Requena abrió el refrigerador y sacó una olla pequeña que puso al fuego. Era sopa de arroz. Me preguntó si quería. En realidad lo que yo no quería era irme a mi habitación solitaria, así que le dije que me pusiera un poco. Hablábamos a media voz para no despertar al pequeño Franz. ¿Cómo van tus clases de danza?, dijo. ¿Cómo van tus clases de pintura? Requena sólo había estado una vez en mi habitación, la noche de la cena, y le había gustado lo que yo pintaba. Todo va bien, le dije. ¿Y la poesía? Hace mucho que no escribo, le dije. Yo también, dijo él. La sopa de arroz estaba muy picante. Le pregunté si Xóchitl cocinaba siempre así. Siempre, dijo él, debe de ser una costumbre familiar.
Durante un rato estuvimos mirándonos sin decir nada y también mirando la calle, la cama de Franz, las paredes mal pintadas. Después Requena se puso a hablar de Ulises y de su regreso a México. A mí me ardía la boca y el estómago y después comprobé que también me ardía la cara. Yo pensé que se quedaría en Europa para siempre, oí que decía. No sé por qué en ese momento me puse a pensar en el padre de Xóchitl, a quien había visto en una sola ocasión, mientras salía del cuarto. Al verlo yo di un salto hacia atrás, me pareció un tipo siniestro. Es mi padre, dijo Xóchitl al ver mi expresión de alarma. El tipo me saludó con un movimiento de cabeza y se marchó. El real visceralismo está muerto, dijo Requena, deberíamos olvidarnos de él y hacer algo nuevo. Una sección mexicana del surrealismo, murmuré. Necesito beber algo, dije. Vi a Requena levantarse y abrir el refrigerador, la luz de éste, amarilla, corrió por el piso hasta las patas de la cama del pequeño Franz. Vi una pelota, unas zapatillas muy pequeñas, pero demasiado grandes para pertenecer al niño, me puse a pensar en los pies de Xóchitl, mucho más pequeños que los míos. ¿Has notado algo nuevo en Ulises?, dijo Requena. Bebí agua fría. No he notado nada, dije. Requena se levantó y abrió la ventana para ventilar la habitación del humo de los cigarrillos. Está como loco, dijo Requena, está alucinado. Oí un ruido proveniente de la cama del pequeño Franz. ¿Habla en sueños?, pregunté. No, es de la calle, dijo Requena. Me asomé a la ventana y miré hacia mi habitación, la luz estaba apagada. Después sentí las manos de Requena en mi cintura y no me moví. Él tampoco se movió. Al cabo de un rato me bajó el pantalón y sentí su pene entre mis nalgas. No nos dijimos nada. Cuando terminamos nos volvimos a sentar a la mesa y encendimos un cigarrillo. ¿Se lo dirás a Xóchitl?, dijo Requena. ¿Quieres que se lo diga?, dije yo. Preferiría que no, dijo él.
Me fui a las dos de la mañana y Xóchitl aún no había regresado. Al día siguiente, al volver de mis clases de pintura, Xóchitl vino a buscarme a mi cuarto. La acompañé al supermercado. Mientras comprábamos me contó que Ulises Lima y Pancho Rodríguez se habían peleado. El real visceralismo está muerto, dijo Xóchitl, si al menos hubieras ido tú… Le dije que yo ya no escribía poesía ni quería saber nada de poetas. Al volver, Xóchitl me pidió que pasara a su habitación. No había hecho la cama y los platos de la noche anterior, los platos en los que Requena y yo habíamos comido, se amontonaban sin lavar en el fregadero junto con los platos utilizados al mediodía por Xóchitl y Franz.
