Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Poco después nos trajeron el desayuno. ¿Dónde estamos?, le pregunté al carcelero. ¿En la fábrica? Pero el carcelero nos dejó la comida y se marchó. Comí con apetito. El buen Ulises me dio la mitad de su desayuno y también me lo comí. Hubiera podido seguir comiendo toda la mañana. Después me puse a reconocer el calabozo. Me puse a reconocer las inscripciones en las paredes. Los dibujos. Todo fue inútil. Los mensajes eran indescifrables. Saqué un bolígrafo de mi mochila y me arrodillé junto a la pared de la derecha. Dibujé a un enano con un pene enorme. Un pene erecto. Después dibujé a otro enano con un pene enorme. Después dibujé una teta. Después escribí: Heimito K. Después me cansé y volví a mi catre. El buen Ulises se había dormido, así que procuré no hacer ruido para no despertarlo. Me acosté y me puse a pensar. Pensé en los subterráneos donde los judíos fabricaban sus bombas atómicas. Pensé en un partido de fútbol. Pensé en una montaña. Estaba nevando y hacía frío. Pensé en los alacranes. Pensé en un plato lleno de salchichas. Pensé en la iglesia que está en los Alpen Garten, junto a la Jacquingasse. Me quedé dormido. Desperté. Volví a quedarme dormido. Hasta que oí la voz del buen Ulises y desperté. Un carcelero nos empujó por los pasillos. Salimos al patio. Creo que el sol me reconoció enseguida. Me dolieron los huesos. Pero no las quemaduras, así que caminé e hice ejercicio. El buen Ulises se sentó apoyado contra la pared y allí se quedó, quieto, mientras yo movía los brazos y levantaba las rodillas. Escuché unas risas. Unos árabes, sentados en el suelo en un rincón, se reían. No les hice caso. Uno dos, uno dos, uno dos. Desentumecí mis articulaciones. Cuando volví a mirar aquel rincón en sombras, los árabes ya no estaban. Me tiré al suelo. Me arrodillé. Por un segundo pensé en quedarme así. De rodillas. Pero luego me tiré al suelo e hice cinco flexiones. Hice diez flexiones. Hice quince flexiones. Me dolía todo el cuerpo. Cuando me levanté vi que los árabes estaban sentados en el suelo alrededor del buen Ulises. Caminé hacia ellos. Despacio. Pensando. Tal vez no le querían hacer daño. Tal vez no eran árabes. Tal vez eran mexicanos perdidos en Beersheba. Cuando el buen Ulises me vio, dijo: que haya paz. Y yo comprendí.

Me senté en el suelo junto a él, la espalda apoyada contra el muro y durante un segundo mis ojos azules se encontraron con los ojos oscuros de los árabes. Resoplé. ¡Resoplé y cerré los ojos! Escuché que el buen Ulises hablaba en inglés, pero no entendí lo que decía. Los árabes hablaron en inglés, pero no entendí lo que decían. El buen Ulises se rió. Los árabes se rieron. Entendí sus risas y dejé de resoplar. Me quedé dormido. Cuando desperté el buen Ulises y yo estábamos solos. Un carcelero nos condujo hasta nuestra celda. Nos dieron de comer. Con mi comida trajeron dos tabletas. Para la fiebre, dijeron. No me las tomé. El buen Ulises dijo que las tirara por el agujero. ¿Pero adonde va a dar ese agujero? A las cloacas, dijo el buen Ulises. ¿Me puedo fiar? ¿Y si va a dar a un almacén? ¿Y si todo acaba en una mesa enorme y húmeda en donde clasifican hasta nuestros más pequeños desechos? Trituré las tabletas con los dedos y arrojé el polvo por la ventana. Dormimos. Cuando desperté el buen Ulises leía. Le pregunté qué libro leía. Los Selected Poems, de Ezra Pound. Léeme algo, le dije. No entendí nada. No insistí. Vinieron a buscarme y me interrogaron. Examinaron mi pasaporte. Me hicieron preguntas. Se rieron. Cuando volví a mi celda me arrodillé e hice flexiones. Tres, nueve, doce. Después me senté en el suelo, junto a la pared de mi derecha, y dibujé un enano con un pene enorme. Cuando acabé dibujé otro. Y después dibujé la leche que salía de uno de los penes. Y después ya no tenía ganas de dibujar y me puse a estudiar las otras inscripciones. De izquierda a derecha y de derecha a izquierda. No entiendo el árabe. El buen Ulises tampoco. De todas maneras, leí. Encontré algunas palabras. Me rompí la cabeza. Volvieron a dolerme las quemaduras del cuello. Palabras. Palabras. El buen Ulises me dio agua. Sentí su mano bajo la axila, tirando de mí, hacia arriba. Luego me quedé dormido.

