José «Zopilote» Colina, café Quito, avenida Bucareli, México DF, marzo de 1981. Esto fue lo más cerca que esos mamones se acercaron a la política. Una vez yo estaba en El Nacional, allá por el año 1975, y allí estaban Arturo Belano, Ulises Lima y Felipe Müller esperando a que don Juan Rejano los atendiera. De pronto apareció una rubia bastante potable (soy un experto) y se saltó la cola de pinches poetas que se arracimaban como moscas en el cuartucho donde trabajaba don Juan Rejano. Nadie, por supuesto, protestó (pobres, pero caballeros, los bueyes), qué iban a protestar, una mierda, y va la rubia y se acerca al escritorio de don Juan y le entrega un bonche de cuartillas, unas traducciones, creí escuchar (tengo el oído fino), y don Juan, que Dios lo tenga en la Gloria, hombres como ése hay pocos, le sonríe de oreja a oreja y le dice qué tal Verónica (gachupín cabrón, a nosotros nos trataba fatal), qué buenos vientos la traen por aquí, y la tal Verónica le da las traducciones y habla un ratito con el viejo, más bien Verónica habla y don Juan asiente, como hipnotizado, y luego la rubia coge su cheque, se lo guarda en la cartera, se da media vuelta y se pierde por el pinche pasillo cochambroso, y entonces, mientras los demás babeábamos, don Giovanni se quedó un rato como traspuesto, como pensativo, y Arturo Belano, que era una fiera de confianza y además era el que estaba más cerca de él va y le dice: ¿qué pasa, don Juan, qué se trae?, y don Rejas, como saliendo de un puto sueño o de una puta pesadilla lo mira y le dice: ¿sabes quién era esa chica?, se lo dijo mirándolo a los ojos y con acento español, mala señal, Rejano, como todos ustedes ignoran, además de tener malas pulgas hablaba generalmente con acento mexicano, pobre viejo, qué mala suerte tuvo al final, pero en fin, va y le dice ¿sabes, Arturo, quién es esa chica?, y Belano dice nelazo, aunque se nota que es simpática, ¿quién es? ¡La bisnieta de Trotski!, dice don Rejas, Verónica Volkow, la mera bisnieta (o nieta, pero no, creo que bisnieta) de León Davidovitch, y entonces, perdonen si pierdo el hilo, Belano dijo moles y salió corriendo detrás de Verónica Volkow, y detrás de Belano salió Lima echando aguas, y el chavito Müller se quedó un minuto a recoger los cheques de ellos y después también salió disparado, y Rejano los vio salir y desaparecer por el Pasillo de la Cochambre y se sonrió como para sus adentros, como diciendo pinches chavos culeros, y yo creo que debió de pensar en la Guerra Civil española, en sus amigos muertos, en sus largos años de exilio, yo creo que debió de pensar incluso en su militancia en el Partido Comunista, aunque eso no casaba muy bien con la bisnieta de Trotski, pero don Rejas era así, básicamente un sentimental y una buena persona, y luego volvió al planeta Tierra, a la pinche redacción de la Revista Mexicana de Cultura, suplemento cultural de El Nacional, y los que se hacinaban en el cuarto mal ventilado y los que se marchitaban en el pasillo oscuro volvieron con él a la cabrona realidad y todos recibimos nuestros cheques.
Más tarde, después de transar con don Giovanni la publicación de un artículo sobre un cuate pintor, salí a la calle, yo y otros dos del periódico dispuestos a emborracharnos desde temprano, y los vi a través de las vitrinas de un café. El café creo que era La Estrella Errante, no me acuerdo. Verónica Volkow estaba con ellos. La habían alcanzado. La habían invitado a tomar algo. Durante un rato, parado en la acera, mientras mis compañeros decidían adonde ir, los estuve mirando. Parecían felices. Belano, Lima, Müller y la bisnieta de Trotski. A través de los ventanales los vi reírse, los vi retorcerse de risa. Probablemente no la iban a ver nunca más. La chavita Volkow era claramente de la buena sociedad y esos tres llevaban escrito en la frente que su destino era Lecumberri o Alcatraz. No sé qué me pasó. Lo juro por ésta. Me sentí tierno y el Zopilote Colina nunca flaquea por allí. Los cabrones se reían con Verónica Volkow, pero también se reían con León Trotski. Nunca más iban a estar tan cerca del Partido Bolchevique. Probablemente nunca más querrían estar tan cerca. Pensé en don Iván Rejánov y sentí que el pecho se me llenaba de tristeza. Pero también de alegría, carajo. Qué cosas más raras pasaban en El Nacional los días de cobro.
