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Un día Fernando López Tapia me dijo que tenía que hablar conmigo. Cuando lo fui a ver dijo que quería que yo me fuera a vivir con él. Pensé que estaba de broma, Fernando a veces se levanta así, con ganas de vivir con todo el mundo, y pensé que probablemente aquella noche nos meteríamos en un hotel y haríamos el amor y a él se le pasarían las ganas de ponerme una casa. Pero esta vez la propuesta iba en serio. Por supuesto, no tenía intención de dejar a su mujer, al menos no de golpe, sino paulatinamente, en una sucesión, son sus palabras, de hechos consumados. Durante días estuvimos hablando de esta posibilidad. O mejor dicho: Fernando me hablaba, me exponía los pros y los contras y yo le escuchaba y reflexionaba. Cuando le dije que no, pareció llevarse una gran decepción y pasó un par de días enfadado conmigo. Por entonces yo ya había empezado a llevar mis textos a otras revistas. En la mayoría me dijeron que no, pero hubo un par que me los aceptaron. Mi relación con Fernando, no sé por qué, empeoró. Me criticaba todo lo que hacía y cuando nos acostábamos incluso se mostraba violento conmigo. Otras veces le daba por la ternura, me hacía regalos, lloraba por cualquier cosa y terminaba las noches más borracho que una cuba.

Ver mi nombre publicado en otras revistas fue un éxito. Experimenté una sensación de seguridad y a partir de ese momento comencé a alejarme de Fernando López Tapia y de la revista Tamal. Al principio no fue fácil, pero a las dificultades yo ya estaba acostumbrada y no me arredré en ningún momento. Después encontré trabajo de correctora en un periódico y dejé el Gigante. Celebramos mi despedida con una cena a la que asistió Jacinto, María, Franz y yo. Esa noche, mientras comíamos, vino Fernando López Tapia a verme pero no le quise abrir. Estuvo gritando desde la calle durante un rato y después se marchó. Franz y Jacinto lo miraron desde la ventana y se rieron. Qué parecidos son. María y yo, por el contrario, no quisimos ni asomarnos y fingimos (pero tal vez no fingimos demasiado) que nos daba un ataque de histeria. En realidad lo que hicimos fue mirarnos a la cara y decirnos todo lo que teníamos que decirnos sin una sola palabra.

Recuerdo que estábamos con las luces apagadas y que los gritos de Fernando llegaban en sordina desde la calle, gritos desesperados, y que luego ya no escuchamos nada, se va, dijo Franz, se lo llevan, y que entonces María y yo nos miramos, sin hacer teatro, en serio, cansadas pero dispuestas a seguir, y que tras unos segundos yo me levanté y encendí la luz.

