno? -dijo María.

– Enamorada, lo que se dice enamorada, pues no sé. Lo quiero un chingo, eso sí. Tú también lo querrías si estuvieras en mi lugar.

– ¿Yo? Ni loca.

– Es muy hombre -dijo Lupe con la mirada perdida más allá de los ventanales-, ésa es la mera verdad. Y me comprende mejor que nadie.

– Te explota mejor que nadie, querrás decir -dijo María echándose hacia atrás y golpeando la mesa con las manos. Del golpe las tazas saltaron.

– Cámara, no te pongas así, mana.

– Es verdad, no te pongas así, ella es dueña de hacer con su vida lo que quiera -dije yo.

– Tú no te metas, García Madero, tú ves estas cosas desde fuera, no entiendes una mierda de lo que estamos hablando.

– Tú también las ves desde fuera. Carajo, tú vives con tus padres, tú no eres una puta, perdona, Lupe, lo digo sin ánimo de ofender.

– No, si tú a mí no me ofendes, chavito -dijo Lupe.

– Cállate, García Madero -dijo María.

La obedecí. Durante un rato los tres nos mantuvimos en silencio. Después María se puso a hablar del Movimiento Feminista y citó a Gertrude Stein, a Remedios Varo, a Leonora Carrington, a Alice B. Toklas (tóclamela, dijo Lupe, pero María no le hizo el menor caso), a Única Zurn, a Joyce Mansour, a Marianne Moore y a otras cuyos nombres no recuerdo. Las feministas del siglo xx, supongo. También citó a Sor Juana Inés de la Cruz.

– Ésa es una poeta mexicana -dije.

– Y también una monja, eso ya lo sé -dijo Lupe.

17 de noviembre

Hoy he ido a casa de las Font sin Pancho. (No puedo andar colgado de Pancho todo el día.) Al llegar, sin embargo, empecé a sentirme nervioso. Pensé que el papá de María me correría a patadas, que yo no iba a saber tratarlo, que se arrojaría encima de mí. No tuve valor para tocar el timbre y durante un rato estuve dando vueltas por el barrio pensando en María, en Angélica, en Lupe y en la poesía. También, sin querer, me dio por pensar en mi tía, en mi tío, en lo que hasta ahora era mi vida. La vi placentera y vacía y supe que nunca más volvería a ser así. Me alegré profundamente de ello. Después volví caminando a buen paso hasta la casa de las Font y toqué el timbre. El señor Font se asomó a la puerta y desde allí me hizo una seña como diciéndome no te vayas, espera un poco, ahora te abro. Luego desapareció, pero la puerta sólo quedó entornada. Al cabo de un rato volvió a aparecer y cruzó el jardín arremangándose la camisa y con una gran sonrisa en la cara. La verdad es que lo encontré mejor. Me franqueó la entrada, me dijo tú eres García Madero, ¿verdad?, y me dio la mano. Yo le dije cómo está usted, señor, y él me dijo llámame Quim, nada de señor, en esta casa esos formalismos no se estilan. Al principio no entendí cómo quería que lo llamara y dije ¿Kim? (he leído a Rudyard Kipling), pero él dijo no, Quim, diminutivo de Joaquín en catalán.

– Pues órale, Quim -dije con una sonrisa de alivio, incluso de alegría-. Yo me llamo Juan.

– No, mejor a ti te sigo diciendo García Madero. Todos te llaman así -dijo él.

Después me acompañó un trecho por el jardín (me llevaba cogido del brazo) y antes de soltarme dijo que María le había contado lo de ayer.

– Te lo agradezco, García Madero -dijo-. Jóvenes como tú hay pocos. Este país se está yendo a la mierda y ya no sé cómo lo vamos a arreglar.

– Sólo hice lo que hubiera hecho cualquiera -dije un poco a ciegas.

– Hasta los jóvenes, que en teoría son la esperanza del cambio, se están convirtiendo en unos motos y en unos puteros. Esto no tiene arreglo, esto sólo se arregla con la revolución.

– Estoy totalmente de acuerdo, Quim -dije.

– Según mi hija, te comportaste como un caballero.

Me encogí de hombros.

– Ella tiene unas amistades que para qué te cuento, ya las irás conociendo -dijo-. En parte, no me molesta. Uno tiene que conocer gente de todas las clases, a veces es necesario empaparse de realidad, ¿no? Creo que eso lo dijo Alfonso Reyes, puede ser, no importa. Pero a veces María se excede, ¿no? Y yo no la critico por eso, que se empape de realidad, pero que se empape, no que se exponga, ¿verdad? Porque si uno se empapa demasiado se expone a convertirse en víctima, no sé si me sigues.

– Te sigo -dije.

– En víctima de la realidad, sobre todo si se tienen amigos o amigas, cómo te diría, magnéticos, ¿no? Gente que inocentemente atrae las desgracias o que atrae a los verdugos, ¿me sigues, verdad, García Madero?

– Cómo no.

– Por ejemplo, esa Lupe, la muchachita que vieron ayer. Yo también la conozco, no creas, ha estado aquí, en mi casa, comiendo con nosotros y durmiendo, una noche o dos, no te voy a exagerar, no pasa nada con una noche o dos, pero es que esa muchacha tiene problemas , ¿verdad?, atrae los problemas, a eso me refería cuando te decía lo de la gente magnética.