Verónica Volkow, junto con una amiga y dos amigos, salidas internacionales, aeropuerto de México DF, abril de 1981. Se equivocó el señor José Colinas al afirmar que nunca más volvería a ver a los ciudadanos chilenos Arturo Belano y Felipe Müller, y al ciudadano mexicano, mi compatriota Ulises Lima. Si los incidentes por él relatados, con no demasiado apego a la verdad, ocurrieron en 1975, probablemente un año después volví a ver a los ya mencionados jóvenes. Fue, si mal no recuerdo, en mayo o junio de 1976, una noche aparentemente clara, incluso brillante, en la cual año tras año nos movemos con lentitud, con extremo cuidado, los mexicanos y los más bien perplejos visitantes extranjeros y que personalmente encuentro estimulante pero decididamente triste.
La historia no tiene mayor importancia. Sucedió en las puertas de un cine de Reforma, el día de estreno de una película no sé si norteamericana o europea.
Puede que incluso fuera de algún director mexicano.
Yo iba con unos amigos y de repente, no sé cómo, los vi. Estaban sentados en la escalinata, fumando y conversando. Ellos a mí ya me habían visto, pero no se acercaron a saludarme. La verdad es que parecían mendigos, desentonaban horriblemente allí, en la entrada del cine, entre gente bien vestida, bien afeitada, que al subir las escalinatas se apartaban como con miedo de que uno de ellos fuera a alargar la mano y a deslizaría por entre sus piernas. Al menos uno de ellos me pareció bajo los efectos de una droga. Creo que era Belano. El otro, creo que Ulises Lima, leía y escribía en los márgenes de un libro y al mismo tiempo canturreaba. El tercero (no, no era Müller, definitivamente, Müller era alto y rubio, y ése era achaparrado y moreno) me miró y me sonrió como si él a mí sí que me conociera. No me quedó más remedio que devolverle el saludo y durante un despiste de mis amigos me acerqué a donde ellos estaban y los saludé. Ulises Lima respondió a mi saludo, aunque no se levantó de la escalinata. Belano sí se levantó, como un autómata, pero me miró como si no me conociera. El tercero dijo tú eres Verónica Volkow y mencionó unos poemas míos publicados recientemente en una revista. Era el único que parecía con ganas de conversar, Dios santo, pensé, que no me hable de Trotski, pero no habló de Trotski sino de poesía, dijo algo acerca de una revista que sacaba un amigo común (¿un amigo común?, ¡qué horror!) y luego dijo otras cosas que no entendí.
Cuando ya me iba, no estuve con ellos más de un minuto, Belano me miró con mayor atención y me reconoció. Ah, Verónica Volkow, dijo y se le dibujó en el rostro una sonrisa que me pareció enigmática. ¿Cómo va la poesía?, dijo. Yo no supe qué contestar a una pregunta tan estúpida y me encogí de hombros. Sentí que uno de mis amigos me llamaba. Me despedí de ellos. Belano me tendió la mano y se la estreché. El tercero me dio un beso en la mejilla. Por un instante pensé que era muy capaz de dejar a sus amigos allí en las escalinatas y sumarse a mi grupo. Ya nos veremos, Verónica, dijo. Ulises Lima no se levantó. Cuando ya entraba en el cine los vi por última vez. Una cuarta persona había llegado y hablaba con ellos. Creo, pero no podría asegurarlo, que era el pintor Pérez Camarga. Iba, eso sí, bien vestido, aseado, y su actitud denotaba un cierto nerviosismo. Más tarde, a la salida del cine, vi a Pérez Camarga o a la persona que se le parecía, pero no vi a los tres poetas, por lo que deduje que estaban allí, en las escalinatas, esperando a esa cuarta persona y que tras su breve encuentro se habían marchado.
