Una noche el director de teatro dijo que el INBA le iba a conceder una beca. Lo celebramos. Mi hijo y su compañera salieron a comprar una botella de tequila y mi hija y el director hicieron una comida de gala, aunque la verdad es que ninguno de los dos sabía cocinar. No recuerdo qué hicieron. Comida. Yo me lo comí todo. Pero no era muy bueno. La que hacía bien estas cosas era mi mujer, pero ella ahora vivía en otro lugar y no estaba dispuesta para esta clase de cenas improvisadas. Yo me senté a la mesa y me puse a temblar. Recuerdo que mi hija me miró y me preguntó si me sentía mal. Sólo tengo frío, dije, y era la verdad, con los años me he convertido en una persona friolera. Una copita de tequila hubiera ayudado, pero no puedo beber tequila ni ningún otro tipo de alcohol. Así que temblé de frío y comí y escuché lo que decían. Hablaban de un futuro mejor. Hablaban de fruslerías, pero en realidad hablaban de un futuro mejor, y aunque ese futuro no comprendía a mi hijo ni a su compañera ni a mí nosotros también sonreíamos y hablábamos y hacíamos planes.
Una semana después el departamento que tenía que conceder la beca fue cerrado por recorte presupuestario y el director de teatro se quedó sin nada.
Comprendí que había llegado la hora de que me empezara a mover. Me empecé a mover. Telefoneé a algunos viejos amigos. Al principio nadie se acordaba de mí. ¿Dónde has estado?, decían. ¿De dónde sales? ¿Qué ha sido de tu vida? Yo les decía que acababa de llegar del extranjero. He estado dando vueltas por el Mediterráneo, he vivido en Italia y en Estambul. He estado mirando edificios en El Cairo, una arquitectura que promete. ¿Promete? Sí, el infierno. Como los edificios de Tlatelolco, pero sin tantos espacios verdes. Como Ciudad Satélite, pero sin agua corriente. Como Netzahualcóyotl. Deberían matarnos a todos los arquitectos. He estado en Túnez y en Marraquech. En Marsella. En Venecia. En Florencia. En Napóles. Feliz tú, Quim, ¿pero por qué has vuelto? México se va al carajo sin remedio. Supongo que estarás al tanto. Sí, estoy al tanto, les decía, los informes no han escaseado, mis hijas me enviaban periódicos mexicanos a los hoteles donde vivía. Pero México es mi patria y lo echaba de menos. En ninguna otra parte se está tan bien como aquí. No me alburees, Quim, ¿no lo dirás en serio? Completamente en serio. ¿Completamente en serio? Te lo juro, completamente en serio, algunas mañanas, mientras me desayunaba contemplando el Mediterráneo y esos veleritos a los que los europeos son tan aficionados, a veces me ponía a llorar pensando en Ciudad de México, en los desayunos de Ciudad de México, y sabía que tarde o temprano debía regresar. Y alguno decía: oye, ¿pero tú no habías estado ingresado en un psiquiátrico? Y yo decía sí, de eso hace muchos años, precisamente al salir del psiquiátrico me marché al extranjero. Prescripción médica. Y mis amigos solían reírse con esta salida o con otras, pues yo siempre adornaba la historia con anécdotas diferentes y decían ah, qué Quim, y entonces yo aprovechaba y les preguntaba si no sabían de alguna chamba para mí, algún puestecito en algún bufete de arquitectos, lo que fuera, un trabajito eventual, para irme haciendo a la idea de que tenía que buscar algo fijo, y entonces ellos acostumbraban a responderme que la cuestión laboral estaba muy mala, que los bufetes de arquitectura estaban cerrando uno detrás de otro, que Andrés del Toro se había largado a Miami y que Refugio Ortiz de Montesinos había instalado su taller en Houston, así que ya me podía hacer una idea, decían, y yo me hacía una idea, y más de una idea, pero seguía llamando y jodiéndoles la paciencia y contándoles mis aventuras en la parte feliz del mundo.
De tanto insistir, acabé obteniendo el puesto de delineante en el taller de un arquitecto que no conocía. Era un chavo que acababa de empezar y que cuando supo que yo no era delineante sino arquitecto me tomó cariño. Por las noches, cuando cerrábamos el changarro, nos íbamos a un bar que está en la Ampliación Popocatépetl, por el rumbo de la calle Cabrera. El bar se llamaba El Destino y allí nos quedábamos hablando de arquitectura y de política (el chavito era trotskista) y de viajes y de mujeres. Se llamaba Juan Arenas. Tenía un socio, al que yo apenas veía, un tipo gordo de unos cuarenta años, que también era arquitecto pero que más bien parecía un agente de la secreta y que pocas veces aparecía por el estudio. Así que el bufete lo constituíamos básicamente Juan Arenas y yo, y como casi no teníamos nada que hacer y nos gustaba hablar, pues nos pasábamos buena parte del día hablando. Por la noche me daba un aventón hasta mi casa y mientras cruzábamos un DF de pesadilla, de pesadilla desfalleciente, yo a veces pensaba que Juan Arenas era mi reencarnación feliz.
Un día lo invité a comer. Era un domingo. No había nadie en la casa y yo le preparé una sopa y una tortilla francesa. Comimos en la cocina. Era agradable estar allí, escuchando a los pájaros que venían a picotear en el jardín y mirando a Juan Arenas, que era un muchacho sencillo y que comía con apetito. Él vivía solo. No era del DF sino de Ciudad Madero y a veces se sentía desorientado en una ciudad tan grande. Más tarde llegó mi hija con su compañero y nos encontraron viendo la televisión y jugando a las cartas. Creo que desde el primer momento mi hija le gustó a Juanito Arenas y a partir de entonces sus visitas menudearon. A veces yo me ponía a soñar y nos veía a todos viviendo juntos en mi casa de la calle Colima, a mis dos hijas, a mi hijo, al director de teatro, a Lola y a Juan Arenas. A mi mujer no, a ella no la veía viviendo con nosotros. Pero las cosas nunca salen como uno las ve y las vive en sueños y un buen día Juan Arenas y su socio cerraron el bufete y se largaron sin decir adonde iban.