Cuando desperté el carcelero nos llevó a las duchas. Nos entregó a cada uno un trozo de jabón y dijo que nos ducháramos. Ese carcelero parecía amigo del buen Ulises. Con él no hablaba en inglés. Hablaba en español. Me mantuve alerta. Los judíos siempre procuran engañarte. Lamenté haberme mantenido alerta, pero era mi deber. Contra el deber no se puede hacer nada. Cuando me lavaba la cabeza hice como que cerraba los ojos. Hice como que me caía. Hice como que hacía ejercicio. Pero en realidad lo único que hice fue mirarle el pene al buen Ulises. No estaba circuncidado. Lamenté mi error, mi desconfianza. Sin embargo no podía hacer otra cosa. Por la noche nos dieron sopa. Y un guiso de verduras. El buen Ulises me dio la mitad de su ración. ¿Por qué no quieres comer?, le dije. Está bueno. Hay que alimentarse. Hay que hacer ejercicio. No tengo hambre, me dijo, come tú. Cuando se apagaron las luces la luna entró en nuestra celda. Me asomé a la ventana. En el desierto, al otro lado del patio de la cárcel, cantaban las hienas. Un grupo pequeño y oscuro y movedizo. Más oscuro que la noche. Y también se reían. Sentí un cosquilleo en las plantas de los pies. No se metan conmigo, pensé.

Al día siguiente, después de desayunar, nos soltaron. Al buen Ulises el carcelero que hablaba español lo acompañó hasta la parada del autobús que iba a Jerusalén. Hablaban. El carcelero contaba historias y el buen Ulises escuchaba y después era él el que contaba una historia. El carcelero compró un helado de limón para Ulises y uno de naranja para él. Después me miró y me preguntó si yo también quería un helado. ¿Tú también quieres un helado, infeliz?, dijo. Uno de chocolate, dije yo. Cuando tuve mi helado en la mano busqué monedas en mis bolsillos. Con la mano izquierda busqué en los bolsillos del lado izquierdo. Con la mano derecha busqué monedas en los bolsillos del lado derecho. Le extendí unas cuantas. El judío las miró. El sol le estaba derritiendo la punta de su helado de naranja. Yo volví sobre mis pasos. Me alejé de la parada de autobuses. Me alejé de la calle y de la cafetería del desierto. Un poco más allá estaba mi roca. A buen paso. A buen paso. Cuando llegué me apoyé en la roca y respiré. Busqué mis mapas y mis dibujos y no encontré nada. Sólo calor y el ruido que hacen los alacranes en sus agujeros. Bzzzz. Me dejé caer en la tierra y me arrodillé. En el cielo no había ni una nube. Ni un pájaro. ¿Qué podía hacer sino mirar? Me oculté entre las rocas y traté de oír los ruidos de Beersheba, pero sólo escuché el ruido del aire, un soplo de polvo caliente que me quemó la cara. Y después escuché la voz del buen Ulises que me llamaba, Heimito, Heimito, ¿dónde estás, Heimito? Y yo supe que no me podía ocultar. Ni aunque quisiera. Y salí de las rocas, con mi mochila colgando de una mano, y seguí al buen Ulises que me llamaba por el camino que el destino quiso. Aldeas. Descampados. Jerusalén. En Jerusalén puse un telegrama a Viena pidiendo dinero. Mi dinero, el dinero de mi herencia, exigía.

Mendigamos. En las puertas de los hoteles. En las rutas turísticas. Dormimos en la calle. O en los portales de las iglesias. Comimos la sopa de los hermanitos armenios. El pan de los hermanitos palestinos.