Alfonso Pérez Camarga, calle Toledo, México DF, junio de 1981. Belano y Lima no eran revolucionarios. No eran escritores. A veces escribían poesía, pero tampoco creo que fueran poetas. Eran vendedores de droga. Básicamente marihuana, aunque también ofrecían un stock de hongos en potes de cristal, en potecitos originariamente empleados para comidas infantiles, y aunque a primera vista daba asco, un zurullo de caca infantil flotando en un líquido amniótico en el interior de un envase de cristal, al final nos acostumbramos a los jodidos hongos y eso era lo que más les pedíamos, hongos de Oaxaca, hongos de Tamaulipas, hongos de la Huasteca veracruzana o potosina o de donde demonios fueran. Hongos para consumir en nuestras fiestas o en petit comité. ¿Quiénes éramos nosotros? Pintores como yo, arquitectos como el pobre Quim Font (de hecho fue éste quien nos los presentó, sin sospechar, al menos eso prefiero suponer, la relación que no tardaríamos en establecer). Porque los chavitos estos eran en el fondo unos linces para los negocios. Cuando los conocí (en casa del pobre Quim) hablamos de poesía y de pintura. Quiero decir: de la poesía y de la pintura mexicana (¿existen otras?). Pero al poco rato ya estábamos hablando de drogas. Y de las drogas pasamos a hablar de negocios. Y al cabo de unos minutos ya me habían sacado al jardín y bajo la sombra de un chopo ya me hacían probar la marihuana que llevaban. Superior, sí señor, como hacía mucho que no había tastado. Y así me convertí en su cliente. Y de paso, les hice publicidad gratis con varios amigos pintores y arquitectos, y ellos también se convirtieron en clientes de Lima y Belano. Bueno, mirado desde cierta óptica, era un avance, por no decir un alivio. Supongo que al menos eran limpios. Y uno podía hablar de arte mientras cerraba un trato. Y suponíamos que no intentarían estafamos o tendernos una emboscada. Ya saben, esa clase de trampas que los narcotraficantes de tres al cuarto suelen hacer. Y eran más o menos discretos (o eso creíamos nosotros) y puntuales, y tenían recursos, uno podía llamarlos y decirles necesito cincuenta gramos de Golden Acapulco para mañana que doy un reventón sorpresa, y ellos lo único que te preguntaban era el lugar y la hora, ni siquiera mencionaban el dinero, aunque en esto por supuesto nunca tuvieron la más mínima queja, pagábamos el precio que ellos ponían sin rechistar, con clientes así da gusto trabajar, ¿verdad? Y todo iba como la seda. A veces, por supuesto, disentíamos. La culpa era generalmente nuestra. Les dábamos confianza y ya se sabe, hay personas que más vale tenerlas a cierta distancia. Pero nuestro talante democrático nos traicionaba y, por ejemplo, cuando había una fiesta o una reunión particularmente aburrida, pues los hacíamos pasar, les servíamos unas copas, les pedíamos que nos detallaran el sitio exacto de donde provenía la mercancía que íbamos a ingerir o a fumar, en fin, cosas así, inocentes, sin ánimo de ofender, y ellos bebían nuestros licores, comían nuestras viandas, pero de una manera, ¿cómo explicarlo?, ausente, tal vez, de una manera fría, como si estuvieran pero no estuvieran, o como si nosotros fuéramos insectos o vacas a quienes sangraban cada noche y a quienes convenía mantener confortablemente vivas, pero sin el más mínimo gesto que implicara cercanía, simpatía, cariño. Y eso, aunque generalmente estábamos borrachos o drogados, pues lo percibíamos y a veces, para picarlos, los obligábamos a escuchar nuestros comentarios, nuestras opiniones, lo que en el fondo pensábamos de ellos. Por supuesto, nunca los consideramos unos poetas de verdad. Mucho menos unos revolucionarios. ¡Eran vendedores y punto! Nosotros respetamos a Octavio Paz, por ejemplo, y ellos, con la soberbia de los ignorantes, lo desdeñaban sin ambages. Eso es inadmisible, ¿verdad? Una vez, no sé por qué, dijeron algo de Tamayo, algo contra Tamayo y eso ya fue el colmo, no sé en qué contexto, la verdad es que no sé ni siquiera en dónde, tal vez estuviéramos en mi casa, tal vez no, no importa, lo cierto es que alguien hablaba de Tamayo y de Cuevas y uno de nosotros ponderó la dureza de José Luis, la fuerza, el valor que exudan todos y cada uno de sus trabajos, la suerte que teníamos de ser sus compatriotas y contemporáneos, y entonces uno de ellos (los dos estaban en un rincón, así los recuerdo, en un rincón esperando su dinero) dijo que el valor de Cuevas o que su dureza o que su energía, no lo sé, eran puro bluff, y su declaración tuvo la virtud de enfriarnos de improviso, de hacer que creciera en el interior de nosotros una indignación fría, no sé si me explico, casi nos los comimos vivos. Quiero decir que a veces era chistoso escucharlos hablar. Parecían, en el fondo, dos extraterrestres. Pero conforme iban adquiriendo confianza, conforme los ibas conociendo o escuchando con más atención, su pose resultaba más bien triste, provocaba el rechazo. No eran poetas, ciertamente, no eran revolucionarios, creo que ni siquiera estaban sexuados. ¿Qué quiero decir con esto? Pues que el sexo no parecía interesarles (sólo les interesaba el dinero que nos pudieran exprimir), así como tampoco la poesía ni la política, aunque su apariencia pretendiera amoldarse al arquetipo tan manido del joven poeta de izquierda. Pero no, el sexo no les interesaba, me consta, seguro. ¿Que cómo lo sé? Por una amiga, una amiga arquitecta que quiso coger con uno de ellos. Belano, supongo. Y a la hora de la verdad no pasó nada. Vergas muertas.