Una vez más me tuve que dedicar a telefonear a mis antiguos amigos y a pedir favores. La experiencia me había enseñado que era mejor buscar chamba de delineante que de arquitecto y así no tardé en verme una vez más trabajando duro. Esta vez fue en un bufete de Coyoacán. Una noche, mis jefes me invitaron a una fiesta. La alternativa era ir caminando hasta la parada de metro más cercana y volver a casa en donde seguramente no iba a encontrar a nadie, así que acepté y fui. La fiesta era en una casa que estaba relativamente cerca de la mía. Durante unos momentos la casa me resultó familiar. Pensé que yo antes había estado allí, pero luego me di cuenta que no, que lo que pasaba era que todas las casas de determinada época y de determinado barrio se parecían como una gota de agua a otra gota de agua y entonces me tranquilicé y me fui directo a la cocina a buscar algo que comer porque no probaba bocado desde el desayuno. No sé qué me pasó, pero de repente me sentí con mucha hambre, algo no muy usual en mí. Con mucha hambre y con muchas ganas de llorar y con mucha alegría.
Y entonces llegué como volando a la cocina y en la cocina encontré a dos hombres y a una mujer, que hablaban animadamente de un muerto. Y yo cogí un sandwich de jamón y me lo comí y después me tomé dos sorbos de coca-cola para que me pasara el sandwich por la garganta. El pan estaba como reseco. Pero era rico, así que cogí otro sandwich, ahora uno de queso, y me lo comí, pero no de golpe, esta vez poco a poco, masticando a conciencia y sonriendo tal como solía sonreír yo hace tantos años. Y el trío que hablaba, los dos hombres y la mujer, me miraron y vieron mi sonrisa y me sonrieron, y entonces yo me acerqué un poco más a ellos y oí lo que decían: hablaban de un cadáver y de un entierro, hablaban de un amigo mío, un arquitecto que había muerto, y en ese momento a mí me pareció apropiado decir que lo conocía. Eso fue todo. Hablaban de un muerto que yo había conocido y después se pusieron a hablar de otras cosas, supongo, porque yo no permanecí allí sino que salí al jardín, un jardín de rosales y abetos, y me acerqué a la verja de hierro y me puse a mirar el tráfico. Y entonces vi pasar a mi viejo Impala del 74, gastado por los años, con abolladuras en los guardabarros y en las puertas, con la pintura descascarada, muy lentamente, a vuelta de rueda, como si me anduviera buscando por las calles nocturnas del DF, y el efecto que me produjo fue tal que entonces sí que me puse a temblar, agarrado con las dos manos a los barrotes de la verja para no caerme, y no me caí, bien cierto, pero se me cayeron las gafas, mis gafas se deslizaron nariz abajo hasta un matorral o una planta o un retoño de rosal, no lo sé, sólo oí el ruido y supe que no se habían roto, y entonces pensé que si me agachaba a recogerlas para cuando me levantara el Impala habría desaparecido, pero que si no lo hacía no iba a poder ver quién conducía aquel coche fantasma, mi coche perdido en las últimas horas de 1975, en las primeras horas de 1976. Y si no veía quién lo conducía, ¿de qué me iba a servir haberlo visto? Y entonces me ocurrió algo aún más sorprendente. Pensé: se me han caído las gafas. Pensé: hasta hace un momento yo no sabía que utilizaba gafas. Pensé: ahora percibo los cambios. Y eso, saber que ahora sabía que necesitaba gafas para ver, me hizo temerario y me agaché y encontré mis lentes (¡qué diferencia entre tenerlos puestos y no tenerlos!) y me erguí y el Impala aún seguía allí, por lo que deduzco que actué con una velocidad sólo concedida a ciertos locos, y vi el Impala y con mis gafas, esas gafas que hasta ese momento no sabía que poseía, taladré la oscuridad y busqué el perfil del conductor, entre atemorizado y ansioso, pues supuse que al volante de mi Impala perdido iba a ver a Cesárea Tinajero, la poeta perdida, que se abría paso desde el tiempo perdido para devolverme el automóvil que yo más había querido en mi vida, el que más había significado y el que menos había gozado. Pero no era Cesárea la que conducía. ¡De hecho, no era nadie el que conducía mi Impala fantasma! Eso creí. Pero luego pensé que los coches no andan solos y que probablemente aquel Impala desvencijado lo conducía algún compatriota chaparrito y desafortunado y gravemente deprimido, y regresé, con un peso enorme sobre mis espaldas, a la fiesta.
Cuando ya llevaba recorrido medio camino, no obstante, se me ocurrió una idea y me volví, pero en la calle ya no estaba el Impala, visto y no visto, ahora está, ahora ya no está, la calle se había transformado en un rompecabezas de penumbra al que le faltaban varias piezas, y una de las piezas que faltaban, curiosamente, era yo mismo. Mi Impala se había ido. Yo, de alguna manera que no terminaba de comprender, también me había ido. Mi Impala había vuelto a mi mente. Yo había vuelto a mi mente.
Supe entonces, con humildad, con perplejidad, en un arranque de mexicanidad absoluta, que estábamos gobernados por el azar y que en esa tormenta todos nos ahogaríamos, y supe que sólo los más astutos, no yo ciertamente, iban a mantenerse a flote un poco más de tiempo.