– Entiendo -dije-. Son como un imán.

– Exacto. Y en este caso, pues lo que el imán atrae es algo malo, muy malo, pero como María es muy joven, pues no se da cuenta y no ve el peligro, ¿verdad?, y lo que ella quiere es hacer el bien. Hacer el bien a los que lo necesitan, sin preocuparse de los riesgos que ello entraña. En una palabra, mi pobre hija quiere que su amiga, o su conocida, abandone la vida que lleva.

– Ya veo por dónde va, señor, quiero decir Quim.

– ¿Ya ves por dónde voy? ¿Por dónde voy?

– Te refieres al chulo de Lupe.

– Muy bien, García Madero, ahí está el punto de la cuestión. El chulo de Lupe. ¿Porque para él, vamos a ver, qué es Lupe? Su medio de vida, su trabajo, su oficina, su chamba en una palabra. ¿Y qué hace un empleado cuando se queda sin chamba, eh? Dime, qué hace.

– ¿Se enfada?

– Se enfada muchísimo. ¿Y con quién se va a enfadar? Pues con el que lo ha corrido de la chamba, de eso no te quepa duda, no se va a enfadar con el vecino, aunque puede, pero en primer lugar se va a enfadar con el que lo dejó sin trabajo, claro. ¿Y quién está serrándole el piso para que se quede sin trabajo? Pues mi hija. Así que, ¿con quién se va a enfadar? Pues con mi hija. Y de paso con su familia, ya sabes como es esta gente, las venganzas suelen ser horrorosas e indiscriminadas. Hay noches, te lo juro, que tengo unas pesadillas horribles -se rió un poco, mirando el césped, como si recordara sus pesadillas-, para ponerle los pelos de punta al más bragado. A veces sueño que estoy en una ciudad que es México pero que al mismo tiempo no es México. Quiero decir: es una ciudad desconocida, pero yo la conozco de otros sueños, ¿no te estaré aburriendo, verdad?

– No, cómo se te ocurre.

– Como te decía, es una ciudad vagamente desconocida y vagamente conocida. Y yo doy vueltas por unas calles interminables tratando de encontrar un hotel o una pensión en donde me quieran alojar. Pero no encuentro nada. Sólo encuentro a un mudo fulero. Y lo peor de todo es que está atardeciendo y yo sé que cuando caiga la noche mi vida no va a valer nada, ¿verdad? Voy a estar como aquel que dice a merced de las fuerzas de la naturaleza. Es cabrón el sueñecito -añadió reflexivo.

– Bueno, Quim, voy a ver si están las muchachas.

– Claro -dijo, pero sin soltarme del brazo.

– Ya me pasaré a despedir más tarde -dije por decir algo.

– Me gustó lo que hiciste anoche, García Madero. Me gustó que cuidaras a María y no te pusieras caliente delante de tantas putas.

– Hombre, Quim, sólo estaba Lupe… Y las amigas de mis amigas son mis amigas -dije enrojeciendo hasta las orejas.

– Bueno, vaya a visitar a las muchachas, creo que tienen otro invitado, ese cuarto es más concurrido que… -no encontró el símil y se rió.

Me alejé de él lo más aprisa que pude.

Cuando estaba a punto de entrar en el patio me volví y Quim Font aún seguía allí, riéndose muy bajito y mirando las magnolias.

18 de noviembre

Hoy he vuelto a casa de las Font. Quim salió a abrirme y me dio un abrazo. En la casita encontré a María, Angélica y Ernesto San Epifanio. Estaban los tres sentados en la cama de Angélica. Al entrar inconscientemente juntaron sus cuerpos, como para impedirme que viera lo que compartían. Me parece que esperaban a Pancho. Cuando se dieron cuenta de que era yo sus rostros no se relajaron.

– Tendrías que acostumbrarte a cerrar la puerta con llave -dijo Angélica-. Así no nos llevaríamos estos sobresaltos.

Al contrario que María, el rostro de Angélica es muy blanco, pero con una tonalidad que no sabría decir si olivácea o rosada, creo que olivácea, con los pómulos salientes, la frente amplia y los labios más abultados que los de su hermana. Al verla o mejor dicho al ver que ella me miraba (las otras veces que estuve allí de hecho no me miró), sentí que una mano de dedos largos y finos, pero al mismo tiempo muy fuerte, se cerraba sobre mi corazón, imagen que seguramente no gustará a Lima y a Belano, pero que se ajusta como un guante a lo que sentí entonces.

– Yo no fui la última en entrar -dijo María.

– Sí que fuiste la última. -El tono de Angélica era seguro, casi autoritario, y por un momento pensé que parecía la hermana mayor, no la menor-. Ponle pestillo a la puerta y siéntate en alguna parte -me ordenó a mí.

Hice lo que me decían. Las cortinas de la casita estaban corridas y la luz que entraba era de color verde con estrías amarillas. Me senté en una silla de madera, junto a una de las estanterías y les pregunté qué era lo que miraban. Ernesto San Epifanio levantó el rostro y me estudió durante unos segundos.

– ¿Tú no eres el que tomó nota de los libros que yo llevaba el otro día?

– Sí. Brian Patten, Adrián Henri y otro que ahora no recuerdo.

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