Lisandro Morales, pulquería La Saeta Mexicana, en los alrededores de La Villa, México DF, enero de 1980. Cuando por fin apareció el libro de Arturo Belano, éste ya era un autor fantasma y yo mismo estaba a punto de empezar a ser un editor fantasma. Siempre lo supe. Hay escritores cenizos, gafes, de los cuales más vale salir huyendo, no importa que creas o no en la mala suerte, no importa que seas positivista o marxista, de esa gente hay que huir como de la peste negra. Y esto lo digo con el corazón en la mano: hay que confiar en el instinto. Yo sabía que sacando el libro de ese muchacho jugaba con fuego. Me quemé y no me quejo, pero nunca está de más realizar algunas consideraciones sobre la catástrofe, la experiencia ajena siempre le puede servir a alguien. Ahora bebo mucho, me paso el día en la cantina, estaciono el coche lejos de mi domicilio, cuando llego a casa suelo mirar hacia todos lados no sea que aparezca sorpresivamente algún cobrador.
Por las noches no puedo dormir y sigo bebiendo. Tengo fundadas sospechas de que un asesino a sueldo (o tal vez dos) está siguiendo mis pasos. Por suerte, ya antes del desastre era viudo y al menos me queda el consuelo de haberle ahorrado este mal trago a mi pobre esposa, esta travesía por la penumbra que a la larga aguarda a todos los editores. Y aunque algunas noches no puedo evitar preguntarme por qué me tenía que tocar a mí, precisamente a mí, en el fondo he aceptado mi destino. Estar solo fortalece. Eso lo dijo Nietzsche (de quien publiqué una selección de citas en un libro de bolsillo en 1969, cuando aún ardía la infamia de Tlatelolco y que por cierto fue un exitazo) o Flores Magón, de quien publicamos una pequeña biografía militante hecha por un estudiante de Derecho y que no se vendió mal.
Estar solo fortalece. Santa verdad. Y consuelo de necios, pues aunque quisiera estar acompañado ésta es la hora en que nadie se acerca a mi sombra. Ni el cabrón de Vargas Pardo, que ahora trabaja en otra editorial, aunque en un puesto inferior al que tenía conmigo, ni los múltiples literatos que en su día siguieron la estela de mi simpatía. Nadie quiere caminar junto a un blanco móvil. Nadie quiere caminar junto a quien ya apesta a carroña. Al menos ahora sé algo que antes sólo presentía: a todos los editores nos sigue un asesino a sueldo. Un asesino ilustrado o un asesino analfabeto, a sueldo de los intereses más oscuros, que a veces son, santa paradoja, nuestros propios y vacuos y necios intereses.
A Vargas Pardo no le guardo rencor. Incluso a veces pienso en él con una cierta nostalgia. Y en el fondo no creo a aquellos que me dicen que el hundimiento de mi empresa lo provocó la revista que tan alegremente puse en manos del ecuatoriano. Yo sé que la mala suerte me vino de otra parte. Por supuesto, Vargas Pardo, con su inocencia criminal, contribuyó a mi desgracia, pero en el fondo no tiene la culpa. Él creyó que hacía bien y no le culpo. A veces, cuando bebo más de la cuenta, me da por mentarle la madre, a él y a los literatos que me han olvidado y a los asesinos a sueldo que me acechan en la oscuridad y hasta a los linotipistas perdidos en la gloria y en el anonimato, pero después me calmo y me da por reírme. La vida hay que vivirla, en eso consiste todo, simplemente. Me lo dijo un teporocho que me encontré el otro día al salir del bar La Mala Senda. La literatura no vale nada.
Joaquín Font, Clínica de Salud Mental El Reposo, camino del Desierto de los Leones, en las afueras de México DF, abril de 1980. Hace dos meses Álvaro Damián vino a verme y me dijo que tenía algo que decirme. Dime qué es, le dije, toma asiento y dime qué es. Se acabó el premio, dijo él. ¿Qué premio?, dije yo. El premio para poetas jóvenes Laura Damián, dijo él. No tenía idea de qué me hablaba, pero le seguí la corriente. ¿Y eso a qué se debe, Álvaro, le dije, a qué se debe? A que se me acabó el dinero, dijo él, lo he perdido todo.