Amadeo Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976. Y entonces uno de los muchachos me dijo: ¿dónde están los poemas de Cesárea Tinajero?, y yo salí del pantano de la muerte de mi general Diego Carvajal o de la sopa hirviente de su recuerdo, una sopa incomestible e incomprensible que cuelga, creo yo, sobre nuestros destinos como la espada de Damocles o como un anuncio de tequila, y les dije: en la última página, muchachos, y miré sus rostros fresquitos y atentos y observé sus manos que recorrían esas viejas hojas y luego volví a observar sus rostros y ellos entonces también me miraron y dijeron ¿no nos estarás vacilando, Amadeo?, ¿te sientes bien, Amadeo?, ¿quieres que te preparemos un café, Amadeo?, y yo pensé, ah, caray, debo estar más borracho de lo que creía, y con pasos vacilantes me levanté, me acerqué al espejo de la sala y me miré la cara. Seguía siendo yo mismo. No el yo mismo al que bien o mal me había acostumbrado, pero yo mismo. Y entonces les dije, muchachos, lo que necesito no es café sino un poco más de tequila y cuando me hubieron traído mi copa y la hubieron llenado y hube bebido pude separarme del pinche azogue del espejo en el que estaba apoyado, quiero decir: pude despegar mis manos de la superficie de aquel viejo espejo (no sin antes ver, por cierto, cómo quedaban marcadas las huellas dactilares de mis dedos en su superficie, como diez jetas diminutas que me decían algo al unísono y con una velocidad sorprendente que me impedía cualquier entendimiento). Y cuando hube vuelto a mi sillón les volví a preguntar qué era lo que opinaban ahora que tenían ante sí un verdadero poema de la mera Cesárea Tinajero, ya sin ninguna lengua de por medio, el poema y nada más, y ellos me miraron y luego, sosteniendo ambos la revista, se sumergieron otra vez en ese charco de los años veinte, en ese ojo cerrado y lleno de polvo, y dijeron caray, Amadeo, ¿esto es lo único que tienes de ella?, ¿éste es su único poema publicado?, y yo les dije o tal vez sólo susurré: pues sí, muchachos, no hay más. Y añadí, como para medir lo que de verdad sentían: ¿decepcionante, no? Pero ellos creo que ni me escucharon, tenían sus cabezas muy juntas y miraban el poema, y uno de ellos, el chileno, parecía pensativo, mientras su compinche, el mexicano, se sonreía, imposible desalentar a esos muchachos, reflexioné, y luego dejé de mirarlos y de hablar y estiré mis huesos en el sillón, crac, crac, y uno de ellos al oír el sonido levantó la vista y me miró como para asegurarse de que no me había descuajaringado, y luego volvió a Cesárea y yo bostecé o suspiré y por un segundo, pero muy lejanas, pasaron ante mis ojos las imágenes de Cesárea y de sus amigos, iban caminando por una avenida de la parte norte del DF, y entre sus amigos me vi a mí mismo, qué cosa más curiosa, y volví a bostezar, y entonces uno de los muchachos rompió el silencio y dijo con voz clara y bien timbrada que el poema era interesante, y el otro lo apoyó en el acto y dijo que no sólo era interesante sino que él ya lo había visto cuando era un escuincle. ¿Cómo?, dije yo. En sueños, dijo el muchacho, no debía tener más de siete años y estaba afiebrado. ¿El poema de Cesárea Tinajero? ¿Lo había visto cuando tenía siete años? ¿Y lo entendía? ¿Sabía lo que significaba? Porque debía de significar algo, ¿no? Y los muchachos me miraron y dijeron que no, Amadeo, un poema no necesariamente significaba algo, excepto que era un poema, aunque éste, el de Cesárea, en principio ni eso. Así que les dije déjenme verlo y extendí la mano como quien pide limosna y ellos pusieron el único número de Caborca que quedaba en el mundo entre mis dedos acalambrados. Y vi el poema que había visto tantas veces:

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Y les pregunté a los muchachos, les dije, muchachos, ¿qué es lo que han sacado en limpio de este poema?, les dije, muchachos, yo llevo más de cuarenta años mirándolo y nunca he entendido una chingada. Ésa es la verdad. Para qué voy a mentirles. Y ellos dijeron: es una broma, Amadeo, el poema es una broma que encubre algo muy serio. ¿Pero qué significa?, dije. Déjanos pensar un poco, Amadeo, dijeron. Claro que los dejo, faltaría más, dije yo. Déjanos reflexionar un poco y a ver si te alivianamos la incógnita, Amadeo, dijeron. Claro que quiero que me alivianen, dije yo. Después uno de ellos se levantó y se fue al baño y el otro se levantó y se fue a la cocina y yo me puse a dormitar mientras ellos circulaban corno Pedro por el infierno de mi casa, quiero decir, por el infierno de recuerdos en que se había transformado mi casa, y yo los dejé hacer y me puse a dormitar, porque ya era muy tarde y mucho lo que habíamos bebido, aunque de vez en cuando los escuchaba caminar, como si hicieran ejercicios para desentumecer los huesos, y de vez en cuando los oía hablar, se preguntaban y se respondían no sé qué cosas, algunas muy serias, supongo, pues entre pregunta y respuesta mediaban unos silencios grandes, otras no tan serias pues se reían, ah, qué muchachos, pensaba, ah, qué velada más interesante, hacía tiempo que no bebía tanto y que no conversaba tanto y que no recordaba tanto y que no me lo pasaba tan bien. Cuando volví a abrir los ojos los muchachos habían encendido la luz y delante de mí había una taza de café humeante. Bébetela, dijeron. A sus órdenes, dije yo. Recuerdo que mientras me tomaba el café los muchachos volvieron a sentarse enfrente de mí y estuvieron comentando los otros textos publicados en Caborca. Bueno, pues, les dije, ¿cuál es el misterio? Entonces los muchachos me miraron y dijeron: no hay misterio, Amadeo.