Aquella noche tampoco vino el profesor de matemáticas. Desde un teléfono público llamé a mi hermana. No sabía qué decirle pero necesitaba hablar con alguien y no tenía ganas de estar otra vez en la habitación de Xóchitl. La pillé justo antes de que saliera. Iba al teatro. ¿Qué quieres?, me dijo. ¿Necesitas dinero? Durante un rato estuve diciendo tonterías, luego, antes de colgar, le pregunté si sabía que Ulises Lima había vuelto a México. No lo sabía. No le importaba. Nos dijimos adiós y colgué. Después llamé a casa del profesor de matemáticas. Contestó el teléfono su mujer. ¿Bueno?, dijo. Yo me quedé callada. Cabrona hija de la gran chingada, contesta, dijo. Yo colgué suavemente y volví a casa. Dos días después Xóchitl me dijo que Catalina O'Hara daba una fiesta en donde posiblemente se iban a reunir todos los real visceralistas, en la fiesta se iba a ver si se podía relanzar al grupo, sacar una revista, planear nuevas actividades. Me preguntó si yo pensaba ir. Le dije que no, pero que si ella quería ir yo podía cuidarle a Franz. Aquella noche volví a hacer el amor con Requena, durante mucho rato, desde que se durmió el niño hasta las tres de la mañana, aproximadamente, y por un momento pensé que era a él a quien amaba y no al pinche profesor de matemáticas.
Al día siguiente Xóchitl me contó cómo había ido la reunión. Igual que una película de zombis. Para ella, el real visceralismo estaba acabado, lo cual era una pena porque los poemas que ahora escribía, dijo, eran en el fondo poemas real visceralistas. La escuché sin decir nada. Después le pregunté por Ulises. Él es el jefe, dijo Xóchitl, pero está solo. A partir de aquel día ya no hubo más reuniones real visceralistas y Xóchitl no volvió a pedirme que cuidara a su hijo por las noches. Mi relación con el profesor de matemáticas estaba muerta pero aún seguíamos acostándonos de vez en cuando y yo aún seguía llamando por teléfono a su casa, supongo que por masoquismo o, lo que es aún peor, porque me aburría. Un día, sin embargo, hablamos de todo lo que nos pasaba o de lo que no nos pasaba y a partir de entonces dejamos de vernos. Al marcharse parecía aliviado. Pensé en dejar el cuarto de la calle Montes y volver a casa de mi madre. Finalmente decidí no marcharme y seguir viviendo allí de forma permanente.
Rafael Barrios, sentado en el living de su casa, Jackson Street, San Diego, California, marzo de 1981. ¿Ustedes han visto Easy Ryder? Sí, la película de Dennis Hooper, Peter Fonda y Jack Nicholson. Más o menos así éramos nosotros entonces. Pero sobre todo más o menos así eran Ulises Lima y Arturo Belano antes de que se marcharan a Europa. Como Dennis Hooper y su reflejo: dos sombras llenas de energía y velocidad. Y no es que tenga nada contra Peter Fonda pero ninguno de ellos se le parecía. Müller sí que se parecía a Peter Fonda. En cambio ellos eran idénticos a Dennis Hooper y eso era inquietante y seductor, digo, inquietante y seductor para los que los conocimos, para los que fuimos sus amigos. Y esto no es un juicio de valor sobre Peter Fonda. Me gustaba Peter Fonda, cada vez que dan en la tele la película que hizo con la hija de Frank Sinatra y con Bruce Dern no me la pierdo aunque tenga que quedarme despierto hasta las cuatro de la mañana. Sin embargo ninguno de ellos se le parecía. Y con Dennis Hooper era todo lo contrario. Era como si conscientemente lo imitaran. Un Dennis Hooper repetido caminando por las calles de México. Un Mr. Hooper que se desplegaba geométricamente desde el este hacia el oeste, como una doble nube negra, hasta desaparecer sin dejar rastro (eso era inevitable) por el otro lado de la ciudad, por el lado donde no existían salidas. Y yo a veces los miraba y pese al cariño que sentía por ellos pensaba ¿qué clase de teatro es éste?, ¿qué clase de fraude o de suicidio colectivo es éste? Y una noche, poco antes del año nuevo de 1976, poco antes de que se marcharan a Sonora, comprendí que era su manera de hacer política. Una manera que yo ya no comparto y que entonces no entendía, que no sé si era buena o mala, correcta o equivocada, pero que era su manera de hacer política, de incidir políticamente en la realidad, disculpen si mis palabras no son claras, últimamente ando un poco confundido.