Yo le contaba al buen Ulises lo que había visto. Los planes diabólicos de los judíos. Él decía: duerme, Heimito. Hasta que llegó mi dinero. Compramos dos billetes de avión y no nos quedó más dinero. Eso era todo mi dinero. Falso. Escribí una postal desde Tel-Aviv y lo exigí todo. Volamos. Desde allí arriba vi el mar. El nivel del mar es un engaño, pensé. El único espejismo verdadero. Fata morgana, dijo el buen Ulises. En Viena llovía. ¡Pero nosotros no somos terrones de azúcar! Cogimos un taxi hasta la Landesgerichts strasse con la Lichtenfelsgasse. Cuando llegamos le di un puñetazo en la nuca al taxista y nos fuimos. Primero por la Josefstádter strasse, a buen trote, luego por la Strozzigasse, luego por la Zeltgasse, luego por la Piaristengasse, luego por Lerchenfelder strasse, luego por Neubaugasse, luego por Siebensterngasse, hasta Stuckgasse, en donde está mi casa. Luego subimos a pie cinco pisos. A buen trote. Pero no tenía la llave. Había perdido la llave de mi buhardilla en el desierto del Neguev. Tranquilo, Heimito, dijo el buen Ulises, vamos a revisar los bolsillos. Revisamos. Uno por uno. Nada. La mochila. Nada. La ropa que había en la mochila. Nada. Mi llave perdida en el Neguev. Entonces pensé en la llave de repuesto. Hay una llave de repuesto, dije. Vaya, vaya, dijo el buen Ulises. Acezaba. Estaba tirado en el suelo, la espalda apoyada en mi puerta. Yo estaba arrodillado. Entonces me levanté y pensé en la llave de repuesto y me dirigí a la ventana al final del pasillo. Por la ventana se veía un patio interior de cemento y los tejados de la Kirchengasse. Abrí la ventana y la lluvia me mojó la cara. Afuera, en un agujerito, estaba la llave. Cuando saqué la mano en mis dedos habían restos de telarañas.

Vivimos en Viena. Cada día llovía un poco más. Los dos primeros días no salimos de mi casa. Yo salí. Pero no mucho. Sólo a comprar pan y café. El buen Ulises permaneció dentro de su saco de dormir, leyendo o mirando por la ventana. Comíamos pan. Era lo único que comíamos. Yo tenía hambre. La tercera noche el buen Ulises se levantó, se lavó la cara, se peinó y salimos a pasear. Enfrente de la Figarohaus me acerqué a un hombre y lo golpeé en la cara. El buen Ulises registró sus bolsillos mientras yo lo sostenía. Luego nos fuimos por Graben y nos perdimos por calles concurridas y pequeñas. En un bar de la Gonzagagasse el buen Ulises quiso beber una cerveza. Yo pedí una fanta de naranja y llamé por teléfono, desde la cabina del bar, pidiendo mi dinero, el dinero que legalmente me pertenecía. Después fuimos a ver a mis amigos al puente de Aspern, pero no encontramos a nadie y volvimos a casa caminando.

Al día siguiente compramos salchichas y jamón y paté y más pan. Salíamos a diario. Usábamos el metro. En la estación de Rossauer Lände encontré a Udo Möller. Se estaba tomando una cerveza y me miró como si yo fuera un alacrán. Quién es éste, dijo señalando al buen Ulises. Es un amigo, dije. ¿Dónde lo has encontrado?, dijo Udo Möller. En Beersheba, dije. Nos metimos en un vagón hasta Heiligenstadt y desde allí, en el Schnellbahn, hasta Hernals. ¿Es judío?, me preguntó Udo Möller. No es judío, no está circuncidado, dije. Caminábamos bajo la lluvia. Caminábamos hacia el garaje de un tal Rudi. Udo Möller hablaba conmigo en alemán, pero no le quitaba la vista de encima al buen Ulises. Pensé que íbamos hacia una ratonera y me detuve. Vi claro, sólo entonces, que ellos querían matar al buen Ulises. Y me detuve. Dije que pensándolo mejor teníamos cosas que hacer. ¿Qué cosas?, dijo Udo Möller. Cosas, dije. Compras. Ya falta poco, dijo Udo Möller. No, dije, tenemos que hacer. Sólo será un momento, dijo Udo Möller. ¡No!, dije. La lluvia me caía por la nariz y por los ojos. Con la punta de la lengua me lamí la lluvia y dije no. Entonces me di la vuelta y le dije al buen Ulises que me siguiera y Udo Möller comenzó a seguirnos. Vamos, sólo falta un poco, ven conmigo, Heimito, sólo será un momento. ¡No!

59
{"b":"87881","o":1}