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Joaquín Font, calle Colima, colonia Condesa, México DF, agosto de 1987. La libertad es como un número primo. Cuando volví a casa todo había cambiado. Mi mujer ya no vivía allí y en mi habitación ahora dormía mi hija Angélica, junto con su compañero, un director de teatro un poco mayor que yo. Mi hijo menor, por el contrario, se había apropiado de la casita del jardín que compartía con una muchacha de rasgos aindiados. Tanto él como Angélica trabajaban todo el día, aunque no ganaban demasiado. Mi hija María vivía en un hotel cerca del Monumento a la Revolución y casi no veía a sus hermanos. Mi esposa, al parecer, se había vuelto a casar. El director de teatro resultó una persona bastante considerada. Había sido compañero de correrías de la Vieja Segura, o discípulo suyo, no lo podría precisar, y no tenía mucho dinero ni mucha suerte, pero esperaba montar algún día una obra que lo catapultara a la fama y a la fortuna. Por las noches, mientras cenábamos, le gustaba hablar de eso. La compañera de mi hijo, por el contrario, apenas decía una palabra. Me cayó simpática.

La primera noche dormí en la sala. Puse una manta sobre el sofá, me extendí y cerré los ojos. Los ruidos eran los mismos de siempre. Pero me equivocaba. Algo había que los hacía distintos, aunque al principio no supe colegir qué era. Pero eran distintos y no me dejaban dormir, así que me pasaba las noches sentado en el sofá, con la tele encendida y con los ojos entrecerrados. Después me trasladé a la antigua habitación de mi hijo y eso me subió los ánimos. Supongo que porque la habitación aún conservaba una cierta atmósfera de adolescente despreocupado y feliz. No lo sé. En cualquier caso, al cabo de tres días la habitación olía enteramente a mí, es decir olía a viejo, olía a loco, y todo volvió a ser como antes. Me deprimía y no sabía qué hacer. Me quedaba quieto y dejaba que pasaran las horas en aquella casa vacía hasta que volvía alguno de mis hijos del trabajo y cruzábamos unas palabras. A veces llamaban por teléfono y yo contestaba. ¿Bueno? ¿Quién habla? Nadie me conocía y yo a nadie conocía.

A la semana de volver a casa comencé a dar paseos por el barrio. Los primeros fueron breves, una vuelta a la manzana y asunto concluido. Poco a poco, sin embargo, empecé a animarme y mis caminatas, al principio inseguras, me fueron llevando cada vez más lejos. El barrio había cambiado. Me asaltaron dos veces. La primera, unos niños armados con cuchillos de cocina. La segunda, unos tipos mayores quienes al no encontrar dinero en mis bolsillos procedieron a darme una madriza. Pero yo ya no siento dolor y no me importó. Ésa es una de las cosas que aprendí en La Fortaleza. Por la noche, Lola, la compañera de mi hijo, me puso mertiolate en las heridas y me aconsejó que según dónde más valía no meterse. Yo le dije que no me importaba que me pegaran de vez en cuando. ¿Te gusta?, dijo ella. No me gusta, dije yo, si me pegaran todos los días no me gustaría.

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