Bárbara Patterson, en la cocina de su casa, Jackson Street, San Diego, California, marzo de 1981. ¿Dennis Hooper? ¿Política? ¡Hijo de la chingada! ¡Pedazo de mierda pegada a los pelos del culo! Qué sabrá el pendejo de política. Era yo la que le decía: dedícate a la política, Rafael, dedícate a las causas nobles, carajo, tú eres un pinche hijo del pueblo, y el cabrón me miraba como si yo fuera una mierda, un trocito de basura, me miraba desde una altura imaginaria y contestaba: no son enchiladas, Barbarita, no te aceleres, y luego se echaba a dormir y yo tenía que salir a trabajar y luego a estudiar, en fin, yo estaba ocupada todo el día, estoy ocupada todo el día, arriba y abajo, de la universidad al trabajo (soy camarera de una hamburguesería en Reston Avenue), y cuando volvía a casa me encontraba a Rafael durmiendo, con los platos sin lavar, el suelo sucio, restos de comida en la cocina (¡pero nada de comida para mí, el muy mamón!), la casa hecha un asco, como si hubiera pasado una manada de mandriles, y entonces yo tenía que ponerme a limpiar, a barrer, a cocinar y luego tenía que salir y llenar de comida el frigorífico, y cuando Rafael se despertaba le preguntaba: ¿has escrito, Rafael?, ¿has comenzado a escribir tu novela sobre la vida de los chicanos en San Diego?, y Rafael me miraba como si me viera en la tele y decía: he escrito un poema, Barbarita, y yo entonces, resignada, le decía órale, cabrón, léemelo, y Rafael abría un par de latas de cerveza, me daba una (el cabrón sabe que yo no debería beber cerveza) y luego me leía el pinche poema. Y debe de ser porque en el fondo lo sigo queriendo que el poema (sólo si era bueno) me hacía llorar, casi sin darme cuenta, y cuando Rafael terminaba de leer yo tenía la cara mojada y brillante y él se me acercaba y yo podía olerlo, olía a mexicano, el cabrón, y nos abrazábamos, muy suavecito, y luego, pero como media hora después, empezábamos a hacernos el amor, y después Rafael me decía: ¿qué vamos a comer, gordita?, y yo me levantaba, sin vestirme, y me metía en la cocina y le hacía sus huevos con jamón y bacon, y mientras cocinaba pensaba en la literatura y en la política y me acordaba de cuando Rafael y yo todavía vivíamos en México y fuimos a ver a un poeta cubano, vamos a verlo, Rafael, le dije, tú eres un hijo del pueblo y ese maricón quieras que no tendrá que darse cuenta de tu talento, y Rafael me dijo: pero es que yo soy viscerrealista, Barbarita, y yo le dije no seas pendejo, tus huevos son real visceralistas, ¿pero es que no te quieres dar cuenta de la puta realidad, cariño?, y Rafael y yo fuimos a ver al gran lírico de la Revolución y allí habían estado todos los poetas mexicanos que Rafael más detestaba (o mejor dicho que Belano y Lima más detestaban), fue raro porque los dos lo sentimos por el olor, la habitación de hotel del cubano olía a los poetas campesinos, a los de la revista El Delfín Proletario, a la mujer de Huerta, a estalinistas mexicanos, a revolucionarios de mierda que cada quincena cobraban del erario público, en fin, me dije a mí misma e intenté decirle telepáticamente a Rafael: no la cagues ahora, no metas la pata ahora, y el hijo de La Habana nos atendió bien, un poco cansado, un poco melancólico, pero en líneas generales bien, y Rafael habló de poesía joven mexicana pero no de los real visceralistas (antes de entrar le dije que lo mataría si lo hacía) e incluso yo me inventé sobre la marcha un proyecto de revista que, dije, me iba a financiar la Universidad de