Todo lo que llega fácil se va fácil, me hubiera gustado decirle, siempre he sido un anticapitalista convencido, pero no se lo dije porque le vi la cara de tristeza y porque el pobre hombre parecía cansado.
Estuvimos hablando durante un largo rato. Creo que hablamos del tiempo y del paisaje tan bonito que se ve desde el manicomio. Él decía: parece que hoy va a hacer calor. Yo le decía: sí. Luego nos quedábamos callados o yo me ponía a canturrear y él se quedaba callado hasta que de pronto decía (es un ejemplo): mira, una mariposa. Y yo le contestaba: sí, hay bastantes. Y después de estar un rato así, hablando, o leyendo juntos el periódico (aunque aquel día precisamente no leímos juntos el periódico), Álvaro Damián dijo: tenía que decírtelo. Y yo le dije: ¿qué tenías que decirme, Álvaro? Y él dijo: que el premio Laura Damián se acabó. Me hubiera gustado preguntarle por qué, por qué tenía que decírmelo precisamente a mí, pero luego pensé que mucha gente, sobre todo aquí, tiene muchas cosas que decirme, y que ese impulso de comunicabilidad es algo que a mí generalmente se me escapa pero que acepto sin reservas, total, con oír no se pierde nada.
Y luego Álvaro Damián se marchó y veinte días después vino mi hija a visitarme y me dijo papá, esto no debería decírtelo pero creo que es mejor que lo sepas. Y yo le dije: cuenta, cuenta, soy todo oídos. Y ella dijo: Álvaro Damián se pegó un balazo en la cabeza. Y yo dije: ¿y cómo ha podido Alvarito hacer semejante barbaridad? Y ella dijo: los negocios le iban muy mal, estaba arruinado, ya lo había perdido casi todo. Y yo dije: pero podía haberse venido al manicomio conmigo. Y mi hija se rió y dijo que las cosas no eran tan fáciles. Y cuando se marchó yo me puse a pensar en Álvaro Damián y en el premio Laura Damián que se había acabado y en los locos de El Reposo en donde nadie tiene dónde reposar la cabeza y en el mes de abril, más que cruel desastroso, y entonces supe sin asomo de duda que todo iría de mal en peor.
Heimito Künst, acostado en su buhardilla de la Stuckgasse, Viena, mayo de 1980. Yo estuve preso con el buen Ulises en la cárcel de Beersheba, en donde los judíos preparan sus bombas atómicas. Yo sabía todo, pero no sabía nada. Miraba, qué otra cosa podía hacer, miraba desde las rocas, quemado por el sol, hasta que el hambre y la sed podían conmigo y entonces me arrastraba hasta la cafetería del desierto y pedía una cocacola y una hamburguesa de carne de ternera, aunque las hamburguesas que sólo tienen ternera no son buenas, eso lo sé yo y lo sabe todo el mundo.
Un día me tomé cinco coca-colas y de pronto me sentí mal, como si el sol se hubiera filtrado en la profundidad de mis cocas y me lo hubiera tragado sin darme cuenta. Tuve fiebre. No podía aguantar, pero aguanté. Me escondí detrás de una roca amarilla y esperé a que el sol se ocultara y después me ovillé y me quedé dormido. Los sueños no me dejaron en toda la noche. Yo creía que me tocaban con sus dedos. Pero los sueños no tienen dedos, tienen puños, así que debían de ser alacranes. Las quemaduras, de todas maneras, me escocían. Cuando desperté aún no había salido el sol. Busqué a los alacranes antes de que se refugiaran bajo las piedras. ¡No encontré ni uno solo! Razón de más para mantenerse despierto y sospechar. Y eso fue lo que hice. Pero luego tuve que salir porque necesitaba beber y comer. Así que me levanté, estaba de rodillas, y encaminé mis pasos hasta la cafetería del desierto, pero el camarero no quiso servirme nada.