San Diego, y al cubano eso le interesó, le interesaron los poemas de Rafael, le interesó mi puta revista quimérica, y de pronto, cuando ya la entrevista llegaba a su fin, el cubano que a esas alturas parecía más dormido que despierto, nos preguntó de sopetón por el realismo visceral. No sé cómo explicarlo. La habitación del puto hotel. El silencio y los ascensores lejanos. El olor de las anteriores visitas. Los ojos del cubano que se cerraban de sueño o aburrimiento o alcohol. Sus inesperadas palabras, como pronunciadas por un hombre hipnotizado, mesmerizado, todo contribuyó a que yo diera un gritito, un gritito que sin embargo sonó como un disparo. Debían de ser los nervios, eso fue lo que les dije. Después los tres permanecimos en silencio durante un rato, el cubano pensando seguramente en quién sería esa gringa histérica, Rafael pensando si hablar o no hablar del grupo y yo diciéndome una y otra vez puta de mierda, a ver si un día de éstos te coses los putos labios. Y entonces, mientras me veía a mí misma encerrada en el closet de mi casa, la boca convertida en una costra inmensa, leyendo una y otra vez los cuentos de El llano en llamas, escuché que Rafael hablaba de los real visceralistas, escuché que el puto cubano preguntaba y preguntaba, escuché que Rafael decía que sí, que tal vez, que la enfermedad infantil del comunismo, escuché que el cubano sugería manifiestos, proclamas, refundaciones, mayor claridad ideológica, y entonces ya no pude aguantarme más y abrí la boca y dije que eso se había terminado, que Rafael sólo hablaba a título personal, como el buen poeta que era, y entonces Rafael me dijo cállate, Barbarita, y yo le dije tú no me callas a mí, mamón, y el cubano dijo ay, las mujeres, e intentó mediar con su mierda de macho con las pelotas podridas y nauseabundas, y yo dije mierda, mierda, mierda, sólo queremos publicar en Casa de las Américas a título personal, y el cubano entonces me miró muy serio y dijo que por supuesto, en Casa de las Américas siempre se publicaba a título personal, y así les va, dije yo, y Rafael dijo chántala, Barbarita, que el maestro aquí va a pensar lo que no es, y yo dije que el puto maestro piense lo que quiera, pero el pasado es el pasado, Rafael, y tu futuro es tu futuro, ¿no?, y entonces el cubano me miró más serio que nunca con unos ojos como diciéndome si estuviéramos en Moscú ibas a acabar tú en un psiquiátrico, chica, pero al mismo tiempo, eso también lo percibí, como si pensara, bueno, no es para tanto, la locura es la locura es la locura y la melancolía también y en el fondo de la cuestión los tres somos americanos, hijos de Calibán, perdidos en el gran caos americano, y eso creo que me enterneció, ver en la mirada del hombre poderoso una chispa de simpatía, una chispa de tolerancia, como si dijera no te dé pena, Bárbara, que yo ya sé cómo son estas cosas, y entonces, qué imbécil soy, yo sonreí, y Rafael sacó sus poemas, unos cincuenta folios, y le dijo éstos son mis poemas, compañero, y el cubano cogió los poemas, le dio las gracias y acto seguido él y Rafael se levantaron, como en cámara lenta, como un rayo, un rayo doble o un rayo y su sombra, pero en cámara lenta, y en esa fracción de segundo yo pensé todo está bien, ojalá todo esté bien, yo me vi bañándome en una playa habanera y vi a Rafael a mi lado, a unos tres metros, conversando con unos periodistas norteamericanos, gente de Nueva York, de San Francisco, hablando de LITERATURA, hablando de POLÍTICA, y en las puertas del paraíso.