¿Por qué no me sirves lo que te pido?, le dije. ¿Acaso mi dinero no es bueno, acaso no es tan bueno como el de cualquiera? Él hizo como que no me escuchaba y tal vez, eso pensé yo, no me escuchaba, tal vez yo me había quedado sin voz de tanto vigilar en el desierto, entre las rocas y los alacranes, y ahora, aunque creía que hablaba, en realidad no hablaba. Pero entonces de quién era la voz que mis oídos escuchaban sino la mía, pensé. Cómo puedo haberme quedado mudo y seguir escuchándome, pensé. Después me dijeron que me fuera. Alguien escupió a mis pies. Me provocaban. Pero yo no caigo fácilmente en las provocaciones. Tengo experiencia. No quise escuchar lo que me decían. Si tú no me vendes carne ya me la venderá un árabe, dije, y abandoné lentamente la cafetería.
Durante horas estuve buscando a un árabe. Parecía que los árabes se hubieran esfumado en el aire. Al final, sin darme cuenta, llegué exactamente al lugar de donde había salido, junto a la piedra amarilla. Era de noche y hacía frío, gracias a Dios, pero no pude dormirme, tenía hambre y ya no me quedaba agua en la cantimplora. ¿Qué hacer?, me dije. ¿Qué puedo hacer yo ahora, Virgen Santa? Desde lejos me llegaba el sonido amortiguado de las máquinas con que los judíos fabricaban sus bombas atómicas. Cuando desperté el hambre era insoportable. En las instalaciones secretas de Beersheba los judíos seguían trabajando, pero yo ya no podía espiarlos sin llevarme al menos un pedazo de pan duro a la boca. Todo el cuerpo me dolía. Tenía quemaduras en el cuello y en los brazos. Desde hacía no sé cuántos días que no cagaba. ¡Pero aún era capaz de caminar! ¡Aún era capaz de dar saltos o de mover los brazos como molinetes! Así que me levanté y mi sombra se levantó conmigo (los dos estábamos arrodillados, rezando) y emprendí la marcha hacia la cafetería del desierto. Creo que me puse a cantar. Yo soy así. Camino. Canto. Cuando desperté estaba en un calabozo. Alguien había recogido mi mochila y la había arrojado junto a mi camastro. Me dolía un ojo, me dolía la mandíbula, me escocían las quemaduras, creo que alguien me había pateado en la tripa, pero la tripa no me dolía.
Agua, dije. El calabozo estaba a oscuras. Traté de escuchar el ruido de las máquinas de los judíos, pero no escuché nada. Agua, dije, tengo sed. Algo se movió en la oscuridad. ¿Un alacrán?, pensé. ¿Un alacrán gigantesco?, pensé. Una mano me cogió de la nuca. Tiró de mí. Luego sentí el borde de un cazo en mis labios y luego el agua. Después me dormí y soñé con la Franz-Josefs -Kai y el puente de Aspern. Cuando abrí los ojos vi al buen Ulises en el catre vecino. Estaba despierto, estaba mirando el techo, estaba pensando. Lo saludé en inglés. Buenos días, le dije. Buenos días, me respondió. ¿Dan de comer en esta prisión?, le dije. Dan de comer, me respondió. Me levanté y busqué mis zapatos. Los tenía puestos. Decidí dar una vuelta por el calabozo. Decidí explorar. El techo era oscuro, ahumado. Humedad u hollín. Puede que ambos. Las paredes eran blancas. Allí vi inscripciones. Dibujos en la pared de mi izquierda y letras en la de mi derecha. ¿El Corán? ¿Mensajes? ¿Noticias de la fábrica subterránea? En la pared del fondo había una ventana. Detrás de la ventana había un patio. Detrás del patio había el desierto. En la cuarta pared había una puerta. La puerta era de rejas y tras las rejas había un pasillo. En el pasillo no había nadie. Me di la vuelta y me acerqué al buen Ulises. Me llamo Heimito, dije, y soy de Viena. Él dijo que se llamaba Ulises Lima y era de México City.